Sabido es que el viejo refrán de que “cada cual arrima el ascua a su sardina” tiene validez para las más diversas situaciones y actividades del ser humano. Y también para las tecnologías, aunque no sean ellas mismas las que compitan por reposicionar las brasas, pero sí lo hacen sus valedores. Y esto es lo que he observado cuando, en el plazo de unas pocas semanas, he recibo tres comunicados, informaciones o estudios (según la mayor o menor credibilidad que se les conceda) relativos a los distintos tipos de fuente energética para la impulsión de los automóviles. Hacían referencia al grafeno por la parte eléctrica, y tanto al gasóleo como al gas natural comprimido (GNC) –o sea metano- por lo que respecta a los hidrocarburos. Y como es lógico, en cada uno de los textos se cantaban las alabanzas de los respectivos tipos de almacenamiento energético, y de su utilización.

Ello me recordó que, hace exactamente un par de años, estuve en Italia para una toma de contacto con el Fiat 500 propulsado por este último combustible, y que dentro de unas pocas semanas voy a tomar posesión de un Seat León 1.4-TGI, que también tiene un funcionamiento híbrido con gasolina y gas natural. Así que entre todo ello, más la actual moda de la miniaturización de los motores de gasolina turboalimentados -puesta en cuestión por los resultados de los motores Mazda Sky-Active-, puede ser el momento de darle un repaso a la situación. Dejando constancia de que, en gran parte de esta entrada, seré un simple transmisor de las informaciones recibidas; cuando opine por mi cuenta, procuraré dejarlo bien claro, para deslindar informaciones externas de opiniones propias. Y se agradecerán aportaciones sobre el tema, tanto si son a su vez meras opiniones, como informaciones semejantes o más profundas que las que yo voy a transmitir.

LA GASOLINA

Empezaremos por la gasolina, y este capítulo es exclusivamente de opinión propia, ya que es el único combustible sobre el que no he recibido ninguna información específica. En cuanto al producto en sí, parece haberse llegado, desde hace algunos años, a una especie de “status quo” bastante estable. En Europa, que es lo que nos toca más de cerca, tenemos las dos variantes de octanaje de 95 y 98; aunque en surtidores puntuales se pueden encontrar de 100 o más. En cuanto a limpieza de los gases de escape, no parece que haya mayor diferencia entre una u otra gasolina; es cuestión de que la de 98 es la adecuada para los motores de alta compresión o alto soplado del turbo. Claro que, con los sensores de detonación disponibles, para casi todos los motores de mayor rendimiento se advierte que puede utilizarse gasolina de 95, pero a costa de admitir una cierta pérdida de rendimiento (o sea, que se retrasa el punto de encendido). Es decir, que lo suyo es la de 98; pero que, al menos, no escachifollas el motor por ponerle la otra, como podía ocurrir décadas atrás, salvo que manualmente retrasases el encendido girando un poquito el distribuidor.

Respecto a la limpieza de los gases en sí, tampoco parece que haya mucho a ganar, a condición de que la gasolina llegue bien limpia y sin contaminación de la destilería a la bomba de suministro. Si la combustión es buena, casi lo único pernicioso que se genera –o debería generarse- es CO2, en proporción exactamente directa al combustible quemado. Si la mezcla es rica en exceso, o la combustión mala (bujía sucia, voltaje insuficiente, cámara mal diseñada), puede generarse CO, por una combustión incompleta de la gasolina, o por escasez de oxígeno. Pero el catalizador se encarga, al menos teóricamente, de solucionar esto, reconduciéndolo de nuevo hacia CO2. Dependiendo del origen del crudo y la perfección del refino, podría haber algunos componentes, del tipo de aminas aromáticas y cosas por el estilo, que generasen emisiones indeseables, pero en muy pequeña cantidad. De modo que, genéricamente, el mayor y casi único problema del motor de gasolina está en su rendimiento, y en el consumo que del mismo se deriva.

