Ya sé que, según las más estrictas normas del periodismo, no es correcto poner entre paréntesis un titular; y también sé que nunca nadie me ha explicado satisfactoriamente la razón. Por lo tanto, y apoyándome en la que considero superior libertad de expresión, en esta ocasión titulo de ese modo, porque dicha pregunta expresa exactamente lo que quiero decir. Y ya procuraré justificarlo a lo largo de la entrada; de momento, la iniciaré con una autocita. La cual es en realidad una primicia, pues aparece aquí unos días antes que en el medio para el que se escribió (el lector es muy distinto). Pero creo que sirve muy bien para hacer de introducción, puesto que trata exactamente del tema que pretendo desarrollar aquí con mayor extensión; ya que en un medio impreso no lo puedo exponer al completo por falta de espacio. Así que a continuación va la columna escrita en principio para “La Tribuna de Automoción” de la primera quincena de Febrero; y luego procuraré elaborar el asunto con mayor detalle:

Con encomiable rapidez (el 3 de Enero), el Dtor. Gral. de Tráfico, D. Gregorio Serrano, ha presentado el informe provisional de accidentalidad vial 2017, referido de momento a vías interurbanas, y contabilizando los fallecidos a 24 horas después del accidente (el otro baremo, imposible de aplicar tan rápido, es a 30 días). El informe facilitado a la prensa, que la de información general (escrita, radiofónica y televisiva) ha reproducido ese mismo día o al siguiente, se ciñe a los siguientes datos estadísticos (no recuerdo que nadie haya publicado otros, aunque existen), por lo que se refiere a número de accidentes mortales y de fallecidos:

En 2017 ha habido 1.067 accidentes mortales, causando 1.200 muertes. Comparativamente, en 2016 hubo 1.039 accidentes mortales, que dieron lugar a 1.161 fallecimientos (se supone que también a 24 horas, pues de lo contrario no serían datos comparativos). O sea que en 2017 hemos tenido 28 accidentes más, con 39 muertos más; lo que, redondeando, en la DGT consideran como un incremento del +3% en ambos conceptos; aunque en realidad es un +2,69% de accidentes, y un +3,36% de muertes, puestos a afinar. A partir de estos datos, un párrafo del informe que no sé si nadie ha llegado a reproducir, se inicia con: A pesar de este repunte,….

Pero si queremos saber la verdad, hay que conocer otros datos, que están en el texto completo del informe; aunque para ello haya que consultar la oportuna página de la DGT. Porque con los que hemos publicado hasta ahora (los mismos que casi toda la prensa de información general) la auténtica realidad queda no ya oculta, sino además falseada. Porque sin más datos, aquí hay trampa. Y es que, para establecer porcentajes comparativos, sería preciso cotejar los datos de accidentes frente al kilometraje recorrido por el parque nacional (de turismos y furgonetas, que es al que, por el momento, se refiere el informe) tanto en 2016 como en 2017.

El dato del kilometraje global es difícil de conseguir (o no está publicado, que yo haya visto); pero sí está disponible el del total de desplazamientos de largo recorrido (por vías interurbanas, evidentemente). Estadística que arroja los siguientes datos: en 2016 hubo 392,1 millones de dichos desplazamientos; cifra que se elevó en 2017 hasta 408,5 millones. O sea, 16,4 millones de desplazamientos más que en 2016, lo que supone un incremento del +4,18% de volumen de tráfico en vías interurbanas.

Incluso un chaval de 12 años, sin ser un as en Matemáticas, comprende que la siniestralidad (ya sean accidentes o muertos) habría que cotejarla, año por año, frente al respectivo volumen de tráfico. Y entonces tenemos que, en accidentes, hemos de dividir el 102,69% de incremento de los mismos frente al 104,18% de incremento en tráfico, lo que da un 98,57%, con el resultado de que la accidentalidad (en accidentes), ha disminuido en un -1,43%. Y para las muertes, otro tanto: 103,36% dividido entre 104,18%, arroja un cociente del 99,21%, o sea, una reducción del -0,79%. Así pues, esa frase iniciada con “A pesar de ese repunte…” es totalmente falsa.

Habida cuenta del habitual triunfalismo de la DGT, ¿a qué viene esto? Única explicación: justificar más medidas represivas, como los “drones” que nos van a perseguir cual moscardón verde”.

