Cuando veo una película, y salvo contadas excepciones, me ocurre lo mismo que cuando oigo por la radio a los autodenominados “tertulianos” (no sé porque no se llaman como siempre, o sea “contertulios”) pontificando sobre todo lo divino y lo humano: al entrar en un tema del que uno conoce algo, se le erizan los pelillos del cogote oyendo la cantidad de tonterías, vaguedades e imprecisiones que sueltan; y uno no puede evitar pensar que, si esto ocurre en dicho tema, lo lógico es que, poco más o menos, algo parecido ocurra en todos los demás. Al automóvil, en concreto y ahora, lo mismo que al fútbol y a la política siempre, y a los toros más bien en tiempos pasados, le ocurre que todo el mundo se siente capacitado para opinar sobre él poco menos que “ex cátedra”; basta decir que incluso el Director General de Tráfico opina sobre el tema, y sobran más comentarios.

Pues bien, en cuanto el automóvil tiene un mínimo protagonismo en alguna película, suele ser sistemáticamente maltratado, tanto desde el punto de vista técnico, de la conducción e incluso y sobre todo, del simple sentido común. La verdad es que salvo en películas románticas e intimistas, y desde que los directores de “efectos especiales” se han hecho poco menos que los amos del rodaje, la credibilidad de lo que se ve en la pantalla ha perdido muchos enteros. Aunque sea meterme en el terreno de “Cine a las cuatro ruedas” (espero que “el señor de las ruedas” me lo perdonará), no puedo por menos que sentirme parcialmente legitimado por el hecho de haberme tragado, en las décadas de los 60 y 70, innumerables sesiones de “Cine Club” de los de película “con mensaje”; incluso me atornillé a la butaca para aguantar hasta el final “Ordet” y “Dies irae” de Dreyer, que ya es aguantar. Lo cierto es que lo de los efectos especiales se han desmadrado hasta niveles increíbles; un ejemplo: en los viejos tiempos, las armas de fuego se manejaban “echando tiros”, y el que disparaba empujaba con la mano hacia delante como si ayudase a salir a la bala, cual si de una piedra se tratase. Hoy en día, una automática se coge a dos manos como si fuese un garrote, y cada vez que se entra y se sale por una puerta, se mueve para arriba y para abajo, y de un lado a otro, como si de un muñeco de guiñol se tratase. Ahora bien, luego nos aparece un “cachas” en camiseta, con una metralleta en cada mano, dispara un cargador entero con cada una de ellas, y no se le desplazan hacia arriba ni un milímetro; ¿alguien entiende esto?

Como tampoco se entiende que, cada vez que a un “malo” le pegan un tiro, el balazo lo levanta un metro del suelo, en vez de tumbarlo (si la bala tuviese suficiente fuerza de impacto); y lo más frecuente es que caiga al vacío después de destrozar una cristalera de seguridad (que lo normal es que no se rompa ni con un mazo), para acabar cayendo, desde 50 pisos de altura, encima del techo de un coche. Y qué decir de esas peleas de artes marciales, en las que se dan docenas de golpes que en teoría son letales todos y cada uno de ellos, para rematar pegándole una patada en la cara a quien sea, con una bota tipo “Dr. Martens”, y ni cae al suelo fulminado ni, ¡oh milagro!, le queda la menor señal en la cara. Lo dicho: la falta de credibilidad es casi absoluta en la mayoría de las escenas de acción, por hipertrofia de los efectos especiales.

Volvamos al automóvil, pero antes de repasar la cantidad de cosas increíbles que nos quieren hacer tragar como verosímiles, me voy a permitir romper una lanza recordando algunas de las películas, pocas por desgracia, donde la utilización del automóvil recibe un tratamiento digno, lo que no está reñido con espectacular. Por supuesto, empezaré con la persecución de “Bullitt”, rodada sin trampa ni cartón y sin cámara rápida, con el gran Steve McQueen (a medias con el especialista Bud Elkins) al volante de un Mustang GT-390, y el Dodge Charger de los “malos” conducido por otro gran especialista, Bill Hickman. Aunque no hay que olvidar la presencia de una esplendorosa Jacqueline Bisset; a nadie le amarga un dulce, ¡y qué dulce!