Y aquí es donde nos encontramos con el actual nudo gordiano: ¿turbo miniaturizado, o atmosférico de alta compresión, con distribución ampliamente variable? Por supuesto, lo de miniaturizado está en función de la potencia total que busquemos conseguir: un 1.6 Turbo V6 no se puede considerar como miniaturizado para un turismo medio en una gama actual, pero sí lo es para la Fórmula 1, ya que buscamos obtener de él del orden de 600 CV. Pero la actual tecnología de la miniaturización está basada en un concepto altamente discutible, por no decir viciado; que casi siempre se cumple, pero no siempre. Y es que el motor de un vehículo de turismo de uso particular –incluso aunque sea de una potencia muy discreta- no se solicita a fondo más que en un porcentaje muy bajo del tiempo total de utilización.

La clave de la miniaturización reside en disminuir rozamientos parásitos (tendencia al tricilíndrico) con componentes de menor tamaño; y trabajar con menor cilindrada a presiones de combustión internas más elevadas, para conseguir mejor rendimiento térmico. Se trata, pues, de jugar con la longevidad de los componentes (pistones, válvulas, casquillos, bulones, cigüeñal) pero sin llegar al límite destructivo; el actual motor miniaturizado aguanta tirones puntuales de plena potencia a presiones muy altas, pero mientras sea durante períodos cortos de tiempo, y de forma esporádica a lo largo de toda su vida. En este sentido, tanto la mejora de la aerodinámica de los coches como las casi universales limitaciones genéricas de velocidad han venido a facilitar la tarea, ya que los cruceros legales actuales se pueden mantener utilizando un porcentaje muy discreto de la potencia total disponible. Pero esto es jugar con el cálculo de probabilidades.

Ejemplos de las catástrofes que pueden ocurrir cuando las condiciones de utilización se salen del promedio: a muchas furgonetas diesel de reparto rápido nocturno (prensa o mensajería urgente) se les instalaban hace tres décadas turbos por cuenta y riesgo del usuario, fuera de garantía; los motores caían como moscas. Claro que se puede buscar la excusa de que eran modificaciones que iban más allá del proyecto original del motor. Pero hubo otro ejemplo: el ya de origen turbodiesel VM 2.5 italiano se instalaba indistintamente (entre otros varios vehículos) en el Range-Rover y en el Alfa-Romeo 155. En el primer caso, era muy frecuente que apareciese una grieta en la culata entre las válvulas de admisión y escape, al entrar a repostar y parar el motor (que venía “echando bombas”) tras de un recorrido largo casi a fondo (aerodinámica muy desfavorable y mucho peso). Nunca oí hablar de ese problema en el caso del 155, por la sencilla razón de que pisando a fondo se ponía bien por encima de 200 km/h con bastante facilidad; aquello ya era “mucha tela” y había que levantar el pie. Cuestión del porcentaje de uso a muy alto rendimiento en un caso u otro.

Por el contrario, el atmosférico clásico de gasolina (y también el diesel) sí estaba planeado para una utilización intensiva. Tanto un 600-D (con el radiador limpio, la trampilla inferior bien abierta y las correas en buen estado) como un Renault 8, aunque fuesen cargados a tope (o sea, por encima de lo especificado) hacían un viaje largo con el pie hasta la tabla –porque de lo contrario no andaban- sin el menor problema. Claro que con índices de compresión de 8:1 o menores, y consumos específicos mucho más altos que ahora. Y no digamos nada del incansable “Escarabajo” 1.3 con su eterno motor de 34 CV. Pero Mazda ha venido a trastocar esta teoría del turbo miniaturizado con su tecnología SkyActive aplicada, por el momento, a motores de 1,5 y 2 litros de cubicaje. La receta: compresión geométrica de 14:1, modulada por una distribución de variación muy amplia, que convierte su ciclo real en uno del tipo Atkinson/Millar, y un estudio muy profundo de las cámaras de combustión.

