Stirling Moss se retira, próximo a los 82 años de edad; está claro que se trata de una segunda retirada, porque de la competición de primer nivel llevaba ya retirado la friolera de 49 años. Pero lo cierto es que, como muchos pilotos veteranos, seguía participando en pruebas de clásicos, con coches suyos que había utilizado en competición tiempo atrás, y haciendo demostraciones con los Mercedes W-196R y SLR de F.1 y Sport de los años 54/55. Pero el caso es que, al volante de un Porsche RS.61 1.600, se dio un buen susto este año en Le Mans durante los entrenamientos para una de las pruebas de “Legends” previas a las 24 Horas, y decidió no salir ya a la carrera. Con este mismo RS, posteriormente reconstruido, ya había tenido un accidente en Laguna Seca en Agosto del año pasado, al hacer un trompo y ser embestido por un Lotus. Y tras de este nuevo y reciente incidente ha decidido colgar para siempre su legendario casco blanco; pues ya dijo hace tiempo que, cuando sintiese que no estaba a la altura, o que empezaba a molestar a otros en pista, lo dejaría, y así lo ha hecho.

Su primera retirada se debió a las secuelas del gravísimo accidente ocurrido en el circuito de Goodwood el 23 de Abril de 1962, en el Trofeo de Pascua, al volante de un Lotus de F.1, intentando recuperar la distancia que había perdido respecto a Graham Hill por un incidente mecánico que le había obligado a detenerse en “boxes”. La fecha no tengo que buscarla en Google ni en ninguna hemeroteca, ya que con una diferencia de pocas semanas, coincidió con mis primeras armas en el periodismo del motor, ya que mi primer artículo en “Velocidad” también salió en la primavera de 1962. El caso es que sufrió unas heridas tan graves en la cabeza que se temió por su vida; la salvó, pero al cabo de cierto tiempo, y al volver a ponerse al volante de un coche de competición, comprobó que su capacidad ya no era la de antes, y prefirió retirarse antes que descender un escalón en las prestaciones que podía ofrecer en los circuitos. Tenía 32 años y medio.

Stirling Moss se retira

Rebobinemos de nuevo, yendo todavía más atrás: Stirling Crauford (no Crawford) Moss nació el 17 de Septiembre de 1929 en el barrio londinense de West Kensington. Su padre, el dentista Alfred Moss, era un gran aficionado al automovilismo, hasta el punto de haber participado años atrás en las 500 Millas de Indianápolis; lo cual facilitó que, para la temporada 47/48, con 18 años recién cumplidos, Stirling ya estaba a los mandos de un Cooper-JAP 500 de la Fórmula 3 inglesa de aquellos tiempos; ganó 12 de las 15 carreras de la temporada. Conviene recordar que por aquel entonces no se había llegado a la infantilización actual; para sacar la licencia había que tener carnet de conducir y, por lo tanto, la edad legal correspondiente.

Recuerdo haber leído, en algún sitio y hace no sé cuanto tiempo, que a alguien con conocimiento de causa le llamó la atención aquel jovencito que no sólo iba como un rayo, sino que se aplicaba con denuedo primero a pulir la trazada hasta encontrar la más rápida, y luego a pasar siempre por ella pero cada vez más rápido, hasta encontrar el límite. Actitud que contrastaba con la exuberancia de la inmensa mayoría de sus también jóvenes competidores, que una vez pasaban por aquí y otra metro y medio más allá, y a velocidades muy variables.

Este riguroso aprendizaje le llevó a conseguir, en el 49, 50 y 51, el Campeonato británico de F.2; en 1950, con sólo 20 años, ya había vencido en el Tourist Trophy al volante del recién aparecido e impactante Jaguar XK-120; ventajas, eso sí, de tener una familia que le apoyaba, y con la suficiente solvencia económica para suministrarle un juguete tan especial.

