Llevaba más o menos un kilómetro en el que me iba acercando paulatinamente a un coche granate, durante una larga bajada. Era una carretera nacional, con arcenes anchos que descendía suavemente hacia un valle. Tras una recta relativamente larga que termina con una curva hacia la derecha, el coche granate enfila la curva y yo le sigo de lejos, como a unos doscientos metros. Cuando llego a la curva, de unos noventa grados de radio medio, apenas reduzco la velocidad porque no hay necesidad.

Justo antes de entrar en la curva veo fugazmente, a través de los árboles, que el coche granate que me precedía tiene el intermitente derecho puesto y está pegado al guardarraíl. Entro en la curva con normalidad, mirando hacia la carretera lo más lejos posible, sin preocupación alguna. En la carretera hay poco tráfico, el día está soleado y el asfalto en perfecto estado. Disfruto conduciendo con tranquilidad. No voy distraído, pero sí voy relajado.

Inesperadamente, al terminar la curva, veo que el coche granate está atravesado en mitad de la carretera, pocos metros por delante de mí, haciendo un cambio de sentido justo antes de la entrada del puente. El choque es inevitable. Oigo un pequeño grito ahogado de mi acompañante. Imperceptible.

No me da tiempo a pensar. Le pego un pisotón al freno con todas mis fuerzas. El coche granate está muy cerca. No sé cuantificarlo, quizá unos diez metros por delante de nuestro coche cuando empiezo a frenar. Mi velocidad será de unos cien kilómetros por hora. Sé que si sigo recto el impacto será brutal contra la puerta del conductor. Él o ella morirán casi con total seguridad y nosotros probablemente también. Si intento pasar por delante corro el riesgo de que caigamos puente abajo. No sé si podré controlar el coche con la maniobra de esquiva salvaje con los frenos apretados a tope y con el golpe lateral que seguro que nos dará el coche que sigue avanzando si no lo golpeo yo a él. No soy capaz de pensar, pero todo eso me pasa por la cabeza. Me tiro contra él a chocarle contra el morro, sin girar demasiado a la izquierda porque no podré controlar el coche y corremos mucho riesgo de irnos puente abajo.

Me fijo en su aleta delantera izquierda, el coche todavía avanza hacia el centro de la carretera. Estoy pegando un alarido de rabia e impotencia porque no tengo forma de evitar el choque y no sé qué consecuencias va a tener. Oigo ya en mi cabeza el ruido del impacto brutal. Mi alarido todavía dura. No pienso en nadie. No me despido.

No suena nada.

Enderezo para intentar esquivar el guardarraíl del otro lado a la vez que levanto el pie del freno y acelero ligeramente. El ESP me ayuda a girar el coche. Mi acompañante me dice que me pare. «¡PARA! ¡PARA!» apenas dos segundos después.

No sé qué ha pasado. No entiendo que siga circulando. No miro por el retrovisor. Me parece imposible mirar y no ver el brutal accidente de mi coche contra el coche granate partido en dos. Por si acaso, no miro. Sin embargo, parece que no ha pasado nada. Ni siquiera ha dado tiempo a que se me acelere el corazón. Sigo por la carretera como ido, incrédulo de que sigamos con el coche intacto, con la atención multiplicada por cien ante cualquier intruso.

Estoy cabreado conmigo mismo y perplejo. Cabreado por haberle pegado un pisotón al freno sin pensar si era mejor frenar o intentar pasar lo más rápidamente posible. Quizá contento a la vez por haber esquivado ese disparate en mitad de la carretera, pero atónito.

No me da tiempo a enfadarme con quien ha tenido la ocurrencia disparatada de dar un cambio de sentido justo después de una curva y antes de un puente. Ni siquiera me pregunto cómo es posible que alguien haga eso. Todos cometemos errores. Pero ¿habrá sido verdad? La escena me parece  imposible y también que no hayamos chocado. Supongo que quien conducía me ha visto en el último segundo y ha parado justo a tiempo (gracias, es posible que nos haya salvado la vida ese reflejo último). Yo tenía los ojos cerrados seguro, porque no sé cuánto de cerca hemos pasado. La última vez que lo he visto, el golpe era inevitable y no sabía si le iba a dar yo a él o él a mí y no sabía qué prefería.

El coche, con los frenos clavados (es un decir, lleva ABS) ha girado perfectamente en la brusca maniobra de esquiva sin un milímetro de bandazo (gracias coche). La única consecuencia del accidente, accidente al fin y al cabo aunque no haya habido contacto, aparte del susto y la perplejidad, es un ligero dolor en el tobillo derecho, por la fuerza con la que he pisado el freno y también en las muñecas, por la fuerza que he tenido que hacer sobre el volante para girar con brusquedad y con el coche apoyado por la frenada sobre las ruedas delanteras. Un dolor inapreciable, que casi busco, para confirmar que lo que ha pasado ha ocurrido de verdad.

El coche es un Mercedes  E 300 Bluetech Hybrid. Al pisar el freno con todas mis fuerzas el coche no se ha levantado de atrás. Su movimiento me ha recordado después al de los guepardos en tensión, que hunden su cuerpo hacia el suelo con las patas flexionadas, para arrancar con mayor rapidez. Al frenar, el Mercedes se ha hundido, se ha acercado al suelo tanto de delante como de atrás y me ha permitido dar un volantazo salvaje con el freno pisado con toda la fuerza de que soy capaz. Pocas veces una suspensión te salva la vida, pero esta vez es posible que haya sido así. Con un coche que se levanta de atrás al frenar a tope me hubiera sido imposible ni intentar la maniobra. Hubiera seguido recto contra el coche granate, con consecuencias impredecibles.

Yo sé que nunca hay que fiarse de los vecinos de la carretera. Lo cierto es que me despreocupé absolutamente de este coche. Lo vi que se pegaba hacia la derecha y pensé que habría algún camino o algo y que iba a pararse. En los dos segundos que se tarda en pasar por la curva me olvidé de él. No me volverá a ocurrir.