Cierto que un Mazda atmosférico no tiene la comodidad de uso del turbo, con el patadón en baja al que hace ya tiempo nos acostumbró el turbodiesel, y que ahora también lo tienen (en proporción a su cubicaje) los turbos de gasolina. Pero a cambio tiene una suavidad de manejo que el conductor con experiencia y afición agradece; y sobre todo, igual o incluso mejor economía, al menos en nuestro recorrido de carretera. Y dudo mucho que en tráfico mixto de ciudad y alrededores las tornas se inviertan, sino más bien se acentúen en el sentido que ya conocemos, puesto que los turbos tienden a incrementar su consumo en las fases transitorias de aceleración.

Así pues, las soluciones de la gasolina para el futuro parecen ser dobles: el turbo miniaturizado por un lado, porque no parece probable que toda la industria se vaya a pasar con armas y bagajes a la tecnología propuesta por Mazda después de todo lo que han invertido en la suya propia (y también por orgullo, por más que hayan quedado un tanto en evidencia). Y por otro lado está el atmosférico al estilo Mazda, que acabaría de quedar “redondo” aplicando la doble inyección directa/indirecta que promovió Lexus/Toyota, y a la cual algunos más ya se van adhiriendo.

Porque lo ideal es utilizar inyección directa para el arranque en frío (la gasolina no se vuelve a condensar en el colector de admisión) y plena potencia (mejor refrigeración de la cámara de combustión), y la indirecta para el funcionamiento en caliente a cargas parciales, dando más tiempo a que la gasolina se mezcle más íntimamente con el aire en el colector, en el torbellino que se forma al pasar por la válvula de admisión, y en los de tipo “tumble” o “swirl” que puedan inducirse mediante el ángulo y posicionamiento del colector respecto al eje del cilindro; o incluso mediante válvulas de mariposa situadas en el propio colector de admisión. Cierto que la doble inyección complica y encarece un tanto el motor; pero desde luego, mucho menos que la complicación –incluso estructural- que supone la aplicación del turbo.

DEFENSA DEL DIESEL

Seguiremos con el otro combustible de los dos más universalmente utilizados en automoción: el gasóleo. El ciclo Diesel tiene una ventaja inicial respecto al Otto: su mejor rendimiento energético. Todo empieza porque el combustible en sí es más denso (el litro de gasóleo pesa un 10% más que el de gasolina, con un peso específico del orden de 0,82 frente a 0,74/0,75); y luego viene lo de la mayor relación de compresión (excepto para el Mazda SkyActive); que también se mantiene en los turbos, ya que en los diesel suelen soplar a mayor presión que en los gasolina. Y se cierra el capítulo de ventajas con que, incluso gramo por gramo, tiene mayor contenido energético que la gasolina.

Pero esa cara tiene a cambio una cruz importante: sus gases de escape contienen, previo a un eventual tratamiento posterior, múltiples productos nocivos. Porque la combustión Diesel es menos perfecta o, si se prefiere, más dificultosa de realizar a la perfección, que la de ciclo Otto. Porque la gasolina es mucho más volátil y, a las altas temperaturas debidas a la compresión, tiende a gasificarse y mezclarse con el aire de modo casi molecular; mientras que al gasóleo le cuesta mucho más, y tiende a quedarse en suspensión en forma de una niebla de microgotitas, cuyo núcleo interno no siempre llega a quemarse debidamente, dando lugar a lo que ahora se ha dado en llamar partículas, y antiguamente se denominaba de forma mucho más explícita como humo, hollín o carbonilla (o sea, el carbono del gasóleo que no ha llegado a combinarse con el oxígeno del aire). Por otra parte, y como en la gasolina, también puede haber un mínimo porcentaje de “inquemados” de otros productos marginales que acompañan al gasóleo, y que no han podido ser totalmente eliminados en e proceso de refinado.