Esta, que en la columna hasta aquí reproducida se comenta de modo irónico en pocas palabras, se me antoja la única explicación válida. Porque en la DGT no son tontos, aunque en ocasiones se lo hagan. Y saben que la correlación entre accidentalidad y volumen de tráfico es el único dato válido. Y también son especialistas en ponerse medallas y echarle la culpa a otros o al empedrado (más sobre esto más adelante). Luego lo de admitir un -por otra parte falso- “repunte” de las estadísticas de accidentalidad (lo que deja en mal lugar su gestión y sus campañas de concienciación) no se hace a tontas y locas; en ese campo no dan puntada sin hilo.

Así que esa admisión no puede tener más que una contrapartida: vendernos la necesidad de incrementar las acciones de vigilancia y represión, para que no nos quejemos cuando –con mayor o menor razón, o incluso sin ella- nos frían a multas cada vez un poco más. Ya sé que es un comentario un poco demagógico, pero no puedo dejar de elaborar la última frase de la columna anteriormente reproducida: ¿cuántas quitanieves se podrían comprar con lo invertido en unos cuantos helicópteros “Pegasus” y en muchos más de los “drones” (incluyendo el sueldo de sus futuros pilotos) con los que nos amenazan para 2018? Y también sé que hace falta un poco de todo; pero puestos a elegir (la economía política es la gestión de presupuestos por principio siempre escasos), que se lo pregunten a los miles de usuarios que quedaron atrapados en la AP-6 (y en otras zonas), junto con sus familias, durante todo el fin de semana de Reyes.

Pero antes de meternos en el tema del pasado temporal de nieve, vamos a analizar algunos de los datos del informe de siniestralidad a los que se les dio menos publicidad, o bien menos repercusión mediática. Y empezaremos por un salto atrás de hace nada menos que 56 años, puesto que 1960 fue el primer año en el que se hicieron recuentos estadísticos al respecto. Y en este año, se nos comunica que hubo 1.300 muertos en accidentes de tráfico, pese a que el parque automovilístico era de aproximadamente un millón de vehículos. Es decir, incluso 100 muertos más que en 2016, cuando el parque ya había ascendido a 33 millones de vehículos. Expuesto así, sin más explicaciones, esto puede interpretarse (y supongo que es el objetivo de la actual DGT, heredera de la por entonces Jefatura Central de Tráfico) como que el tráfico actual es casi 36 veces más seguro que en 1960.

Ahora bien, estamos ante la misma trampa que antes: dar sólo cifras absolutas, sin ofrecer la auténtica base comparativa. Porque en 1960 ni la infraestructura vial, ni las características técnicas de los vehículos que integraban el parque eran, ni remotamente, las mismas que en 2016. Dejemos que Tráfico por un lado y el Ministerio -en tiempos de Obras Públicas y actualmente de Fomento (título que, muchas décadas atrás, correspondía a Agricultura, Industria y Comercio)- se peleen entre sí para asignarse más o menos méritos en esta disminución de la siniestralidad en el tráfico. Una pelea en la que Tráfico gana por goleada, ya que dispone de una proyección mediática que en Fomento no se trabaja casi en absoluto. Así que nos quedaremos exclusivamente con la evolución del vehículo a lo largo de este medio siglo largo; un análisis que ya he realizado en otras ocasiones.

Y nos encontramos con que, de entonces acá, el neumático radial ha sustituido al diagonal; los faros halógenos, de xenón y de LEDs a los de filamento incandescente; los frenos de disco (ventilados al poco tiempo) a los de tambor; y aparecieron equipamientos novedosos como el cinturón de seguridad, los airbags, el ABS y el ESP. Por no hablar de progresivas pero grandes mejoras en suspensiones, amortiguación y dirección (asistida y por lo tanto más rápida). Sin olvidar las estructuras de carrocería con zonas deformables protegiendo un habitáculo mucho más rígido que en 1960.

