Aprendí las tablas de multiplicar de carrerilla con nueve años. Cuarto curso. Me sentaba en clase en la fila de mesas situadas al lado de las ventanas. El edificio era antiguo, con techos y ventanales altos. A mi izquierda la pared, las ventanas, el patio del colegio y el mar por detrás de la ciudad.

Nunca supe por qué, pero aprendía las matemáticas con rapidez. Las asignaturas con números siempre me resultaron más fáciles que las que tenían letras.

Leía bien y rápido y entendía lo que leía. Pero recordaba pocas cosas al día siguiente. Cuanto mayor me hacía, menos recordaba. Nos hacían pruebas de lectura y me gustaban mucho porque era feliz al leer. De las asignaturas, no recordaba muchas cosas.

Al lado de la ventana, en invierno, con el cielo quebrado y rojo por el viento, veía ponerse el sol tras las montañas. No había nada que me diera más placer que ver aparecer aquella pelota roja por el hueco de la ventana y esconderse despacio. Intentaba retener el último instante, memorizarlo, quedarme con él, pero se desvanecía.

Me quedaba un rato dudando, jugando, si había visto bien el útlimo instante, si habría parpadeado y me iba a continuación a pensar en el sol dando luz, avanzando despacio, igual como se ponía, a otros lugares de la tierra. Teníamos el globo delante de nosotros y ponía el sol donde estaba yo. Me movía un poco para llevar la luz a unos sitios y otros. Quería darle vueltas al globo, pero no podía, sentado en mi silla. Poco a poco, llegaba la luz a los australianos, que dijeran lo que dijeran tenían que caminar boca abajo. No podía entender que no se cayeran (eso ya lo he entendido). Tampoco entendía que nosotros estuviéramos de lado, a punto de despeñarnos, cuanod yo notaba que estábamos claramente en la parte superior. De fondo, el murmullo de la señorita.

De todo lo que me enseñaron en colegios, institutos y universidades, lo más difícil que utilizo en este trabajo es la tabla de multiplicar.

Recuerdo bien cómo aprendí a multiplicar. Al principio, multiplicaba mediante sumas. Cuatro más cuatro, ocho, más cuatro doce. El doce fue el primer pilar que encontré fuera de la decena. Luego el quince y el diecisés. El tres por cuatro me permitió empezar a explorar el mundo exterior. Sobre él, entre memoria y suma, fui construyendo el resto de tablas.

Todavía hoy hay una multiplicación que no tengo memorizada. Siempre me costó y nunca supe por qué. Siete por ocho se me quedó colgando. Confundía el 56 con el 54. Nunca fallaba en el nueve por seis, que es muy fácil. Sin embargo, el siete por ocho tenía que construirlo a partir del siete por siete, de forma menos automática que cualquier otro. Tenía que pensarlo y todavía hoy tengo que construirlo.