Qué tal queridos y queridas?

 

Espero que sean ustedes felices en este nuevo año. En caso de que no sea así, les doy la bienvenida a mi mundo en el que todos son disgustos, malas noticias y tipejos que no responden a los correos.

 

La buena noticia es que ya he visto (de forma legal) todas las películas que competirán este año por los Oscar. Para no atiborrarles con una tonelada de información que no necesitan, voy a ir dosificándolas a medida que se vayan estrenando.

 

De momento, la casualidad ha querido que este fin de semana aparezca la que yo considero la gran favorita a cualquier premio, una maravilla de Martin McDonagh llamada Tres anuncios en las afueras. A McDonagh le conocerán los cinéfilos y las personas de buen gusto en general por aquella preciosa película llamada Escondidos en Brujas.

 

Tres anuncios en las afueras es una obra maestra. Lo digo así, tajante. Igual luego me arrepiento porque no hay nada peor que crear expectativas. Las expectativas son como la nostalgia: una planta carnívora.

 

La película explica la historia de una madre muy enfadada porque la policía no hace lo suficiente por resolver el asesinato de su hija. Para expresar su cabreo contrata tres vallas en las afueras del pueblo que cuestionan la voluntad de las fuerzas del orden por averiguar quién mató a su hija.

 

Desde ahí, una sólida, pequeña, brutalmente sabia reflexión sobre las heridas que nunca se cierran, que olvidamos a base de echarles polvo, sabiendo que nunca se curarán.

 

Como en Escondidos en Brujas, hay otro mensaje en la película, uno que habla de la redención. Ya saben, esa idea (absurda) que nos obliga a creer que dos aciertos solucionan un error. Algunos lo llaman karma, yo lo llamo estupidez, y recuerdo aquella frase de Christopher Hitchens cuando le diagnosticaron cáncer (y que se lo llevó por delante en un abrir y cerrar de ojos: “Dirigí mis ojos al universo y le pregunte, ‘¿por qué yo?’ y el universo me respondió: ‘¿por qué no?”.

 

No hay plan, ni destino escrito, no hay nada. Hay entuertos que jamás podremos compensar, amigos a los que jamás recuperaremos, líos que no tienen solución. Los protagonistas aprenden a vivir en esa frustración, en la idea de que no hay redención posible y en que la única suerte de desahogo se encuentra en el camino, que los sabios nunca dejan de mirar a los lados, por si acaso.

 

La única manera de llenar un guión tan complejo (porque lo es, no por nada el director es un dramaturgo de prestigio) es tener un reparto de primera clase, y vaya si lo tiene: la impresionante Frances McDormand en el papel de madre sin costuras que hará lo que haga falta para buscar justicia para su hija; una bestia parda del tamaño de Sam Rockwell para vestir al ayudante capullo del sheriff y un montón de secundarios de una categoría impepinable. Por nombrar solo a dos, hay que quitarse el sombrero ante Peter Dinklage y John Hawkes, que se comen sus escenas con patatas y les sobra sitio.

 

Es imposible no acabar la peli y sentirse aliviado (la escena final es épica a nivel Casablanca, y pasa en un coche, no hacen falta explosiones, ni marcianos) por los protagonistas, por esa idea que recorre la columna vertebral del filme y que habla de lo jodido que es tratar de ser buena persona.

 

Y sí amigos: es muy jodido ser una buena persona.

 

Abrazos y abrazas,

T.G.