Si con una varita mágica –como la del hada madrina de Cenicienta convirtiendo en carroza una calabaza – se hubiesen podido transformar los coches de 1960 en coches de 2016 (cada cual en su segmento), manteniendo el mismo parque y las mismas infraestructuras viales de pavimento y señalización, ¿cuántas de esas 1.300 muertes se podrían haber evitado? Muchas, porque el accidente ni siquiera hubiese llegado a producirse (mejor seguridad activa y primaria); y muchas otras más, pese a ocurrir, porque las consecuencias hubiesen sido mucho menos dramáticas (mejor seguridad pasiva). Es imposible –salvo quizás conociendo las circunstancias exactas de cada accidente- profetizar el número de fallecimientos que se hubiesen evitado; pero todos sabemos que hubiesen sido bastantes cientos de ellos.

Pero, una vez más, en las explicaciones de la DGT se hurta cualquier mérito a la mejora del automóvil; como mucho, se concede alguno a la mejora de las infraestructuras, y el grueso del mérito se lo adjudican (por activa o por pasiva) a su gestión y sus campañas. No obstante, desde 1960 hasta ahora, la mortandad en las carreteras fue en aumento durante prácticamente la mitad del tiempo, para decaer luego progresivamente. La cifra más dramática fue la de 1989, con 5.940 fallecidos; y eso que para entonces ya se habían implantado las limitaciones genéricas de velocidad y existían los radares. Y también habían ido apareciendo muchas de las mejoras antes señaladas en los automóviles (aunque no en todos); y las infraestructuras ya incluían el Redia completo, y bastantes autovías. Pero el parque había aumentado muchos, y también habían aparecido muchos nuevos conductores.

Y aquí reside buena parte de la explicación de esta curva ascendente y descendente. En 1960, un alto porcentaje de conductores eran ya veteranos: o bien profesionales, o bien gente de alto poder económico, en cuyas familias había habido coche incluso durante las décadas de los 40s y los 50s. En cambio, desde 1960 y progresivamente hasta 1989, habían ido entrando muchos novatos (y no todos jóvenes, sino adultos mucho menos aptos para el aprendizaje), que se encontraban con coches cada vez más rápidos y aparentemente más fáciles de conducir, sobre infraestructuras cada vez más adecuadas para mayores velocidades (radares al margen).

Por lo que el resultado de todo ese conjunto fue el que fue. Faltaba cultura de circular por autovía para todos, mientra que los más jóvenes cada vez sabían menos cómo hacerlo por carretera convencional. Pero más o menos sobre 1989, cuando el pico de mortalidad comienza descender, los novatos ya son casi siempre jóvenes, y en su mayoría ya han viajado bastante en coche con su familia; y mal que bien, viajando algo se aprende. Y la curva, afortunadamente, se hizo descendente.

Y ya que estamos metidos en cifras, en 2017 tenemos que 792 muertos (30 más que en 2016) lo fueron en carreteras convencionales, frente a 239 (6 menos que el año anterior) en vías de alta capacidad. Sólo suman 1.031, luego quedan 169 en otras vías; son las correspondientes a Cataluña y País Vasco, cuyos datos no estaban disponibles, dada la premura del informe. Lo que sí está claro es que circular por carretera convencional es más peligroso (3,3 veces más muertos), y eso que el kilometraje recorrido por ellas es claramente inferior al de las vías de alta capacidad.

No obstante, durante esas tres últimas décadas, la persecución a la velocidad (radares fijos y móviles) se ha centrado en las autovías (mayor recaudación, claro está); y sólo ahora se anuncia que va a haber mayor vigilancia y radares en las convencionales y secundarias. Pero que no se engañen; aunque un mínimo porcentaje de usuarios pueda circular por estas últimas a velocidades relativamente elevadas, la mayoría circula más bien despacio, pero conduciendo bastante mal. En estas zonas, predominantemente rurales y de baja densidad de población, los lugareños más habituales circulan despacio, y me atrevo a decir que tienen pocos accidentes.

Son los más jóvenes, y sobre todo los que no frecuentan habitualmente esas carreteras sino las autovías, los que caen víctimas de las trampas de la vía tradicional, o de la simple dificultad de unos trazados que exigen una mayor pericia técnica para gestionarlos. Es el clásico accidente que se produce al final de un viaje largo por autovía, al desviar a la carretera convencional para rematar el viaje, y se sigue al ritmo y con el nivel de atención relajada que es suficiente en autovía. Por lo tanto, no van a ser los radares los que disminuyan la mortalidad en las secundarias; es un problema de aprendizaje en lo técnico, y de atención como actitud.