El problema de conseguir la máxima nebulización del gasóleo se ha ido resolviendo con sistemas de inyección cada vez más sofisticados, que se apoyan en dos elementos básicos: presión, y orificios muy pequeños en los inyectores. En cuanto a presión, la actual y casi universal common-rail ya ha alcanzado en algún caso los 2.000 bar, partiendo de los 1.300 que tenía en su primeros balbuceos; ya está muy cerca de los casi 2.200 que tenía la de bomba-inyector de VW, que era menos elástica en cuanto a multiplicidad de inyecciones por ciclo durante el arranque en frío (al margen de ser muchísimo más complicada mecánicamente, y más cara). Respecto a los inyectores, hoy estamos con seis a nueve orificios por inyector, de un diámetro microscópico, que ya emiten un chorro tan fino que está bastante próximo a un estado prácticamente gaseoso. Al contrario de lo que ocurre con la gasolina, a carga parcial el diesel no tiene problemas de generar CO, ya que como siempre trabaja con admisión de aire completa (de lo contrario no se conseguiría temperatura suficiente para la combustión), hay oxígeno de sobras para quemar, teóricamente al menos, todo el gasóleo que se vaya a inyectar. El problema de la combustión incompleta, y también de los NOx, se presenta cuando se trabaja a plena carga.

Porque todavía hay otro problema, y todavía mayor. En química hemos estudiado que el nitrógeno es un gas inerte, pero esto sólo es cierto del todo a temperatura ambiente e incluso bastante por encima de ésta; pero a la temperatura que se alcanza en una cámara de combustión metálica y ya caliente, más la compresión de entre 14:1 (como mínimo) y 23:1 (en los tiempos de la pre-cámara tipo Comet-Ricardo V), y luego el incremento al iniciarse la inyección y realizarse la combustión, el nitrógeno ya no es tan neutro, y puede combinarse con el oxígeno para generar óxidos (nitroso y nítrico). Los cuales son bastante dañinos, más que el CO2 por supuesto, e incluso más que el CO; la pelea de máxima nocividad la tienen con las partículas e inquemados. Por ello un turbodiesel moderno y potente acaba llevando tres tipos de filtros: catalizador de oxidación para inquemados y CO (a plena carga sí se puede generar), filtro para partículas, y filtro (llamado trampa en traducción dudosa del “trap” inglés) para los NOx, que puede ir reforzado con la adición de urea del famoso aditivo AdBlue.

Y no se acaban ahí los problemas del diesel: uno muy malo, pero este de imagen, es debido a los motores más antiguos que todavía siguen rodando, y cuya limpieza de gases de escape está a leguas de distancia de la de uno moderno y nuevo. Y en consecuencia, las estadísticas de la contaminación debida al tráfico resultan perjudicadas a causa de estos “dinosaurios”. Y entramos en los datos facilitados por el análisis al que hice referencia al inicio de la entrada; análisis que trata de exponer los enormes avances conseguidos por el diesel en el último cuarto de siglo. Desde 1990 la emisión de partículas (básicamente hollín) ha desaparecido en un 99%; actualmente es poco más que testimonial en un motor nuevo. Gracias a los diversos filtros, actualmente se elimina el 96% de las nanopartículas (las de mínimo tamaño), el 100% de las de mayor tamaño (hollín), y el 98% de los NOx. Y eso que todavía son pocos los coches que utilizan la “trampa” o catalizador tipo SCR (con AdBlue de urea), porque debido a su discreta potencia, a ellos todavía no se les exige. Los SkyActive de Mazda, incluso el 2.2 de 175 CV, cumplen Euro-6 sin necesidad no ya de AdBlue, sino ni siquiera de trampa para Nox; les basta con el catalizador de oxidación y el filtro de partículas.

De todos modos, la diferencia entre diesel y gasolina tampoco es tan grande en la exigencia legal respecto a los NOx: según Euro-6, al diesel se le exige menos de 80 miligramos por kilómetro, mientras que al gasolina, le basta con emitir menos de 60; la proporción de 4 a 3 tampoco es como para demonizar a uno por comparación con el otro. Y ahora un dato de Madrid, en concreto: a pesar de la crisis –que por una parte ha perjudicado porque los coches están peor mantenidos, pero por otro lado está dando lugar a que se ruede algo menos- la media anual entre 2011 y 2014 ha bajado de 45 a 35 microgramos por m3 de aire, y aquí entra todo lo que rueda y contamina el aire de un modo u otro. Pero se supone que la mayor parte del mérito de esta mejora corresponde al tráfico, ya que el resto de las fuentes de contaminación (básicamente calefacciones, industria y uso doméstico) estaban bastante estabilizadas en ese corto período de tiempo. Y el mismo dato visto con otra perspectiva: en 2011, de 15 estaciones de control, 11 sobrepasaron en algún momento los límites admitidos; en 2014, sólo lo hicieron 6 (las situadas en zonas de tráfico más conflictivo, se supone).