Ya dentro de la F.2, se le ofrecieron volantes oficiales u oficiosos de todo tipo, pero su acendrado patriotismo le llevó a limitarse a las no muy brillantes mecánicas británicas de la época: HWM, Cooper, Connaught y ERA, que poco o nada tenían que hacer frente a los Ferrari y Maserati, e incluso a los Gordini franceses de F.2.

Aunque nunca hizo distinción entre los tipos y coches de competición, saltando con total naturalidad de un monoplaza a un GT Coupé con carrocería de serie, separaremos su ejecutoria en los Sport o GT por una parte, y la F.1 por otra. Durante la citada época del 49 al 53, y al margen de las ya mencionadas participaciones con la más variada maquinaria británica en el campo de los monoplazas, consiguió un éxito muy poco conocido, y menos aun citado: a bordo de un turismo Sunbeam (probablemente dos o tres distintos) se hizo en propiedad con el trofeo de la “Coupe des Alpes”, conseguido por ganar tan durísimo rallye en tres ediciones consecutivas. Y de ahí viene la denominación de Alpine con la que Sunbeam, ya englobada dentro del grupo Rootes, comercializó unos años después un compacto deportivo biplaza.

Pero subiendo un escalón más arriba en cuanto a prestaciones, participó en nada menos que diez ediciones de las 24 Horas de Le Mans, de 1951 a 1961, sin más interrupción que 1960. En tan dura competición, y aun aceptando la un tanto relativa fiabilidad de las mecánicas de aquella época, no consiguió resultados muy halagüeños, ya que tuvo ocho abandonos; eso sí, las dos veces que acabó fue en segundo lugar: en el 53 con un Jaguar C-Type (tras de otro coche similar) y en el 56 con un Aston-Martin DB3S, tras de un Jaguar D-Type, coche este último con el que, a su vez, ya había participado en 1954. En total, cuatro veces con Jaguar, tres con Aston-Martin, y una vez con Mercedes, Maserati y Ferrari. En el 52, con Jaguar C-Type, lideró la carrera durante tres horas (avería de motor) muy por delante de los dos Mercedes SL “alas de gaviota” que acabaron venciendo; en el 57, con el potentísimo pero delicado Maserati 4.5 V8 (que rompió el grupo) también lideró la carrera durante cinco horas, y en su última participación, en 1961 con un Ferrari 250 GT (todavía no GTO) de la escudería americana NART, junto a Phil Hill, se mantuvieron en el grupo de los Sport hasta que un manguito cedió a las diez horas de carrera.

Desde luego lo suyo no era correr conservando, sino la velocidad pura al precio que fuese; pero el nivel de altísima exigencia para las mecánicas lo compensaba con su fidelidad a las personas. De las diez participaciones, tres fueron compartiendo volante con Peter Walter y dos con Jack Fairman; excelentes pilotos, pero no de primer nivel en cuanto a velocidad, aunque muy buenos para resistencia (a la inversa que él). Los otros sí que fueron primeros espadas: el ya citado Phil Hill, y además Fangio (con Mercedes, en el 55), Peter Collins, Jack Brabham y Harry Schell.

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Pero con el coche que consiguió los triunfos más brillantes entre los de ruedas carrozadas, sin duda fue con el Mercedes 300 SLR (o W-196 S) en 1955: Mil Millas, Targa Florio, 1.000 Km. de Nurburgring, Tourist Trophy. Por supuesto, el coche era superior a la gran mayoría de la competencia, pero lo que hizo en las Mil Millas, copilotado por el mítico periodista Dennis Jenkinson, ha pasado a la historia, tanto por lo meticuloso de la planificación como por el alarde de pilotaje. Jenkinson llevaba hecho un rutómetro de los 1.600 kilómetros, en un rollo más grueso que uno de papel higiénico; acabó totalmente ronco de gritarle a Moss todas las curvas. Así se consiguió el récord de 157,65 km/h de media sobre carreteras normales (mejor o peor cerradas al tráfico); récord que nunca se batió, ya que el accidente de Alfonso de Portago marcó el fin de las Mil Millas en el 57. Por cierto, en el Tour de France de 1956, Portago (con un Ferrari 250 GT Berlinetta) venció a Moss (con un 300 SL, no SLR); lo cierto es que el Ferrari le superaba ampliamente en caballería. Para celebrar dicho triunfo, dicha carrocería de Ferrari pasó a denominarse “Berlinetta Tour de France”.

