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Señores/as,

 

Les escribo desde Panamá, patria del Canal, el buen café, las mozas atractivas y el general Noriega.

 

Llevo aquí una semana en uno de esos saraos que organizan los países que hace cuatro días considerábamos subdesarrollados y de los que nos gustaba reírnos. Ahora que están forrados, con el nivel de vida subiendo como la espuma, culturalmente hiperactivos e inquietos y con el atractivo suficiente como para atraer turismo de medio mundo, ya no nos reímos tanto.

 

Eso sí, este calor de infierno es intolerable y por eso he pedido que instalen ya los modificadores ambientales que sustituyan este clima tropical por algo más acorde con los tiempos que corren: ligeramente inestable, engañoso e indefinible. Como España.

 

La cuestión es que les tengo algo abandonados y, más allá de repasar un par de cosas de la cartelera, quería retomar un tema que alguien soltó por aquí y que me tocó la fibra.

 

Carlos Pumares.

 

Creo que puedo decir que conozco bien a Carlos. Es un tipo raro de cojones (cuando va a un festival nunca coge el avión, sino que va en coche. Llena el maletero con 100 o 200 películas y un reproductor de blu-ray y conduce hasta el sitio en cuestión parando en hoteles donde ya le conocen porque no puede separarse de sus películas favoritas), pero un buen hombre, solitario por vocación.

Pasó un cáncer de próstata que le dejó bien jodido y permitió que ese imbécil llamado Xavier Sardá (uno de los padres de la telebasura moderna) le convirtiera en un monigote. Una decisión que yo creo que él lamenta profundamente aunque nunca vaya a reconocerlo.

 

Un servidor, como muchos otros de mi generación, tenía la costumbre de escucharle en la radio. Empecé por casualidad a hacerlo (como la gran mayoría) porque iba después de José María García, uno de los mejores periodistas deportivos que ha tenido este país y una mosca cojonera al que le gustaba molestar al poder. Detrás de ese programa iba el de Pumares, Polvo de estrellas.

 

Pumares era un auténtico cabronazo (sobre todo en su interacción con los oyentes, algo que con el tiempo se convirtió en una de las mejores partes del programa), pero sabía –y sabe– una auténtica barbaridad de cine. Cuando hablaba de una película que le gustaba, era inevitable sentirse emocionado.

 

No puedo contar las horas que pasé oyéndole, ni lo que llegué a aprender de cine escuchando su programa, ni su peso en mi futura vocación cinéfila. Para mí era un gigantesco videoclub con patas, una enciclopedia viviente que había visto más películas de las que yo vería nunca.

 

No quiero ponerme tierno, pero creo que es un sentimiento compartido por miles de españolitos.

 

Luego el final de Antena 3 Radio, el finiquito a su programa y la travesía a ninguna parte.

 

En su momento me pareció de una ceguera monumental que nadie le ofreciera un programa semejante buscando un horario parecido, pero supongo que la vida es así. El progreso, lo llaman.

 

Después escribió en La Razón (no sé si sigue allí), pero los comentarios a sus artículos eran para insultarlo. Probablemente escritos por indocumentados que sólo le habían visto haciendo el ridículo en Crónicas marcianas.

 

La última vez que le vi, en un festival de Venecia, hace un par de años, estaba ya muy cascado y por lo que yo sé ya no cubre Cannes, ni Berlín, ni Venecia.

 

Un día de estos la palmará y muchos –que han pasado de su culo durante años– escribirán sentidas notas de condolencia y recordarán su influencia radiofónica. Es un clásico español: ya me importarás cuando te mueras. Bien pensado, aunque aquí es un deporte nacional, es lo mismo en todas partes.

 

Y ahora ya no me apetece hablar de cine, ni de estrenos. Lo haré el martes, en cuanto aterrice.

 

Sean buenos, y ustedes/as, de aquellos/as que tengan la edad suficiente, recuerden lo bien que se pasaba cada noche a las tantas con ese señor bajito y cascarrabias que adoraba el cine.

 

Abrazos/as,

T.G.