Cotejando las muertes por tipo de vehículo, 646 fueron en turismos; 240, en motos (una proporción aterradora); 91 eran peatones (frente a 120 en 2016, una más que notable disminución); 81 en furgonetas (no es de extrañar, al ver lo que hacen algunos de sus conductores); 47 en camión; 44 en bici; 20 en ciclomotor; y 2 en autobús (frente a 18 en 2016). El accidente de un autobús siempre descabala las estadísticas, al menos cuando es muy grave y hay bastante fallecidos; casi deberían tener una estadística aparte, porque falsean mucho las cifras globales. Porque un accidente es sólo un accidente (dato básico de accidentalidad); y los muertos son la lamentable consecuencia (dato básico de sus consecuencias). En cuanto a las motos, no creo que la mayoría de esos 240 muertos lo hayan sido por las viguetas de los guard-railes sin doble banda. La causa es la intrínseca peligrosidad del vehículo, la prácticamente nula protección que ofrece a sus ocupantes, su engañosa facilidad para infiltrarse entre el tráfico, y su rapidez de aceleración, que incita a maniobras arriesgadas.

Importante –y esto entronca con lo antes dicho para la siniestralidad en 1960- es que los muertos que no llevaban puesto el cinturón de seguridad en turismos y furgonetas suponen el 24% del total: un 22% en vías de alta capacidad, y un 27% en convencionales. Ello no quiere decir que todos ellos se hubiesen salvado por llevarlo abrochado; pero muchísimos de ellos hubiesen salido del trance con un simple traumatismo torácico o abdominal. Es increíble que un gesto tan sencillo como colocarse un moderno cinturón retráctil le siga resultando desagradable, y parece ser que incluso innecesario (salvo por la multa), a un alto porcentaje de usuarios, ya sean conductores y no digamos pasajeros.

Otra clasificación es en función del tipo de accidente, y de la vía en la que se produce: sigue en cabeza la salida de la vía, que contabiliza el 41% de los accidentes mortales ocurridos en autovía, y el 42% de los que tuvieron lugar en carretera convencional. La colisión trasera –aislada o en cadena- supuso el 20% de los ocurridos en autovía, y la colisión frontal (por adelantamiento mal calculado o desplazamiento al carril contrario), el 28% de los acontecidos en vía convencional. Y el atropello (de peatones o de quien se ha bajado del vehículo sin protegerse debidamente) supone nada menos que el 15% de los accidentes mortales en autovía o autopista. Quedan como incógnitas un 24% de accidentes mortales por otras causas en autovía y un 30%, como suma de atropellos y otras causas, en carretera.

Pero incluso con ese hueco hay conclusiones interesantes: una, y muy preocupante, es que uno de cada siete accidentes mortales en autovía lo es por atropello. Y como peatones hay muy pocos en dicho entorno, la inmensa mayoría de víctimas es alguien que se ha bajado de un vehículo; y aquí se incluyen algunos agentes de la Agrupación de Tráfico en acto de control del tráfico o de asistencia.

Otra conclusión: una vez que hay salida de la vía, la probabilidad de que acabe en accidente mortal es exactamente la misma en autovía que en carretera (41% y 42%); o sea, que los márgenes de la autovía son igual de seguros (o inseguros) que de la una carretera (aunque la velocidad de salida es casi seguro más elevada en autovía). Lo que ocurre es que, como en autovía se cubren estadísticamente muchos más kilómetros, la salida ocurre cada muchos más kilómetros que en carretera. Pero comparativamente, la gente conduce lo mismo de seguro, o peligroso, en un tipo de vía que en otro, en cuanto a salirse del trazado. No obstante, ya hemos visto que la autovía, en cifras globales, genera 3,3 veces menos muertes que la ruta convencional, y ello a pesar de soportar un volumen de tráfico sin duda muy superior; luego es un tipo de vía mucho más seguro. Sólo faltaría que no lo fuese, con la diferencia de coste por kilómetro que tienen una y otra.