En cualquier caso, y esto vale lo mismo para los más modernos y los que no lo son tanto, el diesel tiene un problema de mantenimiento: si no está todo en perfecto estado, los niveles de emisiones se disparan. Y según los métodos de controlarlas se perfeccionan, también aumenta su grado de sofisticación, y su propensión al mal funcionamiento. Por ello, las inspecciones tipo ITV tendrán que afinar mucho en los próximos años; lo cual puede llevar a que se acelere la actual tendencia, que ya ha comenzado a advertirse tímidamente, de una disminución en la matriculación de vehículos diesel, en favor de un resurgimiento de la gasolina.

Y un último dato, que me permito traer aquí por pura satisfacción personal; así que los que quieran tacharme de presuntuoso ya pueden ir afilando sus cuchillos. Pero el caso es que el ADAC (Automóvil Club alemán) ha comunicado los resultados de consumo transmitidos por sus centenares de miles de socios; y el resultado es que los diesel consumen, en l/100 km, un 25% menos que los de gasolina. Por lo que, dándole la vuelta al porcentaje, quiere decir que los de gasolina consumen un 33,3% más. Y da la casualidad –prefiero pensar que no lo es- de que en varias ocasiones ya he comunicado que el resultado global de las pruebas realizadas en el recorrido cuyos resultado se vienen publicando asiduamente en este blog desde hace cinco años, arroja para este último porcentaje un resultado de exactamente un 31,7%.

Es decir que, con un mínimo desfase de un 1,2%, los resultados del ADAC alemán vienen a confirmar los que aquí conseguimos; así que, al menos, sí puedo presumir de que el escalonamiento de resultados (que creo valida de forma global la seriedad de la prueba) es el mismo en mi prueba de carretera que en el conjunto de la utilización del parque de coches en Alemania. No sé si serán muy distintas las condiciones de utilización y tráfico entre mi circuito y el conjunto de ciudad y carreteras alemanas; pero lo que aquí se analiza es la proporción entre un combustible y otro, y es razonable suponer que dicho escalonamiento debería ser bastante similar tanto en uno como otro caso. Y es lo que los datos han venido a confirmar.

EL GAS NATURAL (Metano)

Por supuesto que los dos grandes protagonistas del aporte energético para la automoción siguen siendo, hoy por hoy, la gasolina y el gasóleo; pero progresivamente van surgiendo rivales que cada vez reclaman un trozo más y más grande en el reparto de la tarta. Desde hace ya varias décadas, el alcohol (metílico y/o etílico) viene teniendo un comportamiento como el de los Ojos del Guadiana: aparece, desaparece y reaparece en función de las políticas económicas de plantación de biomasa, fundamentalmente de la caña de azúcar en Brasil (también la remolacha en otras latitudes, como la nuestra). Recuerdo haber estado en Río de Janeiro en uno de los momentos gloriosos de la sustitución de la gasolina por el alcohol, y la ciudad entera olía como un bar gigantesco en el que se expendiese licor “de garrafón” poco menos que con manguera de bomberos.

Pero el alcohol tiene diversas contraindicaciones, de las cuales la menor no deja de ser el contrasentido de plantar algo para al final acabar quemándolo, cuando hay otros combustibles que ya están ahí, en la Naturaleza, desde hace millones de años. ¿No es más lógico plantar algo para alimentar a los siete mil millones de personas que pueblan el planeta, o a los animales que nos sirven y/o nos alimentan, que para quemarlo directamente? Por otra parte, el alcohol tiene un bajo poder calorífico, los consumos resultan muy elevados y la autonomía de los vehículos es corta (salvo poniendo depósitos más grandes, claro); y además reseca todos los componentes por donde pasa, sean juntas, tuberías o asientos de válvulas.