Ford Mustang GT-390

Todos sabemos que McQueen era un amante de los coches deportivos (hace unos años vi en París, perfectamente restaurado, su Jaguar XK-SS), un buen piloto de coches y también de motos (recordemos las escenas finales de “La gran evasión”), y esto nos lleva a otra buena película, “24 Horas de Le Mans”, que tiene mucha parte documental, ya que McQueen de hecho participó en dicha competición. Pero no ha sido la única estrella de Hollywood con buenas habilidades al volante: James Garner, uno de los protagonistas de “Grand Prix”, también era un excelente conductor, del mismo modo que Paul Newman, cuya “500 Millas” era bastante aceptable. Pero no es la única sobre el mítico “Brickyard”: en 1950 y en blanco y negro, Clark Gable (junto a Barbara Stanwyck) había protagonizado “Indianápolis” (título original “To please a lady”), en la que había buenas tomas de la carrera real y, sobre todo, meticulosas escenas de la preparación en el taller; recuerdo en especial el montaje del motor Offenhauser, un 4 cilindros de 4,5 litros.

Y no puedo dejar de recordar otras dos películas sin duda poco conocidas, en especial por los más jóvenes: en 1956 el normalmente aburrido pero correcto cine inglés produjo “Checkpoint” (en España “Sangre en el asfalto”), en color y basada en las Mil Millas, con mucho metraje de la competición real; el piloto “bueno” era Anthony Steel y el pérfido “malo” Stanley Baker. El argumento era una idiotez, pero las escenas, muy buenas. Finalmente, también en color pero no tan antigua, tenemos “Red line 7000” del magnífico Howard Hawks (recordemos las escenas de caza del rinoceronte en “Hatari”, con la Dodge ¾), y en la que empezaba a despuntar un actor al que desde hace años estamos viendo en la serie “Casino” (“Las Vegas” en origen): James Caan. Siento una especial debilidad por él, al margen de que es un magnífico actor, por el hecho de que, junto con Mario Andretti, nos llevamos poquísimos días de diferencia en la fecha de nacimiento. Pues bien, consagrado con el “Sonny” de “El padrino”, Caan ya había tenido papeles muy meritorios: “The rain people” en el 69, “Games” en el 67, “El Dorado” en el 66 y la mencionada “Línea 7000” en el 65. Se trata de una película ambientada en el terreno de la NASCAR, cuando todavía se corría en algunos circuitos de tierra (dirt track, pero con turismos, no monoplazas), y muchísimo más próxima a la realidad que la más reciente y espantosa “Días de trueno”, del relamido Tom Cruise.

Antes de abandonar las ensoñaciones cinéfilas, y de meterme a fondo con sus aspectos automovilísticos, me permitirán los blogueros un par más de disquisiciones al respecto, aun a riesgo de incidir de nuevo en el terreno del “señor de las ruedas”. Siendo ambas de H. Hawks, no estoy muy seguro de que “El Dorado” sea superior a “Rio Bravo” (en realidad son casi clónicas entre sí, por no decir que “El Dorado” es un “remake” de su predecesora); John Wayne siempre hace de John Wayne (incluso en “El hombre tranquilo”), y tampoco tengo claro que el papel de Robert Mitchum, como borrachín, sea superior al de Dean Martin (ambos actores tenían amplia experiencia personal para acertar en la caracterización). Pero de lo que no me cabe duda alguna es de que la Angie Dickinson de 1959 en “Rio Bravo” estaba codos por encima, en todos los aspectos, de la Charlene Holt de 1966 en “El Dorado”; así que, en la duda, que desempaten las féminas. En cuanto a la otra película, “Games” (que aquí se tradujo debidamente como “Juegos”, sin cambiarle el nombre) de Curtis Harrington, la considero la mejor película de intriga, “suspense” o misterio que yo haya visto. Todo encaja a la perfección con absoluta aunque retorcida lógica, y no como en las películas del architramposo Alfred Hitchcock, sacándose sus “McGuffin” de la manga cada vez que se metía en un charco del que no sabía como salir. Y también en este caso hay que señalar la presencia femenina: la tranquila belleza de Katharine Ross, y la inquietante y espectacular de la ya entonces veterana Simone Signoret, en un papel que se come la pantalla.

