Pensar tiene un inconveniente. Te obliga a enfrentarte a tus propios prejuicios.

El pasado domingo, Alberto Ruiz Gallardón, ministro de justicia, declaró en el diario La Razón que «la malformación del feto ya no será un supuesto para abortar»

Días después ha argumentado por qué toma esa decisión: «Todos los discapacitados tienen los mismos derechos que cualquier ciudadano; por ser discapacitado no tiene por qué ver mermados sus derechos ni sufrir ningún tipo de discriminación. Este criterio sirve para los discapacitados que han nacido y para los que no han nacido».

Es una argumentación impecable. Si todos somos iguales ante la ley, los fetos también deben ser iguales ante la ley. El equivalente a que los fetos con riesgo de malformación pueden ser abortados lo han aplicado algunos sátrapas con ciudadanos que han nacido. Si existe derecho al aborto tiene que ser para todas las madres por igual, sea como sea el feto que viaje en sus vientres.

Una ley que permite abortar ante el riesgo de malformación genera un incongruencia, porque permite matar al feto ante la posibilidad de que exista ese riesgo, pero impide matar al ser cuando se constata ese riesgo. Si se puede eliminar a un ser vivo ante el riesgo de que esté malformado, lo congruente es poder eliminarlo cuando se constata la malformación. Y las leyes tienen que ser congruentes, de lo contrario se producen contradicciones y absurdos que las desacreditan.

Llegados a este punto, los miembros de la sociedad tenemos que tomar decisiones.

Somos nosotros, los hombres civilizados, los que tenemos que decidir por ley, en qué momento un ser vivo engendrado por humanos se considera un sujeto del derecho. En definitiva, en qué momento lo consideramos humano.

La Iglesia Católica considera dignos de derechos incluso a los espermatozoides y abomina del uso del preservativo. Su armadura ideológica es coherente.

Pero los católicos no tienen por qué imponer su coherencia. Hay otras armaduras coherentes.

En el territorio que ahora es España, hace muchos años, los celtas otorgaban nueve días a los padres, después del nacimiento, para decidir si querían o no mantener a los hijos. Hasta nueve días después de su nacimiento no eran sujetos del derecho. Eliminarlos, matar a esos seres vivos dentro de ese plazo, era decisión de los padres. Nadie estaba obligado a eliminar a su hijo, por supuesto, igual que nadie estaba obligado a dejarlo crecer.

Yo defiendo que las mujeres puedan decidir libremente si el ser vivo que han engendrado es merecedor de la vida. Mientras está en su vientre, sin duda ninguna, porque tiene la posibilidad de hecho. Suicidándose ella mata a su hijo, por lo que el feto depende absolutamente de sus decisiones. Las mujeres los han engendrado, los llevan incrustados en su cuerpo y debieran poder «desengendrarlos» con la misma libertad. Tendríamos que llegar a un acuerdo de hasta cuándo pueden decidir las madres.

Una de las posibilidades del acuerdo es aceptar lo que pregona la iglesia católica: minuto cero.

Otra de las posibilidades, en el punto opuesto del arco, es aceptar que esperemos días o meses después del nacimiento, hasta que los padres tengan elementos de juicio fundados de qué significa lo que han hecho (seguramente habría que esperar hasta la adolescencia).

El acuerdo social podría determinar perfectamente que un ser vivo nacido de humanos no es sujeto del derecho hasta un año después del nacimiento. Los humanos tenemos potestad para determinarlo. O veinte. La decisión es nuestra. Sólo hace falta que nos pongamos de acuerdo. Sin prejuicios.

Lo que no deberíamos hacer nunca es ser incongruentes y discriminar a los fetos de manera diferente a la que discriminamos a los nacidos. Nadie que pretenda defender una ley coherente debiera defender esa diferenciación.

¿O estoy equivocado? ¿Existe alguna posibilidad coherente de defender esa diferenciación?

P.D.

El PP no presentó esta propuesta en campaña electoral ni en su programa. No tienen ninguna legitimidad para aplicarla ahora.