Me gusta Mel Gibson.

Ya está, ya lo he dicho. Pero que quede claro que me refiero al actor y director, no a la persona (o quizás debería decir al personaje). Que por aquí corre mucho afilador/a… de esos/as que le sacan punta a todo.

Confieso que me gusta (mucho) Braveheart, aunque se pase el rigor histórico por el faro de Alejandría; también me encantan Apocalipto y El hombre sin rostro, dos caras de un tipo con mucho talento a sus espaldas. Y sí, por gustarme me gusta incluso La pasión de Cristo, en la que hay mucho, mucho cine (sí, vale, también hay paparrucha, pero aun así).

En fin, que el tipo me parece un camaleón, un señor que sabe mucho del oficio y que –probablemente- debería predicar con el ejemplo y empinar el codo para sus adentros en lugar de hacernos partícipes de sus curiosos procesos mentales.

¿Y todo esto a que viene? Pues porque se ha estrenado Al límite, la última película del bueno de Mel, que hace años que no se prodigaba por estos lares. Ahora que parece que el cine adulto (ésto es, el cine para adultos hecho por adultos con mentalidad adulta, al viejo estilo aristotélico) es algo arcaico y caducado nos viene de perlas que aterrice una película que no tiene miedo de mojarse los pies en los clásicos.

El director del invento es Martin Campbell, que ya se colgó una medalla reinventando la saga Bond con Casino Royale (magnífica película, si sobretodo la comparamos con esa cosa llamada Quantum of Solace) y que se limita a poner la cámara como instrumento para que Gibson ofrezca un tour de force de esos a los que solo puede aspirar un actor magnífico.

Al límite es una historia de venganza, que podría haber escrito tranquilamente Brian Helgeland pero que ha escrito William Monaham (Oscar al mejor guión por Infiltrados, de Scorsese). Eso quiere decir que la intriga está bien construida, que hay tensión dramática, que uno/a no empieza a pensar en ir a hacerse la manicura y a obsesionarse con el paso de las agujas del reloj cuando apenas ha transcurrido media película.

Eso quiere decir que es una película sólida, solvente y fiable. Una peli de los 90, con ritmo de los 90 y actor de los 90. No hay efectos especiales. No hay exhibicionismo inútil. No hay perdidas de tiempo.

Gibson está perfecto, ha envejecido para ser un actor distinto que sabe hasta donde puede llegar. Se basta y se sobra para tirar-casi- el solito de la trama (no contaremos mucho y os recomiendo intentar libraros de cualquier información, lo pasaréis mucho mejor) partiendo de la muerte de su hija, su niña, con la que intenta recomponer un tiempo que ya se ha perdido.

Emociona, rasga y a veces hasta rompe, pero sin cargar las tintas.

Os la recomiendo, si queréis volver a ver una película que vive en su falta de pretensiones y en su empeño por resultar un producto de la vieja escuela… con matices.

Yo disfruté, pero –como ya saben- esto no quiere decir absolutamente nada.

Buen fin de semana,

T.G.

P.D.: una par de apuntes más: el final no me parece satisfactorio… y el malo me chifla. Ya me contarán.