Fangio, al menos en su última etapa de competición, la europea (porque en Argentina se había hinchado a hacer “Turismo de Carretera”), siempre prefirió los circuitos a la carretera, aunque cumplió su compromiso con Mercedes corriendo las Mil Millas, la Targa Florio y Le Mans (que tampoco le gustaba, por la mezcla de niveles de pilotaje y de prestaciones de los coches). Por el contrario, Moss se encontraba como pez en el agua con un volante entre las manos en cualquier circunstancia; desde el Alpine Rally hasta la F.1, todo le venía bien. Lo que no le vino nunca nada bien fue correr con Ferrari, al menos como piloto oficial; nunca llevó un coche oficial del “Cavallino Rampante”, porque nunca llegó a un entendimiento con “il Commendatore”. De hecho, en esto no fue muy distinto que Fangio, que sólo pilotó para Ferrari en 1956, habiéndolo hecho previamente para Alfa-Romeo, Maserati y Mercedes, y luego de nuevo Maserati. Y es que el carácter del viejo león de Maranello no lo aguantaba cualquiera, sobre todo si era ya un piloto de cierto prestigio.

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Así que, pasando ya a la F.1, no fue hasta 1954, con la nueva cilindrada de 2,5 litros, que Moss se decidió a abandonar las mecánicas británicas y adquirió, como piloto privado, un Maserati 250F, con el cual consiguió tan buenos resultados que Mercedes le fichó al año siguiente para hacer equipo con Fangio (campeón en el 54), puesto que sus otros veteranos escuderos Karl Kling y Hermann Lang, que ya corrieron para Mercedes antes de la II Guerra Mundial, estaban demasiado mayores para resistir los embates de los Ferrari de Ascari y Trintignant, que ya montaban el V8 heredado de Lancia. El equipo que hizo con Fangio resultó admirable por múltiples motivos, tanto por el excepcional nivel de pilotaje de ambos como por el mutuo respeto y amistad que siempre les unió, y también por lo correcto de su comportamiento en pista, especialmente por parte de Moss. Todavía a estas alturas sigue habiendo dudas acerca de si Fangio ganó el Campeonato de 1955 por méritos propios, o por la disciplinada actitud de su escudero, que en múltiples carreras le escoltó, acabando siempre segundo a una respetuosa pero corta distancia. Eso sí, al llegar a Aintree, en Escocia, donde se corrió el G.P. de Gran Bretaña, el triunfo fue para Moss (el primero en un G.P., y en casa), y también se duda si por acuerdo, o por velocidad pura. Igualito que hoy en día entre compañeros de equipo.

Al retirarse Mercedes de la competición a finales de 1955, Fangio ficha por Ferrari, mientras que Moss retorna a Maserati, ya como piloto oficial; vuelven a acabar primero y segundo en 1956, en el mismo orden que en 1955, y otro tanto ocurre al año siguiente, en el 57. Solo que otra vez con coches distintos, ya que Fangio deja Ferrari por Maserati, ocupando el hueco que ha dejado Moss, ya que éste vuelve a la mecánica británica de sus amores; sólo que esta vez con un coche, el Vanwall, que al menos sí tenía bastantes posibilidades, con su interesante motor de cuatro cilindros con inyección de gasolina, diseñado por el mago Joe Craig, que ya había creado los motores monocilíndricos de las Norton Manx de 350 y 500 cc de Gran Premio. Fangio consigue su quinto título en el 57, gracias a su mítica carrera en Nurburgring, y a mediados de la temporada 58 se retira, porque el Maserati, pese a incorporar doble encendido, ya no da más de sí. Por su parte, Moss sigue en Vanwall, y de nuevo vuelve a quedar segundo en el Campeonato de 1958, detrás de su paisano Mike Hawthorn, con Ferrari.