Y con esto, ya podemos volver a lo del coche en el cine; pero ya que lo he citado, no abandonaremos a Hitchcock, y a su “North by Northwset” (aquí “Con la muerte en los talones”). Recordemos la escena, bastante al inicio de la película, cuando un Cary Grant emborrachado a la fuerza huye del primero (o segundo, o tercero, ya no me acuerdo) de los múltiples peligros que le acechan a lo largo del film, a bordo de un Mercedes Cabrio (un 220-S, si mal no recuerdo), y se sale de la carretera, quedándose con una rueda trasera colgada en el aire sobre un barranco. El pobre Cary acelera como un loco (perdón, como un borracho perdido) y, naturalmente, la rueda gira en vacío en el aire, sin tracción alguna, mientras el coche de los malvados perseguidores se acerca. Después de unas cuantas tomas de la rueda girando en vacío, para ponernos el corazón en un puño, el diferencial se convierte en un eficaz autoblocante, y el coche vuelve a la carretera; ¡milagro, milagro del mago del “suspense”! Con estas trampas, yo también hago películas increíbles, y pongo el acento en eso, en increíbles.

Mercedes-Benz Cabrio 220S

Y qué decir de las huidas y persecuciones, tanto da, circulando en una autopista en sentido inverso por la calzada equivocada. Aquí recuerdo que el mismo John Frankenheimer, que había dado la de cal en “Grand Prix”, dio más tarde la de arena en “Ronin”, pese a haber contado nada menos que con David Mamet para el guión. Porque la escena del tipo que hemos señalado no se la creen ni ellos dos hartos de whisky; vamos, igualito que lo de “Bullitt”. Hay que tener suerte para que en una autopista y yendo del revés, te vengan de frente perfectamente salteados, uno a la derecha, otro a la izquierda, y así hasta el infinito; y si es para adelantar, lo mismo. Y luego, tanto en “Ronin” como en otras mil películas más, el numerito de subirse por la acera a todo trapo sin atropellar a nadie: los peatones son todos acróbatas de circo que se quitan de en medio, dando una voltereta, cuando están a dos metros de ser atropellados. Y que no falte el detalle del mercadillo con frutas y verduras, que salen disparadas por el aire, mientras el tendero huye despavorido. Un poco más verosímil, pero solo un poco, es la persecución similar en “El pacificador”, con George Clooney aparentemente al volante; aunque en este caso la dirección era femenina (Mimi Leder), es evidente que el virus de los efectos especiales y las acrobacias que hubiesen dejado boquiabiertos a los Douglas Fairbanks (padre e hijo), también ha infectado al teóricamente sexo débil.

Otro aspecto no menos asombroso es la desenvoltura con la que, en las películas, un ciudadano que lleva una vida de lo más anodina y tranquila (digamos el oficinista de “El apartamento”) se transfigura, cuando se presenta una emergencia, en un trasunto de Sebastien Loeb, y pone un coche de costado para tomar una bocacalle como quien lava. Y tampoco está mal la obsesión porque los coches se crucen, cuando hoy en día la inmensa mayoría son de tracción delantera y si se les aprieta demasiado, y más sin dominar a fondo la técnica de conducción de competición, lo normal es que se vayan de morro a estamparse contra lo primero que se ponga delante. Pues no señor, los coches en las películas tienen que derrapar de atrás. Lo cual sería explicable en los taxis y coches de diversos cuerpos policiales norteamericanos, que al margen de Mercedes, BMW, Jaguar, Lexus y grandes deportivos (SUV incluidos) son ya casi lo único que queda en el mundo con propulsión trasera clásica. A este respecto, al menos lo de los “Keystone cops” tenía su gracia, siempre a cámara ultrarrápida; pero lo actual, cuando en las escenas de la primera mitad de la película los policías parecen rematadamente idiotas, y se dedican a chocar unos con otros, apilando hasta siete u ocho coches en el mismo accidente, no tiene un pase. Ahora bien, al final, cuando hay que coger a los “malos”, los policías se vuelven muy listos, adelantan o acortan el trayecto, cortando el paso a los fugitivos en una habilidosa cruzada en sus propias narices, sin rozar nada.

