Calle de Santa Engracia, Madrid. Domingo 19 de agosto de 2018. Entre Ríos Rosas y la Glorieta de Cuatro Caminos. Alrededor de las dos de la mañana de la noche del sábado al domingo.

Circulo por el carril de la izquierda con un Mercedes SLK de finales de los años 90, descapotado, saboreando el aire fresco de la noche madrileña. A mi altura, por el carril de la derecha, circula otro coche. En el carril central, un tercer coche, toca el claxon y hace luces. Quiere adelantarnos pero los carriles de Santa Engracia deben de parecerle estrechos, o debe debe de parecerle que el espacio que queda entre los dos coches es muy justo, o el otro coche o yo vamos poco pegados a nuestras orillas. En fin, que no cabe o le parece que no cabe o, en todo caso, se queja.

Para facilitarle la maniobra levanto el pie del acelerador ligeramente y me pego unos centímetros más a la izquierda. Unos pocos centímetros, cinco a lo sumo, porque ya voy muy cerca de los coches aparcados a mi izquierda, que no están perfectamente alineados y por tanto no permiten ir pegadísimo. Pero, como levanto el pie y el coche que circula por la derecha sigue a la misma velocidad a la que iba, rápidamente queda espacio para que el coche que circula por el carril central pueda adelantarme de forma desahogada.

Inmediatamente después de adelantarme, se pone delante de mí, en mi carril. Me parece normal, porque lo que quiere es separarse del coche que circula por la derecha para adelantarle también a él. Me parece innecesario hacerlo tan cerca de mi coche, apenas medio metro, pero no me preocupo. Hasta que de pronto frena. No muy fuerte, pero frena sin ningún motivo. Yo también freno, si bien me acerco a él, porque no me lo espero o más bien porque no acabo de creerme que esté frenando. Pienso que querrá girar a la izquierda, para bajar por Bravo Murillo (hay una raqueta, para girar). Pero no. Vuelve a frenar un poco más. Ya vamos muy despacio. No hace falta frenar tanto para girar. Tampoco lleva puesto el intermitente. La única luz que parpadea en su coche es una de las dos luces de su matrícula. Freno más, pero ya vamos muy cerca y creo que lo rozo ligerísimamente. No estoy seguro pero freno más. No entiendo qué ocurre. Por delante no lleva a nadie. Todo es muy rápido. Él frena hasta que detiene el coche. Yo, lógicamente, que estoy pegadísimo a él, también paro. Su coche queda a poco más de 20 centímetros del mío. Miro su paragolpes posterior, iluminado por mis luces y mucho más alto que el morro del SLK que conduzco yo. Perfectamente a mi vista. En la zona en la que puedo haberle tocado yo no se ve nada de nada. El morro del SLK es muy bajo en comparación con su paragolpes trasero.

Del coche desciende un hombre muy joven, vestido de negro, cabeza semirrapada.

—¡Me has dado porque te ha dado la gana!

—No le he hecho nada a su coche.

—¡Me has dado porque te ha dado la gana! —repite.

—No le he hecho nada a su coche —repito yo también.

—Pues, para empezar, me vas a pagar la luz de la matrícula —dice, sin mirar a su coche, sin mirar si tiene algo o no. Sabe prefectamente que la bombilla derecha de su matrícula hace mal contacto, o lo que sea, porque parpadea.

—La matrícula de su coche está mucho más alta que el morro de mi coche —y repito —Yo a su coche no le he hecho nada.

—Vamos a hacer un parte —me dice mientras va hacia su coche.

Sé que es un prejuicio, pero este hombre jovencísimo que ha frenado delante de mí, con un coche relativamente caro, con la cabeza semirrapada y vestido de negro me da miedo. No voy a hacer ningún parte amistoso con él. Primero porque no le he hecho nada a su coche. Segundo, porque no sé cuáles son sus intenciones. Igual que se inventa que le he estropeado la luz de la matrícula, igual que me pita y me hace luces para adelantarme y luego me cierra el paso y me frena, igual que ha provocado este incidente, puede querer que me baje del coche para que se suba otra persona y se lleve el coche que conduzco, o para atracarme o para saber qué. No me fío. Además voy con un coche descapotado y soy vulnerable. No quiero hacer ningún parte amistoso con él. Primero, porque todo lo ha provocado él intencionadamente. Y, segundo, porque no me fío de sus intenciones.