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Pero esto fue así porque para Moss la forma de conseguir el triunfo era tanto o más importante que el resultado, y tan deportiva actitud le costó el Campeonato Mundial. Y es que en el G.P. de Portugal, corrido en el circuito urbano de Oporto (no exactamente el mismo en el que acaban de rodar los turismos del WTCC la pasada semana), a Hawthorn le impusieron una penalización que, de salir adelante, le hubiera supuesto al final de la temporada (final ya muy próximo) la pérdida de puntos suficiente para que el campeón hubiese sido Moss. Pero fue el propio Stirling, quien en ningún momento acarició la idea de sacar ventaja de este modo, el que defendió a Hawthorn de una injusta penalización, hasta que ésta fue retirada. Y así, y por un solo punto, Hawthorn fue el primer británico campeón del mundo, pese a que sólo había ganado una carrera, frente a los cuatro triunfos de Moss.

El título de Sir que posteriormente recibió, y que con merecido orgullo sigue ostentando Stirling Moss, no pudo ser concedido a un mejor caballero del deporte, sin duda alguna el mejor piloto de la historia de entre los que nunca consiguieron el título de campeón, y también sin duda alguna, mejor que la mayoría de los que sí lo lograron. Pero sí consiguió cuatro subcampeonatos y tres terceros puestos (59,60 y 61), y siempre con material ligera, cuando no claramente inferior, al de sus rivales para el título. Y cuando Vanwall desapareció a finales del 58, Moss siguió con su costumbre de pilotar coches británicos, y no los oficiales de marca, sino a partir de ahora de la escudería privada Rob Walter, en su característico azul oscuro con un una banda circular blanca rodeando el morro, en vez del emblemático British Racing Green.

En esta última época alterna los Cooper, BRM, Ferguson y finalmente Lotus, casi siempre con los motores Coventry-Climax de cuatro cilindros, muy inferiores en potencia a los V6 de Ferrari, tanto con 2,5 litros hasta final de la temporada 1960, como con 1,5 litros a partir de la del 61. Y fue en esta su última temporada de disputar los Grandes Premios cuando de nuevo realizó dos hazañas notables, batiendo con los 160 CV de su Lotus a los 190 CV de los Ferrari en los dos circuitos en los que las “manos” del piloto cuentan más: Mónaco y Nurburgring. En Mónaco incluso se permitió retirar los paneles laterales de la carrocería, dejando al aire el bastidor tubular, el asiento y su propio cuerpo, para mejorar la ventilación, aunque al precio de perjudicar la aerodinámica. Probablemente, hoy no le hubiesen dejado hacerlo.

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En 1960 también participó en alguna prueba de Fórmula 2 (1,5 litros, que pasaría a ser la F.1 al año siguiente) con el Porsche dotado del motor Fuhrmann de cuatro árboles de levas del RS-60/61, el Sport con el que también participó en diversas competiciones a finales de los 50, y que es el que le ha llevado al abandono definitivo. Por cierto, dicho F.2 estrenó una caja de seis marchas, lo que le llevó a Moss a decir que, desde el punto de vista del pilotaje (entonces con pedal de embrague y palanca manual), seis eran demasiadas marchas, lo que le restaba concentración al piloto para lo que es su tarea fundamental: frenar lo más tarde posible, y pilotar lo más rápido posible en curva. Quizás ello me haya influido para ratificarme en mi defensa de que, si esto era así para Moss, con mucha mayor razón resulta más intuitiva y sencilla, para el conductor normal y corriente, la conducción con cinco que con seis marchas.

