Escrito por Víctor Jiménez Coquard

Vamos a intentarlo. Es difícil. Los tópicos empapan cada frase y es dificilísimo expresar con exactitud lo que estamos viviendo. No se trata de paisajes, ni de noches eternas desde las cuatro de la tarde. El viaje está yendo de puta madre. Se podría resumir con que hay química entre nosotros, que todo parece muy fácil y que cumplía con las expectativas. Un viaje así, por definición, es intenso, pero dadas las circunstancias, mis circunstancias, las personas se acercan mucho más de lo que ellas o yo creemos.

Javier me recuerda una frase mía dicha casi sin pensar: «Las relaciones que se articulan a través de mi cuerpo son mucho más intensas». Qué gran verdad, qué gran ventaja. Me he pasado la mitad de la vida pensando que mi cuerpo me alejaba de los demás, que las diferencias juzgadas en negativo me convertían en un ser distinto imposible de traspasar con claridad las retinas de los otros, que jamás llegaría al absurdamente ansiado «de igual a igual». No soy igual que los otros. Javier tampoco lo es, ni Leticia, ni Julián. Y qué bien que sea así.

Mi diferencia sustancial, la que se supone me separa, el obstáculo, me define en gran parte. Por qué negarlo. Soy como soy porque soy como soy. Ese cuerpo que asusta por diferente se convierte en complejo ante la ignorancia de aquel que nace no enseñado, y obliga a aprender con atención y mucha paciencia. Soy afortunado. ¿Os choca? Esa atención impepinable que requiero es necesaria si se quiere compartir la vida conmigo, unas horas, un día. Veinte. Esa atención que demanda mi cuerpo es el imán que atrae al otro hacia el yo que mueve todos los hilos, aunque apenas se tensen cuando hago movimientos. Javier, igual que mis grandes amigos, ha tenido que acercarse a mi cuerpo para conocerme y ha chocado de bruces contra mi persona mucho más adentro de lo que quizá esperaba. No hay término medio. No es un tópico. Las barreras se desmontan sin moralejas y se establece el contacto visual, de yo a yo, el auténtico, el verdadero. Se ponen a prueba la paciencia, el cansancio, los silencios y una vez superados, las relaciones se vuelven intensas, reitero, no encuentro mejor palabra para definirlas.

El viento separa el grano de la paja. Mi cuerpo selecciona de forma natural las relaciones superficiales de las profundas, las que de hecho todo ser humano busca. La atención que mi cuerpo demanda se transforma en necesidad de empatía. «¿Qué le hace falta?» Ellos. Los otros. Mis amigos, Javier, Leticia, Julián, ven nacer en ellos, inevitablemente, una necesidad de comprenderme, de entender cómo pienso, de entender qué necesito, de entender cómo me expreso. Buscan incansables, pobres ellos, anticiparse a mi voluntad, o necesidad, que a menudo se funden. Primero, por satisfacer, después por empatía. Es ahí donde se separa el grano de la paja.

* * *

Escrito por Javier Moltó

Vamos a intentarlo. Es difícil.

Una vez resueltos los trámites, llegan las dificultades. Por eso es difícil. Los trámites están relacionados con las previsiones obvias: higiene, comida, vestido, calzado, transporte. Cualquiera que lo piense sabe que se baña, que come, que se viste y que se desplaza. Son trámites diarios. Tanto en tu cuerpo como en el de otro. Si te limpias a ti, con el mismo asco o la misma felicidad puedes limpiar a otro. Víctor y yo hacemos broma. Tenemos dos cuerpos y una persona. O dos personas y un cuerpo, o dos cuerpos y dos personas. Es una mezcla difícil de discernir. El otro día le pregunté, ¿Y si meo yo, no sirve? Se lo pregunté porque lo sentía, porque los dos manejamos el cuerpo de los dos, de formas distintas. Él me da órdenes, que él no vive como órdenes (creo) y yo no estoy seguro de cómo las recibo, pero lo son. Y las ejecuto sin pensar que vienen de otro cerebro que no sea el mío. Hay que hacerlo y del mismo modo que me ato los zapatos por la mañana porque no se puede salir a la calle sin abrocharse los zapatos, se los abrocho a él. Dos cuerpos, un cerebro, o al revés.

Todo eso son trámites. Algunos de ellos requieren aprendizaje. Algunas órdenes le son completamente ajenas a mi cerebro. «Colócame el brazo aquí», por ejemplo, es una orden ajena a mi cerebro. Yo muevo el brazo sin darme cuenta de que lo muevo, sin pensar, y no me entra en la cabeza que eso no es así con mi otro cuerpo. Son órdenes simples u olvidos reiterados. Nunca me doy cuenta de que no es suficiente con llenar la copa de whisky. Es suficiente casi siempre, casi con todo el mundo, pero no con la otra mitad de mi cuerpo, la que se me olvida.

El otro día me preguntaba yo, sin preguntarle a Víctor, si él puede pensar en el movimiento del codo, o de la rodilla, por ejemplo, o si incluso el pensamiento de ese movimiento le está vedado. No lo sé. Para mí sí que es un pensamiento vedado, un pensamiento en el que sólo reparo cuando tengo dolor en las articulaciones. E incluso con dolor, a veces muevo sin darme cuenta, hasta que aparece el dolor. No todos los trámites son fáciles para un cuerpo con dos cerebros, pero esta discapacidad se lleva con dignidad.

La dificultad está en otro sitio. Al menos para mí. La dificultad está exactamente en el punto que separa y une nuestros cuerpos. La dificultad está en la palabra y en la forma en que los dos cuerpos se apoyan en esa articulación. ¿Cómo hago yo para que al recibir una orden de Víctor no sea una orden? ¿Cómo hace Víctor para que al darme una orden yo no me cabree y le deje abandonado?

¿Cómo se establece una relación de igual a igual entre dos personas que dependen tanto la una de la otra? No lo sé. Yo me siento atado a Víctor y odio sentirme atado. No tolero las relaciones de dependencia. Pero como somos el mismo cuerpo, esa dependencia es mutua. Atar los cordones a los zapatos de Víctor es exactamente igual como atar mis cordones y lavarle el pelo a Víctor es como lavarme el mío. Seguramente por eso se me ocurrió si no sería suficiente con que meara yo para aliviarle a él, que sería mucho más fácil.

Esta palabra que articula, que hace de bisagra, que permite convertir en una relación de igual a igual la de dos personas diferentes, es la misma palabra, la misma bisagra que permite convertir  en una relación de igual a igual la de dos personas cualquiera, porque todas somos diferentes. La clave no está en el cuerpo, sino en la palabra. Lo que nos une a Víctor y a mí es la palabra.

Si Víctor tuviera el mismo cuerpo, u otro diferente, pero no dijera lo que dice, no habría bisagra, no habría posibilidad de convertir dos cuerpos en uno y no habría posibilidad de que yo me olvidara de que no puede beber solo. No existiría esa posibilidad porque estaríamos muy lejos y lo único que habría entre nosotros serían trámites, más o menos tediosos.