Más conclusiones, aunque éstas vuelven a no incluir los datos de Cataluña y País Vasco: ahora se trata de la causa de los accidentes. Y los porcentajes son los siguientes: 32% son atribuibles a la distracción (desde hace décadas ya lo venía yo señalando como factor nº1); 26%, a la velocidad inadecuada (mejor que decir excesiva, aunque lo inadecuado para un conjunto de coche/conductor puede no serlo para otro con un conductor más experto a los mandos); 12% al cansancio/sueño (ya me dirán cómo lo distinguen, si no hay testigos supervivientes, de la distracción); 12% al alcohol, y 11% a las drogas, que tienen un ascenso con el que pronto superarán al alcohol.

Y un detalle sublime al final del informe, que se remata con un largo epílogo denominado “Proyectos 2018”. En el cual lo primero que aparece es un listado de propósitos en distintas categorías, la primera de las cuales contiene, a su vez, cuatro elementos. Y el primero dice, textualmente: “Aprobación nuevo plan contra la velocidad, y publicación de instrucción de radares”. Luego hay dos dedicados al alcohol y drogas, y el cuarto dice: “Adquisición de drones para el control del tráfico”. Adviértase que, subliminalmente, la primera intención de todas para 2018 es ir “contra la velocidad”; no contra la excesiva, peligrosa o de alta contaminación y consumo. No, pura y simplemente, “contra la velocidad”. ¿Lo quieren Vds más claro?; a veces el subconsciente nos (les) juega estas malas pasadas.

Y vamos ya con el drama de la nevada durante el fin de semana de Reyes. Lo primero a señalar es que este problema es cíclico: desde finales del pasado siglo XX, habremos tenido del orden de al menos media docena de episodios similares. Y siempre con la misma característica y la misma consecuencia: que siempre nos coge en paños menores, y que el desaguisado no sirve en absoluto de escarmiento para la próxima vez, por lo que el ciclo se viene repitiendo una y otra vez “ad nauseam” desde hace quizás un cuarto de siglo. El asunto se puede enfocar bajo dos prismas: el político y el puramente técnico; los trataremos por este orden, ya que me parece más importante el segundo y es en el que pretendo hacer más hincapié. Lo de los políticos parece ser un problema sin solución por ahora (y quizás nunca); así que airear un poco las vergüenzas será suficiente, para centrarnos luego en “lo que de verdad importa” (como le gusta decir a Rajoy).

La primera reacción política o administrativa (a cualquier nivel: nacional, comunitario, provincial, local o de organismos varios) es la de no aceptar nunca responsabilidad alguna por lo que ha sucedido o está sucediendo. Así, en este caso concreto, hemos oído cómo se le echaba la culpa al empedrado, en este caso en forma de climatología adversa (¡toma ya!, ¿acaso no se trataba de una nevada y en invierno?); luego al sufrido usuario y contribuyente (es que no hacen caso de los avisos, y viajan sin ir preparados como para cruzar la Antártida); y finalmente a la empresa concesionaria. A la que es de suponer se le ha dado la concesión –y sobre esto parece que hay un problema pendiente en un tribunal europeo- tras haber verificado, sin lugar a dudas, que ofrecía garantías más que sobradas de poder hacer frente a situaciones similares, dada la cíclica repetición de las mismas. Todo esto, por supuesto, cuando se gobierna.

Pero si se está en la oposición, las responsabilidades se exigen al minuto siguiente de iniciarse (o más bien de conocerse) el problema; y se exige que sea como mínimo el Ministro del ramo, o incluso el Presidente del Gobierno, quienes den explicaciones, para personalizar el ataque (más que la búsqueda de soluciones para el problema) en una cara conocida que le reste crédito político al partido que por el momento ocupa la poltrona. Y ello aún sabiendo (o debiendo saber) que uno y otro no tienen ni pajolera idea del asunto, y que debería ser como máximo un Director General, o un Jefe de Departamento, quien diese explicaciones con conocimiento de causa.

Luego vienen las justificaciones emotivas: se ha estado trabajando (olvidan decir con cuantas horas de retraso) con plena dedicación y al máximo ritmo por parte de todos: Guardia Civil, Fomento, Unidad Militar de Emergencias, DGT, Emergencias del 112, Cruz Roja, la concesionaria, los Ayuntamientos y el lucero del alba. Como si en una emergencia similar no fuese esa la única manera aceptable de trabajar; al margen, claro está, del retraso en informar con suficiente antelación y en iniciar las actuaciones.

