Casi todos los grupos sociales más o menos cerrados, ya sea por motivos raciales, profesionales, de nivel socio-económico o simplemente de afición compartida, tienden a crearse un pseudo-idioma para uso interno, que no llega a dialecto, sino que es más bien una jerga que sirve tanto como santo y seña para reconocerse entre los integrantes del grupo, como para que el resto de la sociedad tenga dificultades para entenderles o, en todo caso, se sienta extraño en dicha compañía. Se trata de dejar bien sentado quien pertenece y no pertenece al clan, al círculo íntimo.

Así, tenemos el “caló” de los gitanos, el “cheli” de los barrios populares del sur de Madrid (ya en decadencia para cuando Paco Umbral se lo apropió, con unos cuantos años de retraso), o el incalificable parloteo (con tonillo gangoso incluido) de los “pijos” del barrio de Salamanca, también de Madrid; aquél que saltó a la fama, hace nada menos que cincuenta años, en un famoso artículo del ABC sobre “los niños de Serrano”, con el que media España se descacharró de risa al leer aquello de “incinérame un cilindrín” para pedir fuego, o “me apestan las manos a volante”, o “vengo de tumbar la aguja bajando perdices”.

Ya más en serio, y en plan más profesional, el mundo de la náutica, sobre todo el de la vela, tiene su propio idioma, incomprensible para el profano, por muy culto que sea en otras materias. Así, una embarcación no tiene longitud, anchura y altura, sino eslora, manga y puntal, que no sé si es lo mismo que calado, o algo distinto. Y tampoco hay a bordo más cuerda que la del reloj, porque lo que sirve para sujetar las velas son cabos (y estachas, y calabrotes, y Dios sabe cuantos nombres más). Lo que me pregunto es como, a bordo del “Juan Sebastián Elcano”, distinguen entre uno de estos cabos y el que es más que marinero raso y menos que sargento; pero seguro que nuestros guardiamarinas tienen resuelto el problema. Y tampoco está de más saber, si te embarcan como invitado en un chisme impulsado a vela, que cuando alguien grita “¡trasluchar!”, hay que agachar la cabeza inmediatamente, porque llega un artefacto llamado botavara, girando a toda mecha al cambiar de un lado al otro la vela mayor, que te puede arrancar la mencionada cabeza, sobre todo si es una viga de aluminio de varios metros de longitud, de palmo y medio de alto y uno de grueso, como en un “Copa América”.

Pero desembarquemos y vayamos a las actividades de tierra firme, donde la mayoría nos sentimos más seguros y en un entorno menos hostil, en principio. Pero solo en principio, porque a diferencia de la náutica, cuyo arcano idioma no ha variado desde el siglo XVII, poco más o menos, las jergas de tierra firme tienden a irse modificando sobre la marcha, y además rápidamente, a fin de que quede claro quiénes son los que “están en la pomada” y dominan las últimas novedades llegadas a ese no escrito diccionario.

Un ejemplo es el de los cronistas futboleros, sobre todo en radio y TV (no es que yo le preste mucha atención a CR9 y compañía, pero sí algo por curiosidad sociológica); aquí el influjo de los colegas argentinos ha sido crucial. Antes, un delantero debía “regatear” al defensa que le entraba; ahora, no. Para empezar, el defensa “le aprieta”, por lo que el delantero debe “encarar el uno contra uno”. Y si consigue desembarazarse de lo que antes era el marcaje y ahora “la marca”, antiguamente buscaba el pase al hueco del compañero desmarcado, mientras que ahora “levanta la cabeza” (momento que debe ser crucial, porque el locutor pone un acento transcendente). Por lo visto, en tiempos de “PiruGaínza o Gento, el extremo centraba sin mirar, y que el balón cayese donde cayese; lo curioso es que, no sabemos si levantando la cabeza o no, el balón solía ir a parar a otra cabeza (la de Zarra) o a los pies de Di Stefano, que ya es mérito conseguirlo sin haber levantado la cabeza. Por otra parte, ahora la pelota ya no se centra o se chuta, sino que quien la impulsa “la deja”, “la pone” o “la toca”. ¡Ay, el dichoso “toque”, elevado por Guardiola a niveles casi místicos!; antiguamente, a eso se le llamaba “bailarle al contrario”, pero ahora es algo mucho más serio.

