Hoy he ido a una comida multitudinaria. Un agasajo navideño. Pongamos que fuéramos unos 200 comensales.

Unas mesas muy anchas, de unos dos metros, y largas, de unos 10 metros. En el centro había bandejas (con marisco). Los comensales estábamos apretados. Pongamos que uno cada medio metro. Hombro con hombro, más o menos.

A uno de los camareros, de entre 55 y 60 años, le temblaba la mano izquierda. Traía platos con las dos manos y luego los servía con la derecha. Se movía veloz, dejaba los platos con rapidez y regresaba al punto de recogida. La mano izquierda le temblaba considerablemente, pero no se inmutaba. Hacía su trabajo con diligencia. Me daba miedo que se le cayera uno de los platos en la mano izquierda. No se le ha caído ninguno.

Está claro que este hombre necesita trabajar. Como todos. Pero el temblor de la mano izquierda quizá se lo impida en unos años. O no. Él no parecía darle importancia. Apilaba los platos vacíos sobre la izquierda. Muchos. Tenía fuerza, pero le temblaba.

Espero que el Estado de bienestar siempre sea capaz de seguir cuidando de la gente que ha trabajado muchos años y que al final de su vida laboral se queda sin fuerzas. Es a ellos a quienes no pueden abandonar ni las empresas para las que han trabajado tantos años, ni el resto de la sociedad. Los jóvenes y sanos no deben recibir la misma atención si los recursos no llegan para todos.

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Recoger las bandejas del centro de la mesa era muy difícil para los camareros. Se llegaba con mucha dificultad, porque los comensales estábamos muy juntos y el brazo de los camareros no alcanzaba hasta las bandejas desde detrás de los hombros de las personas sentadas.

En mi mesa, ninguno de los comensales ha hecho el más mínimo esfuerzo por ayudar a un camarero. Si nos sirven, que nos sirvan.

Cuesta poquísimo hacer más fácil el trabajo de los demás. Un esfuerzo mínimo.

Parece como si perdiéramos dignidad cuando ayudamos a quien nos sirve. En realidad es todo lo contrario. Perdemos dignidad cuando no le ayudamos.