A este respecto hay un problema que creo entorpece muchos aspectos del funcionamiento de este país: la multiplicidad de Administraciones con autoridad sobre un mismo asunto, y sin que esté claro el orden jerárquico para impartir órdenes; y aparte está el coste económico de tal duplicidad. Así, por ejemplo, el Dtor. Gral. de Tráfico explicaba que abrían y cerraban el paso por la AP-6 (dando órdenes, a su vez, a la Agrupación de Tráfico de la G.C.) en función de lo que les informaban (o sea, dictaminaban) desde la concesionaria; que se supone se enteraba de lo que ocurría gracias a las garitas de peaje y las cámaras que, mejor o peor, cubren la autopista.

En fin, pasemos ya a los aspectos más técnicos, o simplemente reales, del asunto. Yendo por orden, todo empieza por el pronóstico climatológico; y hay que admitir que la Península Ibérica es realmente problemática a este respecto. Estamos en el pico sudoccidental de Europa, con mucha costa abierta a ni se sabe cuántas variantes de mar (Cantábrico, rías gallegas, Golfo de Cádiz, Costa del Sol y por lo menos dos zonas entre los Cabos de Gata y de Rosas). Y otro tanto respecto a los vientos, que pueden ser del Atlántico, nórdicos varios, africanos, tramontana y mediterráneos. Y con cinco cadenas montañosas de dirección Este/Oeste (Cantábrica, Guadarrama y Gredos, Montes de Toledo, Morena y Nevada, y la Ibérica en vertical).

Pero los actuales programas de previsión son cada vez más perfectos, y mal que bien, aciertan bastante; al menos en cuanto al tipo de fenómenos que se aproximan, y a su fecha. Lo que ya no está tan claro es si aciertan en cuanto a su intensidad; o si prefieren curarse en salud, a raíz de los dos o tres primeros atascos a los que antes hicimos referencia. Porque estamos bastante hartos -como alguien ya ha advertido en un comentario a la entrada de Javier Moltó sobre este tema- de pronósticos catastrofistas que luego resulta que no se cumplen. Personalmente, para mis recorridos de pruebas, a veces salgo (porque no me queda más remedio, por cuestión de tiempo) pese a un pronóstico muy adverso, para luego encontrarme con un día no diré que primaveral, pero muy aceptable para viajar. Y luego ocurre lo de “que viene el lobo”; hasta que, una vez entre muchas, viene de verdad.

Pero hay que admitir que, como país y como automovilistas, no estamos preparados para estas situaciones; y en parte es lógico, al menos como usuarios, y ya menos como Administración. Estos fenómenos tan fuertes se presentan sólo cada tantos años; y lo malo es cuando afectan no ya a los puertos de montaña (éstos suelen estar aceptablemente atendidos, al menos en la red principal), que o se pasan o no, y te ponen un cartelito o indicación luminosa con suficiente antelación. Lo malo es cuando la nevada intensa, y dicen que inesperada, cae en zonas de páramo de altitud media a bastantes kilómetros (10, 20 o 30) antes de atacar el próximo puerto. Pero estas zonas concretas ya se conocen –o deberían- después de tantos años.

Y si el pronóstico climatológico advierte –aunque sea con sólo dos o tres horas de antelación- que la nevada en ese páramo es inminente (y más de cara a la noche), y no se dispone de los suficientes medios para controlarla, hay que cerrar la vía antes del punto en el que se sabe de antemano que la cosa se va a poner fea. En este caso se debió hace en Villacastín, e incluso venir avisando desde Adanero de que se iba a cortar; para que la gente pueda incluso darse la vuelta, o al menos buscar cobijo en zonas habitadas y con instalaciones.

Lo que no se puede es dejar que pasen los coches y camiones para que se queden bloqueados, porque se sabe que se van a quedar; basta con que lo hagan un par de ellos, y ya está liada. Y luego la excusa de que entonces las quitanieves no pueden acceder; porque dichas máquinas deberían haber estado situadas, con antelación, dentro de la zona problemática, y empezar a trabajar sobre la marcha, y no esperar a enviarlas cuando ya hay medio o un metro de nieve.