Otra alternativa a los dos hidrocarburos líquidos clásicos, dentro de seguir trabajando con el motor térmico, son los hidrocarburos gaseosos, bien comprimidos pero todavía en fase gaseosa, o bien licuados a mayor presión (y conservados a menor temperatura, en algunos casos). Aquí tenemos dos alternativas: los gases derivados del petróleo (básicamente butano y propano), y su primo hermano el metano o gas natural, que ya lo tenemos embolsado en grandes cantidades en el subsuelo; o sea, lo mismo que el petróleo, pero en forma gaseosa y mucho más limpio de eventuales impurezas.

En función de medidas similares a las que empujaron o siguen empujando a ciertos países hacia el alcohol, en cada país se ha volcado al mercado hacia uno u otro tipo de gas. En la inmensa mayoría de los casos, el funcionamiento es del tipo Bi-Fuel con gasolina, dado que todavía la red de distribución de estos gases no está tan extendida como la de los hidrocarburos líquidos a presión ambiental, y hay que conjurar el peligro de quedarse tirado por falta de un punto de repostaje lo bastante próximo. En España, y desde hace décadas, los taxis han funcionado con el GLP (gases licuados del petróleo), primero en bombonas y finalmente adaptando depósitos robustos y presurizados.

En cambio, en otros países como fundamentalmente Italia, hace ya años que la elección se volcó hacia el gas natural, ya fuese comprimido (GNC para nosotros) o incluso licuado y a mayor presión (GNL). Las ventajas del gas natural son múltiples, y empiezan porque ya está en la naturaleza en un estado casi adecuado para su utilización; en cambio, el GLP debe pasar primero por una refinería. Lo cual no es mayor problema, ciertamente, puesto que aparece simultáneamente a la obtención de gasolina, gasóleo y otros subproductos de la destilación del crudo. Por otra parte, y lo mismo que el GLP, el metano tiene una utilización más elástica que los hidrocarburos líquidos, ya que se presta a su utilización en consumo doméstico (en bombonas), en instalaciones domésticas más potentes (depósitos exteriores, que también pueden ser de gasóleo, ciertamente), en calefacción de grandes bloques de edificios y en la industria. Con la ventaja, en todos los casos, de que su combustión es mucho más limpia.

Esto último es particularmente importante en automoción; en concreto, el gas natural tiene la combustión más limpia de todas (más que el GLP), y prácticamente no deja más residuos que vapor de agua y CO2. Por otra parte, su poder antidetonante es de 130 octanos, lo que permitiría índices de compresión altísimos, sin necesidad de jugar con el ciclo Miller/Atkinson como en el Mazda SkyActive. Pero ello imposibilitaría hacer un uso híbrido con gasolina, ya que ésta no funcionaría con tal compresión; salvo que se modificase la gestión de la distribución al cambiar de carburante, trabajando con alta compresión para el GNC durante prácticamente toda la gama de regímenes y cargas. Por otra parte, si el motor fuese turbo, esto podría hacerse utilizando la gestión de soplado, subiendo y bajando la presión máxima del mismo en función del combustible.

Es cierto que su poder calorífico es también algo inferior al de la gasolina y sobre todo el gasóleo, que sigue siendo el líder en energía por gramo. Pero a cambio, lo cierto es que los actuales motores que funcionan con GNC ya cumplen sin problemas las normas de emisiones de 2020, y sin necesidad de tratamiento de los gases de escape; de no ser porque este tratamiento es necesario para cuando funcionan con gasolina.

Hasta aquí las evidentes ventajas del GNC como combustible para la automoción; ventajas que serían todavía mayores, en cuanto a autonomía y total independencia de la gasolina, si se pasase al GNL (licuado); pero esto exigiría depósitos blindados para soportar presiones muy superiores (actualmente 20 bar), y quizás térmicamente aislados para prolongar la duración de la fase líquida. Pero quedémonos en el GNC, por el momento; el cual tiene otra aplicación muy interesante: ser quemado con un alto rendimiento en centrales térmicas, para generar electricidad (mediante turbinas de vapor), que a su vez puede utilizarse para recargar coches eléctricos o híbridos, cerrando así el círculo de utilización en automoción (lo mismo que el fuel-oil, pero con una combustión mucho más limpia).