Recapitulando, Stirling Moss puede considerarse el paladín de ese estilo de pilotos de los que casi no quedan (o si quedan, apenas lo demuestran, salvo tal vez Raikkonen y Loeb), capaces de enfrentarse, y a muy alto nivel, con cualquier tipo de conducción: circuito cerrado, competición en carretera, o rallye. Hombres como el suizo Jo Siffert, el británico Vic Elford o el francés Gérard Larrousse; pero ninguno de ellos, con ser todos muy buenos, brilló a la altura que lo hizo Stirling Moss. Y como los viejos rockeros nunca mueren, todos estos pilotos, como lo siguió haciendo Moss, continúan luego dándole a la rosca como auténticos posesos. Recuerdo la anécdota que me relataron de cuando Chrysler presentó, nada menos que en el trazado largo del Nurburgring, el legendario Bucle Norte, su Viper: asistieron, entre otros, Dan Gurney, Phil Hill y Paul Frère; se fueron “picando” cada vez más, y acabaron los tres fuera de pista, por suerte sin consecuencias más que para la chapa. Hasta que llega el momento, como le acaba de ocurrir a Moss, en que el sentido común se impone; se sigue conduciendo, pero ya sin casco ni luchar contra el cronómetro.

Luchar contra el cronómetro sí que lo hacía Moss, y como pocos; pero poner a punto el coche no era precisamente su punto fuerte: su innata capacidad de adaptación a cualquier tipo de coche, de pavimento o de trazado le hacía ser insensible a los eventuales defectos. Conducía el coche que le dieran más rápido que nadie, pero que no le pidiesen opinión para mejorarlo en algo, en particular de bastidor; siempre le parecía que iba bien, y era él el que se adaptaba a los vicios ocultos, o ni siquiera tan ocultos, del coche. Por ello, su mecánico de toda la vida, el también legendario Alf Francis (que luego fue el 50% de las cajas de cambio de competición Francis-Colotti) se desesperaba cuando de buenas a primeras no le salían buenos tiempos a Stirling, que le decía que el coche iba muy bien, pero que no se podía ir más deprisa. Entonces el bueno de Alf, medio muerto de miedo, se enfundaba un casco, y 15 o 20 segundos más lento por vuelta, le daba un par de ellas al circuito, encontraba los defectos, volvía a “boxes”, los corregía y le decía a su piloto: Prueba ahora. Y podía mejorar entre dos y cinco segundos, pero al bajarse del coche decía que le seguía pareciendo que iba igual de bien que antes. Lo que se dice un piloto en estado de puro; no un probador, sino un sprinter de pura raza.

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Un piloto que, a lo largo de su no demasiado dilatada carrera, manejó 84 coches diferentes, participó en 495 competiciones, acabando en 366 ocasiones (mucho mejor porcentaje que en Le Mans, ciertamente), de las que 222 fueron victorias absolutas. En F.1 corrió 67 carreras, consiguiendo 24 podios, 19 vueltas rápidas, 16 victorias y 15 “poles”; no está mal, teniendo en cuenta el material que manejo en la mayoría de las ocasiones. Un palmarés muy difícil no ya de mejorar, sino simplemente de soñar con igualar: más de un 60% de victorias sobre el total de carreras acabadas. Lo cual deja unos cuantos interrogantes flotando en el aire: ¿qué hubiera ocurrido de no empeñarse en correr, en cuanto tenía ocasión, con material británico?; ¿o si, en vez de correr como privado o en escuderías privadas, hubiese aceptado las ofertas de piloto oficial que le llovían, y que sólo aceptó un año en Mercedes, otro en Maserati y dos en Vanwall? Y la última: ¿qué hubiese ocurrido de no haber forzado su recuperación tras del grave accidente, lo que le llevó a probarse antes de tiempo, y a desilusionarse prematuramente, al no encontrarse en plenitud con todos sus recursos?