Mientras él se da la vuelta hacia su coche, supongo que para coger los papeles del seguro o a saber para qué, pongo la marcha atrás en el cambio automático del SLK y luego pongo la D para seguir hacia Cuatro Caminos. Él se sube a su coche y me sigue. En el semáforo de Cuatro Caminos veo por el retrovisor que hace una foto de la matrícula de mi coche. En ese momento advierto que no va solo en el coche. En el asiento de la derecha viaja una mujer, que también parece muy joven.

Cuando se pone verde, sigo mi camino por la calle Bravo Murillo hacia Plaza de Castilla. Entre Estrecho y Tetuán (Dos paradas de metro de la calle Bravo Murillo), veo las luces de un coche de policía. Sigo por mi carril, hasta que confirmo que vienen a por mí. Por esa calle pasan continuamente coches de policía por la noche. No pensé que por una «bombilla de matrícula» alguien llamara a la policía. También, y aquí hay que tener en cuenta mi prejuicio, pensé que este hombre joven nunca avisaría a la policía, porque tal como actuó conmigo sospeché que preferiría no tener contacto con ellos. Estaba equivocado.

El coche de la Policía Nacional se pone a mi altura y me indica que me detenga a la derecha. Como hay carril bus en la zona, espero a que termine el separador del carril para apartarme bien y no molestar. La policía detiene su coche detrás del mío.

—Saque la llave del contacto y póngala encima del salpicadero.

Glups.

Obedezco. Me he detenido voluntariamente ante sus indicaciones. He parado en un lugar que he considerado lo más seguro y lo menos molesto posible. He dejado sitio para que aparquen detrás de mí. Yo saco las llaves del contacto y las pongo encima del salpicadero y hago lo que ustedes me digan. Pero, ¿Qué ocurre esta noche tranquila de agosto? ¿Alguien está tirando los dados equivocados?

—Iba usted muy rápido. ¿Por qué iba usted tan rápido?

—Yo no iba nada rápido. Eso no es cierto.

—Sí iba usted muy rápido. Hemos tenido que ponernos a 90 para cogerlo.

No le pregunto que cuánta distancia ha tenido que recortar para alcanzarme. Pero sé que no iba nada rápido. Su presunción de certeza es equivocada.

—Sí, sí. Iba usted muy rápido. No le paramos por eso. Pero iba usted muy rápido.

—Eso no es cierto. No iba rápido.

—Un conductor nos ha pedido que intervengamos porque dice que usted ha golpeado su coche por detrás y se ha marchado sin rellenar el parte amistoso.

—Es posible que le haya dado, pero no le he hecho nada a su coche. Si le he dado, ha sido de forma imperceptible.

—¿Reconoce que le ha dado?

—Sí, es posible que sí. Pero ha sido tan flojo que no le he hecho ni un rasguño —Igual que no miento en que no iba rápido, no miento en que es posible que le haya dado. No tengo la certeza absoluta, porque si le he dado ha sido con un impacto menor que los miles de impactos que hay en aparcamiento. Pero es verdad que los dos coches han llegado a estar muy juntos y es posible que lo haya rozado.

—Él dice que le ha estropeado la luz de la matrícula.

—Sí, lo sé. Pero es imposible que yo le haya estropeado la luz de la matrícula.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Porque lo he visto. Él ya la tenía estropeada. Y por más motivos. ¿Ha visto a qué altura está su matrícula? Además, si le he dado ha sido tan flojo, que es imposible que le haya roto nada en la matrícula. ¿Ha mirado su paragolpes? ¿Tiene algún golpe?