Por otra parte, su transporte a largas distancias por gaseoductos, es más sencilla que la del petróleo por oleductos, ya que su mayor fluidez no exiger tanta estaciones intermedias de bombeo como para el petróleo, muchísimo más viscoso. De hecho, ya existen en el mundo instalaciones de gaseoductos de miles y miles de kilómetros que funcionan a la perfección; descontando, claro está (y lo mismo que para los oleoductos) los posibles actos terroristas y la maniobras geopolíticas de ahora te cierro el grifo y ahora te lo vuelvo a abrir (Rusia parece ser experta en esto último).

De todos modos, la distribución geoestratégica de los yacimientos de gas natural está más equilibrada que la del petróleo; sobre todo pensando en los intereses europeos, que es donde nos ha tocado vivir. Con el actual nivel de consumo energético, África, Rusia (incluyendo Siberia) y Oriente Medio son excedentarias, y por tanto podrían ser exportadoras; América, en su conjunto Norte/Sur, estaría en situación neutral; mientras que la zona Asia/Pacífico cubriría sus necesidades al 80%, y Europa sólo al 50%; mucho mejor, en cualquier caso, que con el petróleo. El transporte podría hacerse utilizando los actuales gaseoductos, ya muy extendidos; y mejorando su eficiencia manteniendo la actual presión de 200 bar, pero con el metano licuado y refrigerado a -160ºC; por lo visto, compensa montar estaciones intermedias de refrigeración, ya que la cantidad en peso transportada por hora es mucho mayor.

En Italia lo almacenan de mitad de primavera a mitad de otoño en los antiguos yacimientos de gas ya vacíos de la propia Italia; para hacer frente al incremento de suministro que tiene lugar al llegar la época más fría, ya que las calefacciones domésticas tiran mucho de este consumo. Según la experiencia italiana, y volviendo al aspecto de utilización en automoción, es más importante el apoyo (oficial o privado) para crear redes de distribución que las ayudas directas fiscales a su consumo; allí ya tenían, hace dos años, 953 estaciones de servicio que almacenan el gas natural en depósitos subterráneos a 250 bares de presión, la cual se rebaja a los 20 habituales para suministrarlo al vehículo. Cerraremos el tema con los cálculos de la petrolera BP: según tales cálculos las reservas actuales de petróleo crudo son suficientes para los próximos 146 años, mientras que las de gas natural dan para 232 años, a los niveles actuales de consumo.

EL GRAFENO

Y vamos ya con la última variación: la tracción eléctrica. La cual tiene básicamente dos vías: la célula de combustible de hidrógeno (tecnología algo parada, o al menos sin generar noticias en los últimos tiempos), y la acumulación en baterías. Y es aquí, cuando llevamos muchos años atascados por el recurrente problema de tamaño, peso, lentitud de recarga, escasa autonomía, precio y reciclaje, donde parece que empieza a vislumbrarse cierta luz al final del túnel. Y todo gracias a la “materia de Dios”: el grafeno, que en la segunda mitad de 2014 y lo poco que llevamos de 2015 parece haber cogido impulso, o al menos mayor protagonismo.

A juzgar por todo lo que nos cuentan de él, el grafeno es la bomba, la repera, el no va más, el arma absoluta (y además, para casi todo). Se trata de una más de las muchas variante alotrópicas del carbono, en este caso en forma de una lámina del espesor de un simple átomo, dispuesta en una estructura de conexiones hexagonales, y cuyas cualidades parecen ser asombrosas e inagotables. Es flexible, transparente, superconductor eléctrico, y unas 200 veces más resistente que el acero; por supuesto, se puede amontonar en múltiples capas. Sus aplicaciones son innumerables, empezando por la electrónica y acabando por la fabricación de prótesis.