Y no olvidemos otros dos “clásicos” de desastres automovilísticos: el incendio y el “tornillazo”. No hay coche que caiga por un barranco que no ya se incendie, sino que explote como una bomba, en ocasiones instantes antes del impacto, cuando el técnico de efectos especiales se pone un poco nervioso y se le va la mano con el mando a distancia, antes de tiempo. No es que los coches no se incendien, pero cuesta un rato conseguirlo. En mi caso particular, lo más impresionante que he visto fue el accidente, en el Circuito del Jarama, entre los dos Jackie (Ickx y Oliver) cuando chocaron en la primera pasada por la horquilla Bugatti, cargados de gasolina hasta arriba; de acuerdo, las llamas eran de 15 a 20 metros de altura, pero ni explosión ni nada; evidentemente, los depósitos habían reventado, porque aquellas llamaradas no eran por una fuga de unos pocos litros. Y allá que fue Andrés Más (padre) con su extintor, como jefe de puesto, y pasó a la posteridad metiéndose en pleno fregado, sin traje ignífugo ni nada, para sacar del lío a los pilotos.

Y en cuanto a lo del “tornillazo”, ya estoy harto de ver que coche que choca, coche que sale por el aire haciendo un tirabuzón (o dos, o tres, según sea el tamaño del trampolín o del explosivo que le hayan colocado para que salga por los aires). Porque volcar un coche, salvo cuando derrapa y tropieza con un obstáculo que le impide seguir deslizando, ya es difícil; pero que una mole salga de pronto por los aires, cuando la inercia de su trayectoria es totalmente horizontal, roza el milagro. Aunque no más que los neumáticos chirríen exactamente igual cuando un coche va desmadrado por un camino de tierra que por una carretera de asfalto; el sonido que tienen “enlatado” los de efectos especiales es del tipo todo-terreno: sirve para todo. Por el momento, yo todavía no recuerdo haberlo oído circulando sobre nieve, pero todo se andará, al paso que vamos. Comparado con esto, ese golpe a la palanca de cambio hacia delante (se supone que reduciendo a 3ª), seguido por un pisotón al acelerador, cuando ya llevan tres minutos de persecución, y parecen espabilarse entonces, es de poca importancia.

Porque lo que ya colma el vaso de la paciencia es la pelea puerta con puerta, intentando sacarse mutuamente de la carretera. Eso sí, lo que por lo visto no importa es que uno sea un turismo y el otro un camión de seis ejes, porque la técnica es siempre la misma: lo primero es emparejarse (el de delante es imbécil, y no es capaz de cortarle el paso al perseguidor), y luego nada empujar hasta sacar al otro, no señor. Un golpecito, y dejarle que se rehaga; entonces otro golpecito a la inversa, y así son capaces de cruzarse La Mancha entera, hasta que viene uno de frente: Y, de pronto, la carretera que parecía justa para dos, permite pasar a tres, con nuestros dos protagonistas uno por cada lado del enorme camión que venía de frente. Con lo fácil que es, en primer lugar, no emparejarse, sino darle un toque sesgado en la trasera al coche de delante, preferentemente en la primera curva que se presente; y si es en recta y se llega al emparejamiento, el de mayor peso empuja al otro durante todo el rato, hasta sacarlo fuera, y punto pelota. Tampoco está mal la cara de pavor que pone el del coche de delante cuando, poniendo cara de sádico el “malo” que le persigue, le va dando topetazos en la trasera, para ponerle nervioso. Si el coche perseguidor es un camión, la cosa es preocupante (aunque no debería ser capaz de perseguir a un turismo), pero si es un vehículo más o menos similar al del perseguido, la receta es bien fácil: al segundo intento de topetazo (perfectamente controlable por el retrovisor), lo que hay que hacer es frenar fuerte para destrozarle el radiador, y en cosa de 500 o pocos más metros, se acabó la persecución.

Con todo lo dicho anteriormente, los blogueros que hayan llegado hasta aquí y sean un poco cinéfilos, se preguntarán qué es lo que pienso de “Duel” (1971), “opera primera” en largometraje de Steven Spielberg, con un misterioso y satánico camión Peterbilt persiguiendo a un acongojado Dennis Weaver a los mandos de un renqueante Plymouth Valiant con el radiador, o la junta de culata, hechos papilla. Pues lo que pienso es que o lo tomas o lo dejas, porque si no, no hay película; por otra parte, en carreteras fáciles como las que allí aparecen, justo es reconocer que un camión americano bien conducido es capaz de ir pero que muy rápido, sobre todo persiguiendo a un conductor normal que, por una vez, no se transfigura en un miembro de las sagas de los Petty o de los Unser, por no decir en un “Duke of Hazard”.