— Sí lo hemos mirado. Su paragolpes no tiene ningún golpe.

¿Cómo le explico al policía que me dedico a esto de los coches? ¿Cómo le explico al policía que hace menos de un mes vi en Bulgaria, en Sofía, un coche que tenía las luces de la matrícula tuneadas y que funcionaban de forma intermitente y que lo primero que he pensado cuando he visto el culo de este coche delante de mí, en mis narices, mientras me frenaba, era en esa luz que parpadeaba y que me ha recordado al coche de Bulgaria? De hecho, por un instante he pensado si estaría tuneada, a la vez que frenaba y que pensaba «¡Qué hace este!». No, no le voy a explicar que mi trabajo es fijarme en los coches y que estas cosas me ocurren sin querer.

—¿Ha bebido usted?

Dudo en la respuesta. Por un momento pienso en contestarle «Sí, agua». Pero me doy cuenta de que no es una respuesta adecuada. Rápidamente le digo «No», pero creo que nota que titubeo.

—Y por qué no quiere hacer un parte amistoso. ¿No se da cuenta de que es una tontería, de que no merece la pena nada de esto por una bombilla de la matrícula?

—Sí, me doy cuenta. Pero es mentira. Yo no lo he estropeado la bombilla de la matrícula a este hombre. Me niego a que mi seguro le pague la matrícula que yo no le he estropeado.

—Lo que dice usted es incongruente —me espeta uno de los dos policías que desde el principio es el más chulesco de los dos. Lleva la cabeza completamente rapada y me trata con un aire acusatorio, que roza continuamente la mala educación. El otro, el que lleva barba, en cambio, mantiene un trato normal.

—¿Por qué es incongruente?

—Porque lo es. Usted ha bebido.

—¿De dónde saca que yo he bebido?

—Porque tiene la boca seca y los ojos vidriosos.

Es verdad que tengo la boca seca. Y no sé cómo tengo los ojos. Voy en un coche descapotado. Corre el aire y me da en los ojos. Pero, además, hay un hombre que se comporta de forma extrañísima, al que he intentado ayudar de la mejor forma que he sabido para que me adelantara por la calle Santa Engracia y que luego me cierra y me hace frenar bruscamente, sin ninguna necesidad. Provoca un contacto no sé exactamente por qué. No puede ser todo eso por una bombilla. Y luego viene la policía y me hace depositar las llaves de mi coche encima del salpicadero, me trata de forma chulesca y me acusa de haber bebido. Pues claro que tengo la boca seca.

—Pues sí, tengo la boca seca. Eso es cierto. Pero no he bebido. Hágame la prueba del alcohol, por favor.

—Pues haga el parte amistoso.

En ese momento decido poner fin a este absurdo y abro la puerta del coche para hacer ir a hacer el parte amistoso.

—¡No se mueva! ¿A dónde va?

—A hacer el parte amistoso. ¿No me dice usted que haga el parte amistoso?

—No se mueva. Yo no le digo nada. Va a venir la Policía Municipal y haga lo que ellos le digan que tiene que hacer.

Pienso en preguntarle por las incongruencias, pero me callo.

Transcurre más de media hora entre que me han parado y que llega la Policía Municipal. Todo por la bombilla de una luz de matrícula (que yo pensaba que era una excusa para algo más, para robarme a mí o para robarme el coche, pero parece que no). A pesar de que me repatea hacer un parte amistoso, y decir una mentira, como ahora me «protege» la Policía Nacional accedo a hacerlo. Pero «ahora» no me lo permiten. Tenemos que esperar a la Policía Municipal. Una pareja de la Policía Nacional y su coche patrulla llevan más de 30 minutos parados. ¿Qué coste tiene eso? Vamos a poner fin a esta situación. Ni el paragolpes del coche delantero ni el mío tienen ningún rasguño. ¿Qué hacemos aquí parados?

