Por segunda vez en casi una década, he vuelto a tener un problema similar al que ya experimenté hace exactamente nueve años, aunque por fortuna con un resultado menos desagradable que el de entonces. Se trata del corto tramo de la N-502 que va de Belvis de la Jara a Alcaudete de la Jara, en la provincia de Toledo; en mi caso concreto, en el sentido citado, hacia Talavera de la Reina. La última experiencia tuvo lugar durante el anteúltimo día del pasado año, el 30 de diciembre, durante la realización del correspondiente circuito de pruebas de consumo que, con regularidad semanal, vengo publicando en este blog desde la primavera pasada.

Durante las casi cuatro horas anteriores había venido circulando bajo una climatología no demasiado agradable, siempre con el cielo encapotado, y ocasionales tramos (nunca superiores al cuarto de hora) de llovizna muy fina o, como mucho, lluvia muy suave, que no llegaba nunca a encharcar la carretera, sino simplemente a ponerla de color entre oscuro o incluso un poco brillante, en función de la mayor o menor, pero nunca importante, intensidad de la precipitación. Al llegar a la zona citada, empecé a notar que el coche deslizaba mucho, y eso que no iba forzando en absoluto la conducción, y menos con un suelo mojado como el que llevaba teniendo que soportar prácticamente desde que salí de Madrid. Pasada dicha zona, todo volvió más o menos a la normalidad de lo que uno puede esperar de un asfalto en esas condiciones de humedad, y ya no le di mayor importancia al asunto, achacándolo a la calidad del asfalto, de buena apariencia por otra parte y que nunca había dado problemas, de dicho tramo de carretera.

Iba yo muy contento pensando que, debido al poco tráfico que me había encontrado y a la mínima capa de agua depositada en el pavimento, ningún coche me había salpicado; eso se nota en la zona del parabrisas no barrida por las escobillas del limpiaparabrisas, zona que estaba cristalina, sin el menor atisbo de la suciedad que normalmente se deposita en ella cuando los coches de delante levantan una mayor o menor neblina de agua. Por lo tanto, yo suponía que el coche me había quedado poco menos que como salido del túnel de lavado. Cual no sería mi sorpresa cuando, una vez en Madrid y ya en la estación de servicio donde sistemáticamente reposto tanto a la salida como al retorno del recorrido, compruebo que, efectivamente, tanto el techo como el capó del coche, e incluso la zona alta de los laterales, hasta un poco por debajo de la línea de cintura del acristalamiento, que es donde un coche tiene su máxima anchura, el coche estaba limpio como una patena. Pero desde dicha línea horizontal hacia abajo, donde la carrocería se estrecha en dirección al pavimento y también en la zona inferior del portón trasero, estaba positivamente asqueroso con una capa pegajosa de color indefinible, tirando a marrón. Capa que, al frotarla con ese papel de rollo de limpieza que casi siempre suelo llevar a mano, no conseguí más que repartirla de modo más asqueroso todavía, pues ya estaba seca, debido a que, ya en la provincia de Madrid, había dejado de lloviznar.

Durante unos segundos pensé que habría pasado por una zona recién reasfaltada (aunque no lo recordaba así), y que debido a la llovizna, no había distinguido el color. Habitualmente, y antes de echar la última capa de asfalto, y supongo que para mejorar la adherencia con la directamente situada debajo, en las obras suelen “fumigar” con un líquido de un color más a o menos similar al que presentaba la carrocería, y que suele dejarla con una presencia igual de desagradable que la que ofrecía el coche de pruebas. Pero yo no recordaba haber pasado por ninguna zona medio en obras, en la que faltase la capa asfáltica definitiva, ni haber visto la habitual maquinaria, ni trabajando ni parada en las proximidades de la carretera.

