Un amigo mío, que estudia un máster, apareció el otro día por la oficina (nuestra redacción) encorbatado y trajeado a primera hora de la mañana, con la necesidad de hacer muchas fotocopias en color. Lo miré atónito.

—Hoy presentamos el proyecto del máster.

— ¿Y?

—Hombre, es un máster de negocios y quieren que nos vistamos así para que aprendamos a vender un proyecto, como si lo hiciéramos ante cualquier cliente.

Yo seguía atónito. Él lo notaba. Todavía lo estoy.

—Yo lo entiendo —continúa— tenemos que hacerlo como si fuera de verdad. Lo que no entiendo es que nos hagan imprimir la presentación en fotocopias en color a cada equipo. Nos cuesta 300 euros, para tirarla luego a la basura.

Yo también he trabajado en empresas en las que las formas eran lo fundamental. En las que los jefes exigen presentaciones cuidadísimas, decoradísimas, que obligan a perder mucho tiempo. Empresas en las que los jefes exigen «a sus subordinados» que los traten como clientes exquisitos. Donde se obliga a perder mucho tiempo en tener contento al jefe. Esa misma exigencia se traslada a los proveedores, que deben gastar tiempo y dinero en presentaciones deslumbrantes si quieren conseguir negocios y contratos.

«Como soy el jefe, o el cliente, me tienen que hacer la pelota, tienen que conseguir que me sienta importante», parecen pensar. Sea proveedor o empleado, todo el tiempo y el gasto dedicado a lo accesorio afecta a la cuenta de resultados de la empresa que paga ese tiempo. Los proveedores te cobran las tonterías y los trabajadores de tu misma empresa también.

Uno espera que en un máster se pongan en cuestión todos los procesos. Que se analice la rentabilidad de cada detalle, de cada minuto empleado, de cada detalle relacionado con la productividad. Quizá en un máster se deba enseñar a cómo comportarse en el mundo actual para conseguir trabajo, pero también debiera enseñarse cómo cambiar el mundo actual, tan ineficiente, para que los alumnos tengan la posibilidad de crear empresas con menores costes, competitivas, sin rebabas.

Mi impresión es que los máster de negocios sólo sirven para dar recetas a estudiantes, que salen luego a la calle con los mismos prejuicios y la misma forma de pensar. Vivimos en un mundo empresarial de medidas homogéneas, cortados todos por el mismo patrón de la chaqueta y la corbata.

No señores. En un máster habría que enseñar a subvertir el mundo —me apetece gritar—, a cambiar los procesos, a decidir de forma flexible, a ser productivos en cada segundo y a buscar la competitividad de nuestro trabajo y negocio. Un máster no puede producir máquinas que no se rebelen contra los prejuicios y esquemas de los profesores.

Tengo la impresión de que en las escuelas de negocios se producen masteritos en serie. Los alumnos debieran aprender, al menos, que cuando hay un exceso de oferta idéntica, su precio baja.

Es cierto que, generalmente, quienes mandan en las empresas son masteritos y que fichan a gente de su misma cuerda, que utiliza las mismas recetas y los mismos prejuicios.

Pero estamos en crisis. Una crisis seria. Probablemente, una crisis del modelo tradicional, basado en la ineficiencia. Ha llegado la hora de otro modelo. Un modelo sin esquemas, en el que la creatividad gana. La empresa tradicional, homogénea, formada por trabajadores dóciles, tiene todas las de perder. Ahora más que nunca copiar es sencillíismo. Los productos y los pensamientos en serie no sirven para nada, porque la competencia los replica inmediatamente y deja a todos sin márgenes.

Es el momento de inventar en cada proceso, en cada decisión. Sin recetas. Sacar partido de cada gramo de capacidad de cada trabajador. Poner reglas en un máster para una presentación es el mayor de los disparates. Deja que los alumnos se estrujen la cabeza, que te sorprenda cada uno, analiza lo que cuesta y el rendimiento de cada presentación. Ponlos a trabajar, no les cortes su capacidad de invención.

Pero no. Los profesores también están cortados por el mismo patrón. Son la misma fotocopia.