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Hace ya algunos años que, como es habitual, presté y perdí un libro, una interesante biografía de Moss, escrita al alimón con el prestigioso periodista Ken Purdy, en la que, entre muchas otras cosas, y quizás espoleado por la forma de salvarse de un accidente como el que le retiró en 1962, fantaseaba acerca de lo que habría que hacer si, por ejemplo, vas dentro de un ascensor que se descuelga. Su razonamiento, pleno a la vez de lógica física y de exuberante optimismo, era que convendría calcular el momento del impacto contra el fondo del pozo, para instante antes dar un salto hacia arriba, y de este modo amortiguar el golpe. Irrebatible desde el punto de vista cinemático, el asunto me puso los pelos de punta cuando, muchos años más tarde, leí la noticia de que, en Marzo de 2010, se había caído (no se sabe muy bien cómo, pero es de suponer que por distracción) por el hueco de un ascensor, rompiéndose los dos tobillos. Es como si, 30 o 40 años antes, ya hubiese tenido una de esas premoniciones que, como las “meigas” gallegas, “existir no existen, pero haberlas, haylas”.

También era curiosa su teoría (comprobada por él, y con posterioridad también por mí) de cómo es posible demostrarle a la gente corriente su incapacidad de apreciar la velocidad, sobre todo cuando se suben al coche con alguien de quien temen su afición por conducir rápido. Se trata de ir incrementando la marcha muy progresivamente, en la marcha más larga para que el motor suene lo menos posible, e irle dando conversación; y cuando ya estamos a una velocidad respetable, tapar el velocímetro con la mano y pedirle que adivine la velocidad. Errores de 20 a 30 km/h son lo normal, y de más de 50 km/h no son excepcionales; hecho lo cual, ya tenemos bastante ganado para que dejen de dar la vara, si hasta entonces iban tan contentos.

Teniendo en cuenta que era un mozo bien parecido, y uno de los “solteros de oro” de la sociedad británica de su tiempo (no por riqueza, pero sí por fama), ejercía muy discreta pero eficazmente de un personaje a medias entre Don Juan y Beau Brummel. Por ejemplo, las americanas las llevaba sin bolsillos laterales; sólo la solapa, para mantener la estética, pero sin bolsillo, para no poder meter nada dentro y romper la línea. Pero llegó demasiado temprano, o no supo, o no quiso, a la faceta que tanto dinero ha reportado y cada vez reporta más a los deportistas famosos: la comercialización. El que sí lo hizo, y con éxito, fue su rival Graham Hill; yo mismo recuerdo haber tenido una cazadora azul de gabardina con su marca.

Lo que sí hacía, y parece que nada mal, era saltar de flor en flor en cuestiones amorosas. A este respecto, Ken Purdy le preguntaba en cierto momento respecto a esa mitología de si es o no conveniente hacer el amor en vísperas de una competición, por el desgaste físico y la relajación síquica que tan agradable menester suele conllevar. Con gran diplomacia, Moss respondió que según y cómo, en función de la competición que fuese; citó como ejemplo que, en una ocasión, y con una joven con la que estaba especialmente encariñado, pasó una noche de sábado especialmente tormentosa, en víspera de una jornada británica de esas de múltiples carreras tipo “club”, de no muchas vueltas cada una. Participaba nada menos que en cinco, y las ganó todas; pero eso era en carreras cortas, y que antes de un Gran Premio no lo hubiese hecho; o al menos, con bastante más moderación, como recientemente ha confesado Felipe Massa que acostumbra a hacer (se da por supuesto que con la guapa mamá de Felipinho, claro).

Pasado el tiempo, y ya retirado, nuestro héroe sentó cabeza, se casó con una atractiva y elegante dama, bastante mas joven que él, y desde entonces son una pareja con todos los visos de ser muy felices, haciendo bueno eso de que “detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer”. Así ha sido, y sin duda Sir Stirling Moss se lo merece; que lo siga disfrutando, aunque haya colgado su famoso casco blanco, sin el menor pintarrajeado como hoy en día parece ser poco menos que obligatorio. Son otros tiempos.