Hola amigos y amigas,

Esta mañana me he levantado pronto. No porque quisiera sino porque me cuesta dormir y una vez abro los ojos ya la hemos pifiado. Y una vez despierto, pues aprovecho para no seguir durmiendo. El circulo virtuoso del insomnio, ya saben.

Así pues, me he levantado, me he comido una galleta y me he puesto a escribir mis mierdas. La mayoría de lo que hago es puramente alimenticio y de cuando en cuando surge algo que me gusta o me engancha. Pongamos que en porcentajes hablaríamos de un ochenta/veinte, siendo muy generoso. Así es la vida, y no me quejo. Hay curros mucho más jodidos que este que me ocupa.

Todo esto lo cuento porque esta mañana, como siempre, he encendido la tele para desayunar. Es un acto casi reflejo. Desde siempre me gusta trabajar con cierto volumen de ruido porque el silencio me bloquea. Ya se lo digo ahora: para raro, un servidor.

La cuestión es que al poner Netflix (siempre aprovecho para poner alguna serie de mierda que no tenga que mirar; a veces resulta que no es una mierda y ya la hemos cagado) he visto que en novedad aparecía Los caraduras.

Hostia, Los caraduras.

Era una de las películas favoritas de mi padre, al que le gustaba mucho el cine y también las pelis de tortazos y persecuciones. La vi con él un millón de veces y recuerdo perfectamente cómo se reía. Me hacía más ilusión verle reírse a él que reírme yo. Cosas de tener un padre habitualmente circunspecto.

Así ha sido como he pasado dos horas de esta mañana sumergiéndome en ese río de rápidos y aguas cálidas que es la nostalgia. Recordando a mi padre ahogarse de risa con este diálogo del maravilloso personaje de Jackie Gleason con su hijo:

-Mira papá, un cocodrilo

-Eso me recuerda que tengo que llamar a tu madre.

Los caraduras era una de esas pelis de finales de los 70 o principios de los 80, que interpretaba Clint Eastwood o Burt Reynolds y en los que había tortas, coches rápidos, mujeres bonitas y canciones pegadizas. Un cine sin complejos, divertido, extremadamente frugal.

Es el cine con el que crecí, con el que aprendí a amar el séptimo arte y –no puedo evitarlo- siempre me gusta volver a él. Ya sea con el TransAm de Burt Reynolds haciendo la cobertura a un camión de dieciocho ruedas o a Clint Eastwood dándose de hostias por el sur de Estados Unidos acompañado de un mono que bebe más que él.

Ese cine murió más rápido de lo que muere un delfín en la orilla del mar, porque ya no interesaba, porque la evolución, y porque patatas. Pero el día que ponen Los locos de Cannonball en la tele, las audiencias son gigantescas.

Seguramente será porque no soy el único al que de cuando en cuando le apetece bañarse en el río de la nostalgia.

O eso quiero pensar.

(Si me ves desde algún sitio, papá, que sepas que sigo riéndome a carcajadas con el puto chiste del cocodrilo).

T.G.