El problema es mucho más de previsión e información que de medios técnicos; aunque éstos fuesen insuficientes en principio. Pero para cuando consiguió llegar la UME ya eran las dos de la madrugada, porque les habían avisado a las 23.30, cuando la cosa ya estaba liada desde las 18.00. Y dejar que la decisión de pasar o no pasar quede en manos de la concesión, que a su vez informa a la DGT de si se corta o no, tiene el peligro (entre otros) de que decida que pasen coches, para cobrar más peajes, antes de que el tráfico se colapse, y de que luego (ya tarde) le obliguen a abrir las barreras para que se pase gratis (y encontrarse el atasco poco después). Y luego, ya ni siquiera se llega al peaje, pues el tapón está más abajo.

Las cuestiones de máxima seguridad no pueden delegarse. Una cosa es la Explotación (cobro de peajes) y el Mantenimiento de la infraestructura (pavimento, pintura, señales y marcos luminosos); y muy otra la seguridad del ciudadano en momentos críticos. De no ser así, ¿por qué sigue siendo la Agrupación de Tráfico quien patrulla las autopistas de peaje, y la DGT quien instala radares, y ambos multan? Porque si en otros campos (¡incluso en los aeropuertos!) se admite que haya guardas jurados de empresas privadas de seguridad, ¿por qué aquí no hacer lo mismo? Luego no es igual; una cosa es Explotación y Mantenimiento, y otra Seguridad.

Por otra parte, hay que asegurarse, al dar una concesión, de que el receptor garantiza la absoluta suficiencia de medios técnicos y personales para hacer frente al buen funcionamiento en circunstancias normales, e incluso en emergencias de baja intensidad. Pero parece que Iberpistas presentó hace poco un ERE que afectó al 29% de la plantilla (información en una tertulia televisiva), y subcontrató el servicio de la maquinaria de limpieza (lo que incluye quitanieves). Pues esto debería estar controlado por el Gobierno, como responsable último de nuestra seguridad. En esta autopista parece ser que, en el último ejercicio, hubo un beneficio de 66 millones de euros; y luego bien que lloran cuando en otros trazados pierden o, al menos, no ganan. Y entonces pretenden revertir las concesiones al Estado, sin cumplir los plazos acordados en la concesión.

Lo ideal sería que en los grandes itinerarios susceptibles de sufrir estos problemas, hubiese suficientes quitanieves para situar una pareja (en autovías) o una máquina (en convencional) en tramos de 5 a 10 km, haciendo ida y vuelta limpiando todo el ancho; con el tráfico pasando inmediatamente por detrás de las máquinas. Y al menos al paso relativamente lento de éstas, la nieve no llegaría a acumularse, sobre todo en fechas de tráfico intenso, como este fin de semana. Y si no hay medios suficientes, o si la nevada es tan terrorífica que se espesa más rápido de lo que máquinas y tráfico consiguen eliminar, pues se cierra, como hemos dicho antes. Pero todo y a tiempo antes de dejar que los coches lleguen a la zona imposible de transitar, y se produzca el dramático atasco que hemos sufrido.

Y lo que tampoco se puede pedir, y menos a nivel nacional, es que el usuario medio cambie de Noviembre a Marzo a neumáticos de invierno (¿y dónde guarda el juego que no utiliza?; pues no todo el mundo tiene un trastero). Tan sólo en zonas rurales y con nevadas habituales, donde las quitanieves no llegan o son el último punto que atienden, es razonable esto, y mejor aún en un 4×4. Pero en conjunto no somos centroeuropeos y mucho menos escandinavos; aquí vienen los turistas de dichas zonas precisamente por nuestro clima soleado, por nuestra gastronomía, incluso nuestro folklore y sobre todo, por lo simpáticos y guapos que somos.

Así que no vamos a convertirnos ahora (aunque cada cual haga lo que quiera) en unos buenos clientes del neumático “all seasons”, del M+S de “todo tiempo”, o del M+S con montañita y copo de nieve. Personalmente, prefiero mucho más rodar con un buen neumático de verano, a ser posible de carácter deportivo (goma más blanda), que también son muy buenos en mojado (en no siendo del tipo radical “street legal” con poco dibujo), ya que en un 90% del tiempo rodaré sobre seco. Y cuando llegue la nevada gorda, me da igual; no pasaré porque antes ya se habrán encargado otros de bloquear la carretera. Y si la han limpiado las quitanieves, con cuidadito pasaré igual que los que lleven neumáticos muy especiales. Es cuestión de opciones.