Y entonces, como un rayo, me vino a la memoria lo ocurrido nueve años atrás, el 31 de Diciembre de 2001, cuando iba probando un Seat Ibiza, concretamente un 1.9-TDI de 130 CV y seis marchas. Toda esa zona toledana tiene bastante olivar, y por lo visto en Alcaudete hay una almazara, porque a partir de lo ocurrido entonces, me he fijado en más de una ocasión que, siempre por estas fechas invernales de recogida de la aceituna, circulan algunos camiones que se desvían hacia el pueblo, y todos con una lona (por lo general verde, y a veces azul) cubriendo la caja de carga. Es evidente: llevan aceituna para prensar, aunque el primer prensado, por el propio peso de la carga, suelta y a granel en el camión, ya lo recibe durante el transporte. Dada la temperatura ambiente de estas fechas, sin duda se trata de un auténtico “prensado en frío”, del que tanto presumen las grandes marcas al publicitar su “virgen extra” de primerísima calidad.

Ignoro si algunos, todos o ninguno de esos camiones recurren a lo que, hace ya más de medio siglo, utilizaba mi padre cuando tenía que transportar algún tipo de carga que desprendía una sustancia más o menos líquida: poner en la caja de carga, con tamaño sobrante para poder remangar hacia arriba por los laterales, delante y detrás, una lona impermeabilizada (actualmente el plástico lo ha puesto más fácil) que recogía el líquido que el traqueteo del transporte hacía desprenderse de la carga transportada. Luego lo que el destinatario quiere hacer o dejar de hacer con ese líquido es cosa suya: en el caso del aceite, supongo que con un buen filtrado podría ser perfectamente utilizable, pues no ha estado en contacto más que con la lona o el plástico. Pero mis dos experiencias indican que, o bien si ponen el plástico lo hacen mal, sin suficiente sobrante por la periferia, o ni tan siquiera lo ponen, dejando que, en las cuestas arriba y en las curvas, se escape por la unión de la caja con el cierre articulado posterior, cayendo al pavimento.

Después de repostar, y procurando no rozar la carrocería, que olía a aceite más que una cocina, me pasé por las instalaciones de Motorpress, donde en el patio y con la manguera de agua a presión, intenté un primer lavado del coche, sobre la rejilla puesta allí al efecto de recoger la porquería que caiga al lavar lo que sea (por ejemplo, las motos de campo después de una prueba por esos montes de Dios). He dicho primer lavado, porque fue un vano intento: una vez que ya se había secado, el aceite mezclado con la suciedad que había previamente en la carretera, se había agarrado a la pintura, y prácticamente no salió casi nada, pese a la presión del agua. Así que tuve que cambiar de táctica, y ya en el garaje de mi casa, donde disponemos de una amplia zona de lavado, también con agua a presión de chorro dosificable en forma y presión, pero también con una boquilla provista del correspondiente cepillo, y a base de frotar con entusiasmo, conseguí que todo saliese, y el coche volvió a quedar como nuevo. Lo que ya no estoy seguro si se le acabó de ir del todo fue el olor a almazara, al que yo ya me había ido acostumbrando, y cada vez lo notaba menos, aunque siguiese estando presente.

Hasta aquí, la anécdota de 2010; la de 2001, como ya he indicado, fue más problemática. En aquella ocasión el día era fresco pero raso, con ese cielo azul que hay en los días de invierno sin una sola nube. La carretera, evidentemente, estaba seca y sin el menor problema de escarcha, porque el frío no había llegado al bajo cero durante la noche, y ya era de día desde hace un par de horas antes. Así que con el Ibiza iba yo muy confiado y a muy buen paso (siempre dentro de mi crucero), en una zona de curvas medias y rápidas. Y al llegar a una derechas en cuesta arriba que va haciendo un progresivo rasante, pero que me conozco de memoria y sé que no tiene el menor problema para tomarla a 100 km/h o más, me encuentro, en la zona de apoyo de las ruedas de la izquierda, casi pegado a la línea continua central y paralela a ella, un reguero oscuro de unos 15 a 20 metros de longitud, y cosa de tres cuartos de metro de anchura.