Claro que en el ambiente del automóvil tampoco nos quedamos cortos. Por supuesto que si alguien, en una conversación intranscendente, dice algo acerca del “bólido” que pilota Fernando Alonso, despierta una sonrisa piadosa y queda irremisiblemente marginado, porque ya sabemos que no es “uno de los nuestros”, como le ocurrió a Ray Liotta, el mafioso chivato de la película de Scorsese. Pero si dice un “torpedo”, entonces la cosa cuela, porque como señala algún cronista televisivo con arrobo, eso lo dice Alonso. Tiempo atrás, un coche con aceleración vertiginosa y buena velocidad punta era “un disparo”, “un tiro” o “una tralla”, mientras que ahora tiene “un motor que corre mucho”; por más que me empeño en hacer campaña entre los colegas, no consigo convencerles de que el que corre es el coche, no el motor; pero que ni por esas. Para demostrar que se forma parte del auténtico círculo iniciático hay que decirlo así; pero no es cuestión de preocuparse demasiado, porque como ya he dicho, la moda cambia rápidamente, y ahora ya casi nadie se acuerda de decir que “el coche se lo cree todo”, para indicar que tiene muy buena estabilidad y responde con nobleza incluso a las solicitaciones más bruscas. Pero el clásico “se agarra” o “se sujeta” seguirá, mal que bien, siendo un valor seguro, mientras que esos giros “sólo para iniciados” desaparecen en cuestión de dos o tres años.

Un último aspecto es el de la innecesaria introducción de galicismos o anglicismos para demostrar: uno, que se dominan idiomas; y dos, que se está al corriente del slang internacional. Puedo entender que a Pedro De la Rosa se le escape lo de grip para dar a entender agarre o adherencia, porque es como él lo está diciendo a diario dentro de su equipo, donde se habla en inglés; pero la palabreja inglesa no es, en modo alguno, más exacta que las dos castellanas, puesto que la traducción del verbo “to grip” es agarrar, coger, abrazar o sujetar con fuerza. Tiempo atrás, cuando lo que predominaba era el influjo francés, el aficionado que quería dárselas de entendido decía que un coche había hecho un “tetaqué” (pronunciación más o menos aproximada del original tête à queue), para indicar que había hecho un trompo o lo que los catalanes llaman una “virolla”, sustantivo cuya etimología desconozco, pero que aun así me parece muy definitoria del suceso. Quizás por ello, incluso en la jerga castellanoparlante se ha introducido lo de “envirollarse”, porque resulta muy expresivo. Por el contrario, no acabo de entender lo de “sacar marchas” en vez de reducir o bajar marchas; si las sacan, ¿dónde las meten? Coñas aparte, vamos a ir echando ya el cierre.

Y lo haré con un detalle en el que, por una vez, habría que mantener la expresión inglesa, mientras que los de la TV se han empeñado en castellanizarla. Se trata de lo que toda la vida, y en todos los idiomas, se han llamado siempre boxes o, en todo caso, pits. Y se hace así en todos los idiomas porque ese entorno espacial al que se quiere hacer referencia no tenía existencia funcional hasta que llegaron las carreras. Bueno, lo de boxes (o sea cajas, o mejor en este caso, cajones) se emplea en hípica para el carromato situado transversalmente en la pista donde se encajona a los caballos para dar la salida, abriendo todas las portillas a la vez. Pero empeñarse en llamarles garajes no tiene sentido, porque garaje (del francés garer, o sea, guardar) es donde se guarda un vehículo; que es lo que ocurre cuando el coche de carreras llega, averiado y a la pata coja, y lo meten para dentro, y entonces sí que cumple la función de garaje. Decir taller ya sería un poco más exacto, porque cambiar ruedas y repostar se puede asimilar a lo que se hace en taller; pero son ganas de complicarse la vida. De lo contrario, ¿por qué se sigue diciendo línea de boxes, para luego a dichos boxes llamarles garajes?

En cuanto a lo de pole position, todo el mundo (incluidos mis tantas veces mencionados comentaristas televisivos) sabe lo que es y lo menciona con toda naturalidad, pero muy pocos saben lo que significaba en su origen; y por lo tanto, no se han molestado en explicarlo en alguno de esos espacios didácticos con los que rellenan el tiempo (con gran acierto en la mayoría de los casos, todo hay que decirlo) previo a la competición. Como tantas otras cosas, la expresión viene de las carreras de caballos, y más concretamente de su versión americana, donde la competición clásica era el cuarto de milla, pero no en línea recta, lo que sería difícil de observar para el público, sino en un circuito con dos rectas y dos curvas. De ahí viene la raza de caballos, sprinters puros, conocida como quarter horse y originaria de Kentucky. O sea, que la pista era como la actual de atletismo, cuyos 400 metros también se derivan de los 402,34 metros que son el cuarto de milla.

Pues bien, la salida y la meta, que eran el mismo punto (recordemos Indianápolis), estaban a la mitad de una de las dos rectas (la más próxima al palco, cuando lo había, porque en las carreras de pueblo, ni palco ni nada), y no al final de la recta como en las pistas de atletismo actuales. Dicho punto estaba marcado por un pole (o sea, un poste), que servía para sujetar la cinta de salida (la llegada se calculaba a ojo, no con cinta como luego se hizo en atletismo). Por lo tanto, tener derecho a estar situado junto al poste (pole position) era importantísimo, ya que no había más que unos 50 metros hasta la primera curva, y si se tomaba por el interior, la ventaja era fundamental para la contrarrecta, y de nuevo la segunda y última curva, y a meta. Porque, evidentemente, no había compensación: todos salían detrás de la cinta transversal, y estar en el poste, por el interior, era una ventaja nada despreciable. Y se acabó.