El hombre del coche «contrario» baja del coche y se impacienta. Reclama que venga la Policía Municipal, pero la Policía Municipal, por suerte para el universo, estará trabajando en asuntos más importantes. No he mirado el reloj y no sé cuánto tiempo ha transcurrido, pero por fin llegan. El Policía Nacional que había sido continuamente más agresivo viene a despedirse.

—Nosotros no hemos visto nada. No somos testigos de nada. Sólo le hemos detenido porque un conductor nos ha pedido que interviniéramos. Haga lo que le digan los policías municipales.

—De acuerdo. Siento que hayan tenido que estar tanto tiempo aquí parados sin hacer nada.

—Más lo siento yo. Tenemos cosas mucho más importantes que hacer.

Los policías municipales me tratan con menos agresividad. Me preguntan qué ha ocurrido. Se lo vuelvo a explicar. Me piden la documentación del coche. El recibo de haber pagado el seguro. Miran el paragolpes del «contrario». Miran mi paragolpes. Me aseguran que el paragolpes del coche contrario tiene un rasguño. (La Policía Nacional decía que no. Yo no me acerequé a verlo. Desde mi asiento e iluminado por mis luces no me lo pareció, pero todo es posible)

—¿Dónde? ¿A qué altura estaba el rasguño? Fíjense en la diferencia de altura de los paragolpes, por favor.

—Yo no soy perito —me responde el policía — Si ese rasguño está causado o no por su coche lo tiene que decidir el perito de la aseguradora.

Media hora de dos polícias nacionales, media hora de dos policías municipales (que se demoran mucho con su atestado), por lo menos una hora mía y otra hora de las dos personas jóvenes por una maldita bombilla de matrícula que ya parpadeaba de antes. Muchas horas perdidas, sin motivo alguno.

Desconozco cuáles eran las intenciones del conductor del coche que ha provocado este incidente. ¿Estaba molesto porque yo circulaba por el carril izquierdo? A mí me molesta mucho que en autopista o autovía alguien circule por el carril izquierdo cuando hay espacio en los otros carriles. En calles urbanas llenas de semáforos no suelo tenerlo en cuenta. No creo que haya sido eso lo que le haya molestado. En cualquier caso, hice todo lo posible para facilitarle el adelantamiento, como hago casi siempre. No tenía intención de molestarle.

¿Qué pudo molestarle? ¿Que el coche que conducía yo, un hombre viejo, fuera bonito y descapotable? Pues es posible. Pero él tenía un buen coche. Mucho más moderno que el SLK de 1998 que conducía yo. No era descapotable, pero… No creo que el coche sea el origen, pero no soy capaz de entender cuál ha podido ser el origen.

Mi miedo inicial a que se tratara de una estratagema para robarme supongo que queda anulado cuando fue él mismo quien recurrió a la Policía Nacional. En más de una ocasión estuve tentado de preguntar a los policías nacionales si habían revisado sus antecedentes, pero me callé. Supongo que  alguien que recurre a la Policía Nacional no es sospechoso.

En fin. Un incidente muy extraño. Espero que los peritos de la compañía de seguros dediquen un poco de tiempo más para examinar bien los posibles rasguños. Yo no descarto haber rozado el coche de este hombre y de haber arañado su paragolpes. Tengo serias dudas. De lo que sí estoy seguro es de que no he sido yo quien ha estropeado su bombilla de la matrícula. Y el conductor joven también está seguro de eso. Lo sabe perfectamente. Espero que los peritos, aunque sea una miseria lo que cueste la bombilla, se nieguen a aceptar esa responsabilidad. Ya puestos a perder tiempo, llevo mi coche a donde quieran para enfrentar la altura de mi paragolpes delantero con el paragolpes posterior del «contrario».

Me da igual que sea mucho o poco dinero. Lo que no soy capaz de aceptar es la mentira y ese comportamiento de conductor extorsionador.

Independientemente de todo lo anterior, me intriga saber los motivos por los que alguien se puede comportar como este conductor joven. No soy capaz de explicármelo.