El 6 de octubre de 2014 fue el día D del sistema sanitario español: por primera vez en Europa una persona daba positivo por ébola. Y tenía que ser aquí, en nuestro país, no podía haber sido en Francia o en Italia, gentes que han estado envueltas en guerras mundiales, que han inventado la guillotina o que han colgado a sus dictadores por los pies después de arrastrarlos por la capital. No, tuvo que pasar aquí.

Teresa Romero, una auxiliar de enfermería que se había prestado voluntaria para ayudar a un enfermo de ébola repatriado desde África se contagió sin que se sepa muy bien el porqué (después volveremos sobre ello). El religioso repatriado murió por causa de la enfermedad y Romero limpió su habitación. Luego, sin asesoramiento técnico, pudo contagiarse cuando se quitaba el traje: en una entrevista al diario El País, ella mismo reconoció que pudo ser así. No lo afirmó, especuló. Algo que en España se nos da muy bien.

Pasado el shock inicial y con la ventaja de tener a la ministra de sanidad más incompetente de la historia reciente del país, el Gobierno entendió que sin el equipo adecuado, con las advertencias de que traer a un enfermo de ébola a un hospital desballestado (el Carlos III, antes centro de referencia) era un error inconmensurable, lo mejor era buscar un culpable y hacerlo rápido. La propia sanitaria parecía la mejor idea, ¿por qué no? Así que con Romero debatiéndose entre la vida y la muerte, y con la prensa amiga ya armada y pertrechada de víveres y munición para aguantar el asedio, un médico (o eso afirmo él, no se le volvió a ver) saltó a la palestra para afirmar que la propia Teresa Romero le había confesado que había sido un error suyo. “Que se había tocado la cara”. Es decir, que una señora a la que muchos ya desahuciaban y con una enfermedad mortal de necesidad en el cuerpo había encontrado el momento de confesarse a un doctor que había sentido el impulso ético de interrogarla, por –suponemos- un sentimiento imperativo de hacer justicia y dejar claro que la única responsable de su -más que posible- muerte era ella misma. Casi se lo había buscado, ¿a quién se lo ocurría tocarse la cara después de haber limpiado una habitación llena de restos de un virus mortal? Hay que ser gilipollas.

Establecida ya la (indudable) culpabilidad quedaba sembrar la duda para el público en general y –sobre todo- contar lo imprudente que había sido Romero, que – menuda desfachatez- seguía muriéndose en el hospital sin que nadie supiera muy bien que había que hacer. Enseguida nos enteramos de que se había ido a depilar, de que había acudido a unas oposiciones, de que había ido a pasear al perro, de que se había ido de vacaciones a Galicia, de que había mentido y de que era una irresponsable del carajo. Columnistas y tertulianos que un día te hablan de sainetes y al día siguiente de la merluza congelada aparecían ahora como expertos en una enfermedad mortal. Ellos y ellas sabían lo que había que hacer y sabían también que había dos culpables (según el bando en el que se situasen, ya se sabe que en España el octavo pecado capital es la equidistancia): el gobierno y/o la sanitaria.

La oposición soñaba con un país lleno de casos de ébola y el Gobierno rezaba para que la tal Romero no la palmara. Ana Mato, una mujer que debería casarse con un oftalmólogo, famosa por no ver un Jaguar en su garaje ni un virus mortal a diez metros, intento asumir las riendas de un caballo percherón que relinchaba como un condenado. Verla leyendo papeles en el congreso, como el que se sabe incapaz de articular ninguna frase sensata y prefiere llevar las respuestas a pesar de no conocer las preguntas, fue uno de los grandes momentos de una crisis que por un momento amenazó con engullirnos a todos.

La prensa empezó a publicar fotos que había fusilado del Facebook de la sanitaria, fotos filtradas desde el propio hospital (nunca olvidaremos esa editorial de un director catalán que venía a decir que si ellos habían publicado esas fotos robadas era porque los demás también lo habían hecho: un argumento irrefutable) y las redes sociales se enzarzaron en una de esas discusiones con catapulta en las que lo que importa es el nivel de ingenio más que el propio fondo de la cuestión. Capitaneados por twitter perdimos el norte, el sur, el este y el oeste, y mientras unos pedían que si la sanitaria se recuperaba pagase por todas las molestias que había causado, otros venían a decir que el Partido Popular había inventado el ébola y se lo había traído a Madrid para molestar.