El grafeno es un descubrimiento moderno, pero tampoco de ayer a la mañana: fue descubierto hace once años por dos investigadores rusos, pero que trabajaban en la Universidad de Manchester; les dieron el Premio Nobel en 2010. Y a partir de ahí las cosas empezaron a dispararse; pero lo más curioso es que España está actualmente a la cabeza en cuanto a producción e industrialización del grafeno. Según he podido recopilar –porque los datos son discordantes según las múltiples fuentes- todo empezó porque un empresario murciano se lió la manta a la cabeza y apostó por el nuevo material; entró en contacto con las Universidades de Castilla-La Mancha y de Córdoba, y el resultado (simplificando las cosas) es que ahora parece que hay una fábrica de grafeno en Yecla (Murcia), otra en Ciudad Real, algo de investigación en Córdoba, y como resultado, se están ya fabricando baterías en plan bastante más que experimental, y enviándolas a distintos fabricantes europeos de automóviles. La empresa Graphenano que fabrica el grafeno, tiene 90% de capita español y 10% alemán, y se acaba de crear otra (Grabat Energy) que ya se centra en las baterías de dicho material.

Porque el aspecto del grafeno que aquí nos interesa es lo que puede aportar a las baterías para automoción eléctrica, al margen de lo que haga para los teléfonos celulares. Y lo que aporta es revolucionario: las actuales baterías de iones/litio tienen una densidad energética del orden de 130 a 220 Wh/Kg, mientras que las de grafeno la triplican, con 600. Pero eso no es todo, ni mucho menos: el grafeno admite sobrecargas sin problemas y no tiene efecto memoria que disminuya su capacidad; su velocidad de carga y descarga es casi instantánea, y para 1.000 km de autonomía en un automóvil podría hacerlo en ocho segundos. Claro que no existe instalación que sea capaz de recargar a dicha velocidad; pero sí podría hacerse, y al 100% de su capacidad, en cuestión de unos pocos minutos. Por otra parte, el peso es la mitad que en la de iones/litio, su vida útil se calcula en más del doble (sin perder capacidad), y salen a la cuarta parte de precio.

Pero no todo es de color de rosa; un problema es que este cátodo de grafeno tiende a ser inestable en su forma, se va ondulando y varía de volumen. Todo esto habría que controlarlo antes que pudiera pasarse a la industrialización masiva. Y también es un problema la obtención del grafeno puro en cantidades industriales; como en todo lo relativo a la electrónica, las posibles impurezas en los materiales disminuyen mucho la eficiencia.

Y así es como están las cosas, por el momento. Las diversas tecnologías tienen su defensores y sus detractores; pero en lo que sigue pareciendo que hay consenso es que “en los próximos veinte años” el motor térmico de explosión seguirá siendo el protagonista principal; y la frase se sigue repitiendo, siempre igual, desde hace años y años. Recuerdo lo que, con ocasión de la presentación del motor 1.6-dCi de Renault, me dijo en un aparte un ingeniero francés de la petrolera Total, que colaboraba en la presentación: “A nosotros nos da igual vender nuestros productos (derivados gaseosos, líquidos y semi-sólidos del petróleo) para cualquier tipo de utilización. Pero el destino más noble del derivado líquido del petróleo es ser quemado en automoción. La facilidad, rapidez, limpieza y seguridad de su transporte está acreditada; las redes de distribución y suministro, repartidas de forma capilar por todo el mundo; y la rapidez del repostaje y la autonomía tras del mismo no tienen rival. Y la materia prima la tenemos ahí, en el subsuelo; producto de una energía solar que, hace millones de años, hizo crecer unos bosques que luego quedaron enterrados y se convirtieron en petróleo crudo”.

Palabras que también podrían aplicarse al metano, aunque con matices (no es lo mismo repostar y utilizar un depósito de líquido a presión ambiental, que el de un gas comprimido a 20 bares). En cuanto al grafeno, todavía está en fase experimental, y pasarán unos cuantos años (a saber cuántos) hasta que veamos estas baterías aplicadas de forma masiva. Y por lo que respecta al hidrógeno, como ya se ha dicho, parece que estamos en la situación que los franceses denominan como de “impasse”.