Después de todo lo comentado hasta el momento, creo que ningún lector tendrá la menor duda acerca de qué se trataba: aceite que había caído de la caja de carga de un camión, por el efecto conjunto de la cuesta arriba y de la fuerza centrífuga de la curva a derechas. Como es lógico, había salido por la esquina trasera izquierda de la caja, cayendo justo en la zona de trazada donde pasan las ruedas de apoyo en una curva a derechas. En el último día del año, el tráfico era, como también nueve años después, casi inexistente; yo debí de pasar unos pocos minutos después que el camión de marras, porque comprobé que el aceite estaba todavía fresco. La cuestión es que, visto y no visto, el coche perdió adherencia, las ruedas se mancharon de aceite para quedarse sin agarre incluso cuando ya salí al carril izquierdo, salté la cuneta contraria (por fortuna muy poco pronunciada), y acabé en el sembrado, sin más que algunos pequeños daños en los bajos del coche. Fui la primera y única víctima, porque inmediatamente avisé a los siguientes (más bien pocos) coches que llegaron, y que colaboraron en las funciones de avisar. Como aquel día no llovía, el aceite se había quedado en crudo en el asfalto, mientras que hace un par de semanas se había ido diluyendo con la llovizna, con la consecuencia de hacer la carretera un tanto resbaladiza; pero entre que en curva ya se circula con algo más de prudencia, y que estaba diluido, lo que yo había venido notando es que el asfalto estaba bastante resbaladizo, y no la brutal pérdida de adherencia de nueve años atrás.

Que en el último de los dos casos comentados no se trataba de ese alquitrán líquido que suelen esparcir se comprobaba de dos maneras: la primera, por el inconfundible olor a aceite crudo que tan acostumbrados estamos a notar en esta época cuando cruzamos una zona olivarera y hay cerca una almazara; y la segunda, porque bastaba frotar con el dedo para apreciar la untuosidad resbaladiza del aceite, mientras que el alquitrán (que también tantas veces ha habido que quitar con Dios y ayuda, tras de pasar por una zona de obras, por despacio que se haga) tiene un evidente tacto pegajoso y adherente, ya que ésa es precisamente su función, para asegurar la cohesión entre las últimas capas asfálticas.

Pero la cuestión es ésta: ¿cuál es el nivel de profesionalidad de un transportista que va dejando caer un reguero de aceite en el asfalto, de forma quizás no continua, pero sí y precisamente en las zonas más delicadas, o sea en las curvas? Y también, lo mismo, pero aplicado a los agentes encargados de la seguridad vial, la cual tiene bastantes más matices que el de simplemente circular cada vez más despacio. Un matiz, y muy importante, es que el usuario no se encuentre, inadvertidamente, con una variación inesperada de adherencia en una carretera que, durante kilómetros, viene ofreciendo un cierto nivel, mayor o menor, de adherencia, y que de golpe cambia bruscamente, sin que haya forma de advertirlo visualmente (este año pasado), o cuando lo ves ya estás encima, suponiendo que lo que ves tenga aspecto amenazante, que no siempre es así (hace nueve años), porque una mancha oscura no tiene por qué ser, necesariamente, de un producto resbaladizo. En cualquier caso, en curva y con rasante, para cuando lo ves y aunque sospeches, ya estás encima y comprometido con una trayectoria que no es posible cambiar suficientemente.

Cuando tuve el primer incidente, y mientras me reponía del susto, comprobaba los daños y maniobraba para volver a la carretera, llegó un coche de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil; comprobaron como, simplemente con el pie, se advertía lo resbaladizo de la mancha, y estuvimos de acuerdo en cual era la causa. Evidentemente, se quedaron allí para seguir avisando. Han pasado nueve años, y por lo visto, no se han realizado inspecciones preventivas para asegurarse de que el transporte se realice en las debidas condiciones. Eso sí, nos acaban de advertir de que van a colocar no sé cuantos radares nuevos en las carreteras. Así nos va.