Un buen día sacrificaron al perro de Romero y hasta emitieron un comunicado para que todos nos enteráramos. No había duda: estábamos en buenas manos.
Paradójicamente, los perros con los que Excalibur había jugado en el parque no fueron sacrificados, ni tampoco los perros que a su vez había jugado con éstos en otros parques. Suponemos porque sacrificar a mil perros no hubiera dado muy buena prensa o quizás porque localizar a todos esos chuchos no era una prioridad. Si tenían el ébola, pues bueno, ya se encargarían los veterinarios. Por cierto, en Estados Unidos no necesitaron sacrificar al perro de la primera afectada, la cuna del capitalismo siempre con manías.

Un día, Mato fue cesada de facto (una comisión liderada por Soraya Sáenz de Santamaría tomaba el control). Los ataques a la auxiliar cesaron y todos empezaron a llamar a Romero “Teresa”. Lo importante era que “Teresa” se recuperase a la mayor celeridad posible, decían ahora a derecha e izquierda.
Enfermeras y médicos empezaban a aparecer como setas en televisiones, emisoras y periódicos contando la falta de previsión, lo paupérrimo del equipo y la ausencia absoluta de supervisión. Alguien le susurraba al presidente del Gobierno que si “Teresa” fallecía iba a arder Troya y la oposición se fregaba las manos.

Pero Romero sobrevivió, a pesar de todo, a pesar de que durante semanas fuera solo un objeto arrojadizo para que nuestros políticos, sus bufones y la tropa de advenedizos que inclinan la cabeza cuando ven pasar a alguien con corbata, demostraran su talla moral a ambos lados del arco político. Luego, con secuelas evidentes, abandonó el hospital y dio gracias a todo el mundo, se defendió como pudo de los ataques, pidió que la dejaran en paz y concedió una entrevista.

Aquello dio pie a otra campaña, más pequeña y menos insistente: la de que Teresa Romero se iba a forrar vendiendo su historia a la prensa. La del corazón, se entiende. Que tenía un contrato en exclusiva ya con Tele5, que se iba a “hacer de oro”. De nuevo, los guardianes de la democracia atacaron a esta mujer de aspecto frágil y que hablaba a cámara lenta.
Pero Teresa tenía otros planes: después de la entrevista desapareció. Ni siquiera podía ir a su casa porque la estaban desinfectando; se habían llevado la mitad de sus muebles; le habían roto la puerta de entrada y confiscado la ropa; habían matado a su perro y la habían vilipendiado. Pero Teresa Romero no vendió nada a nadie, no se convirtió en tertuliana de Ana Rosa, no empezó a frecuentar los platós de televisión. La persona que se había presentado voluntaria para auxiliar a un enfermo aquejado de una de las afecciones más graves de la historia de la medicina, simplemente se fue. Había sobrevivido al ébola y a un país de mezquinos.

Su nombre no ha vuelto a aparecer en ninguna parte, muchos ya no recordarán su rostro, ni su indefensión ante docenas de cámaras de televisión que la esperaban en aquella rueda de prensa donde apareció agotada, feliz de estar viva e inmensamente triste por la perdida de su mascota (con la que pasó 12 años, de eso también nos reímos en twitter, “cómo se ponen por un perro, hay que ver”). Seguramente sería sencillo buscarla y preguntarle por todo aquello y contar cómo se encuentra, si lleva una vida normal, si ha podido recuperarse del todo. Seguramente sería sencillo dedicarle algo de tiempo, después de tantas portadas, de tantas especulaciones, de tanta tontería. Pero ya se sabe, ahora lo importante ya no es el ébola (la cooperación internacional de España en ese terreno sigue siendo como había sido antes del caso Romero: entre cero y nada), porque aunque la enfermedad sigue causando estragos en África, aquí ya estamos a salvo y lo hicimos todo bien. El Carlos III sigue siendo lo qué era antes, lo que viene siendo desde en que noviembre de 2013 decidieron que tampoco era un hospital tan importante mediante la orden administrativa 1017 emitida por la Consejería de Sanidad y que cambiaba su estatus. Claro, ¿qué iban a saber ellos del ébola?

 

Se lo cuento porque he pensado que podíamos hacer una película del tema (este es un blog de cine al fin y al cabo), una de terror.

¿Cómo lo ven? ¿Se lo vendemos a HBO?

Abrazos,

T.G.