No afirmo que la caridad empobrece. Sí digo que toda caridad que resta estímulo al trabajo empobrece. No es lo más grave. Toda caridad que sustituye el trabajo local por trabajo foráneo, quiebra las cadenas de valor locales y resta puestos de trabajo de la población autóctona. En definitiva, exporta riqueza a largo plazo.

La buena intención y la buena voluntad no son suficientes para conseguir los resultados que se pretenden. La ignorancia o los análisis deficientes hacen más daño que la maldad. El deseo de considerar la tierra el centro del universo no facilita la tarea para entender nuestro entorno. El deseo de hacer el bien no facilita la tarea de conseguirlo.

La caridad tiene por qué ser una virtud. La caridad puede ser perversa cuando crea relaciones de dependencia, relaciones de amos y vasallos. La caridad es una herramienta potentísima para mantener el orden establecido, para que quien tiene más siga siempre teniendo más.

La caridad está muy bien vista, pero deberíamos regularla con mucha precisión. Me parece imprescindible para sacar del pozo a quien no puede salir por sus propios medios. No hablo de desatender a quien más lo necesita. Al contrario. Hablo de atenderlo mucho mejor, de incentivar sus capacidades, de invertir, de crear infraestructuras, educación, de dejar volar a los países pobres y a las zonas pobres sin llevarlas siempre agarradas de la mano del poder caritativo.

En muchas ONGs, el interés principal de sus trabajadores consiste en mantener sus puestos de trabajo. Muchos subsidios tienen como causa mantener el puesto de trabajo de quien los dispensa no hablo de ONGs. El voto cautivo de los subsidios es bien conocido. La caridad es una herramienta perversa, que puede retorcer el pescuezo de forma imperceptible para todos con la excusa de hacer el «bien».

El origen del problema quizá esté en que no tenemos una definición universal para entender qué significa hacer el bien.