Respetado Joseph Ratzinger,

A tu llegada a Madrid, en la Plaza de la Cibeles, dijiste:

«Sí, hay muchos que, creyéndose dioses, piensan no tener necesidad de más raíces ni cimientos que ellos mismos. Desearían decidir por sí solos lo que es verdad o no, lo que es bueno o malo, lo justo o lo injusto; decidir quién es digno de vivir o puede ser sacrificado en aras de otras preferencias; dar en cada instante un paso al azar, sin rumbo fijo, dejándose llevar por el impulso de cada momento.»

Te equivocas al insultar a quienes no piensan como tú. «Creerse dioses» es una locura y no es cierto que «muchos» de los que no pensamos como tú estemos locos. No es una buena estrategia tratarnos de locos por pensar diferente.

No es que deseemos decidir por nosotros mismos lo que es bueno y es malo. Es que lo hacemos todos los días, mediante la soberanía popular y la ley. Decidimos qué es bueno y qué es malo para la convivencia. Y para la convivencia, mientras la ley está vigente, esa es la única verdad posible.

Algunos no sólo no nos creemos dioses, sino que estamos firmemente convencidos de que no existe ningún dios. Otros, que sí creen en algún dios, pueden incluso discrepar de sus recomendaciones y promover otras leyes diferentes a las recomendadas por su credo.

Respetado Papa, no es una buena estrategia insultar a quien no piensa como tú. Hacerlo sólo sirve para crear confrontación, no entendimiento y buena convivencia. Quienes defendemos el derecho al aborto y a la eutanasia lo hacemos por motivos diferentes. Podemos estar equivocados o no. Pero fíjate que al igual que te equivocas al insultarnos, puede ser que seas tú el equivocado y que ese Dios en el que tú crees no exista y que la «justicia verdadera» que también mencionas no tenga ningún fundamento.

Es posible que tu Dios exista. Es vano discutir sobre eso. Si hubiera pruebas sólidas no habría discusión posible. Nadie que yo conozca discute la existencia del sol. Pero te aseguro que si ese Dios existiera y quisiera imponer esas leyes que sustentan lo que vosotros llamáis «justicia verdadera», los seres humanos tendríamos que luchar contra esa tiranía al igual como hemos luchado durante siglos y más siglos con todas las tiranías. Hemos aprendido en todos estos siglos que la soberanía popular es el sistema que mejor grado de convivencia, paz y bienestar proporciona. Ninguna ley impuesta por encima de la soberanía popular ha dado paz duradera.

Los individuos que votamos sabemos que en el voto somos igual que cualquier otro ciudadano, que cada uno de nuestros votos cuenta exactamente lo mismo para formar mayorías, que es el menos malo de los instrumentos conocidos para crear la ley legítima. Hemos aprendido que esa soberanía popular tiene postestad y legitimidad para decidir sobre la vida y sobre todo el resto de asuntos que conciernen a la convivencia. La soberanía popular, por mayoría, tiene legitimidad para establecer en qué momento de su desarrollo un ser vivo es digno de llamarse ser humano y si un ser vivo puede o no quitarse la vida. No nos creemos dioses. Hemos aprendido que el acuerdo social es el mejor instrumento para gestionar la ley y la justicia.

A algunos nos gustaría que ni siquiera las mayorías se entrometieran en esos asuntos. Que ni siquiera la mayoría decida qué puede hacer uno con su vida. Pero la decisión de entrometerse o no depende de la mayoría, de si quiere legislar o no sobre asuntos que en principio son íntimos y no afectan a la convivencia.

Esa ley que creamos los humanos cada día es la única «verdad» en la que basarnos para regular la convivencia. Una verdad formada por nosotros, sí, pero no porque nos creamos dioses, sino porque estamos obligados a regular la convivencia entre nosotros, a administrar derechos, deberes y libertades. Es una «verdad» mutable, que varía en función de los cambios de opinión y conocimiento de las mayorías. No sé si es «el impulso de cada momento», pero puede parecerse porque es cierto que la búsqueda de la verdad y de la paz social es un proceso lento, de prueba y error. No nos creemos dioses. Al contrario, somos conscientes de que tenemos que esforzarnos mucho en la «búsqueda» de esa forma de verdad que nos permita convivir cada día mejor.

Para conseguir esa buena convivencia, es un error estratégico insultar a quien piensa diferente de ti. Llamarle loco, descerebrado, ignorante no sirve de nada. Pensar de forma diferente es maravilloso y saludable. El desacuerdo es enriquecedor, porque la discusión y el debate ayudan a buscar con criterio. El insulto, el enfrentamiento entre los ciudadanos en lugar de entre sus ideas no ayuda en nada a encontrar «verdades» que procuren una vida con mayor paz, bienestar y tranquilidad.

Te pido con la esperanza de conseguirlo que no vuelvas a decir nunca que quienes piensan diferente de ti se creen dioses, que están locos o que son ignorantes, porque la respuesta a ese insulto es muy fácil y estéril.

Muchas gracias

Un afectuoso saludo