El pasado lunes 21 por la tarde me llamó Ricardo “Rizos” Muñoz por teléfono desde la redacción de Motorpress y me dio la noticia: ha fallecido Eduardo Villacieros; le pasé algunos datos para publicar una nota y al día siguiente tuve que salir para un viaje de tres días, del que volví el jueves, ya de noche. El viernes 25 me llamó Juan Ignacio Villacieros, uno de los hermanos de Eduardo, para decirme que el funeral iba a ser al día siguiente, el sábado 26 por la mañana. Me resultó imposible acudir, ya que tenía que salir a realizar una de mis pruebas con un coche que había que devolver el siguiente lunes, y el sábado era el único hueco con una climatología no demasiado adversa para realizar el recorrido; al acabar éste, era ya demasiado tarde. Pero no para el montón de recuerdos que, desde el primer momento de la noticia, me han ido pasando por la cabeza durante los diez días transcurridos hasta ponerme ante el teclado.

Creo que ésta es la primera necrológica que escribo; no ya en este blog, sino en toda mi vida. Hace ya muchos meses, en este mismo espacio, hice una semblanza de otro personaje del automovilismo español, Polo Villamil, pero no es lo mismo; en aquel caso, el fallecimiento había sido hacía ya casi 40 años, y en éste acaba de suceder. Uno era ya historia, y el otro, de plena actualidad. Conocí a Eduardo Villacieros muy a finales de los 60s, y durante década y pico trabajamos hombro con hombro tanto en temas periodísticos como de mecánica, ya fuese de cara a la competición, preparaciones o investigación. Y es que, en aquellos tiempos, lo uno iba casi indisolublemente mezclado con lo otro, al menos para nosotros; eran unos tiempos en los que tal cosa era factible, cosa que actualmente hubiese sido poco menos que imposible. Y a lo largo de aquellos años esa actividad se entrecruzaba con el contacto y la colaboración con personajes cuyos nombres sin duda resultarán conocidos para los más veteranos que lean estas líneas; e incluso les suenen, aunque sólo sea de oídas, a los más jóvenes.

Como supongo que es frecuente que ocurra con estos temas emotivos, no sé muy bien por donde empezar; así que, a falta de mejor orden, creo que el cronológico servirá, al menos para la arrancada. No garantizo la exactitud, ni tan siquiera con error menor de un año, pero lo que cuenta es la evolución a lo largo del tiempo, y ésa sí creo que todavía la tengo bien grabada en la memoria; la cual, como en la mayoría de los textos de este blog, será el hilo conductor de la historia, pues no pienso ponerme a buscar en colecciones de revistas ni cosas por el estilo. Prefiero dejar que los recuerdos fluyan por sí mismos, porque son muchos, y buenos. Y tampoco voy a escarbar en busca de fotos; ni reproduciéndolas de revistas antiguas ni husmeando en los archivos. Los que le conocieron ya saben cómo era, y para los que sólo conocen su nombre, o incluso ni eso, de poco serviría la imagen de un hombre joven (me refiero a aquellos tiempos, claro está) de estatura mediana tirando a alta, delgado, moreno, con pelo negro ondulado y, según opiniones femeninas, bien parecido.

El año 1969 fue determinante, al menos para mí; a 1 de Enero de dicho año dí el salto desde la ya hace mucho desaparecida revista “Velocidad” al grupo Luike-Editor, posteriormente Motorpress. Dicho salto se debió en parte, por no decir en su totalidad, al empujón dado por otro personaje de aquellos tiempos: Antonio Madueño; alma, junto con su hermano Pepe, del taller de preparaciones “Autotécnica”. Taller en el que, como joven oficial mecánico, trabajaba un tal José Macías, un nombre que a muchos les sonará debido a su posterior protagonismo (junto a Lucas Camacho) en talleres “Peyo”, reconvertidos luego en “Meycom”. Y las cerezas ya van saliendo del cesto, entremezcladas por el destino, si es que éste existe.

En dicho año 1969 también tuvo lugar un acontecimiento de gran trascendencia para el automovilismo deportivo español: empezaron los Copas Renault 8-TS; precisamente en Diciembre del ’68 mi última prueba para “Velocidad” había sido la del 8-TS de serie, recién aparecido; y en la primavera del siguiente año ya se estaba corriendo con él. Y por otra parte, lo mismo que habíamos hecho en “Velocidad”, Antonio Madueño y yo seguíamos llevando, sólo que ahora para “Autopista”, el “Consultorio del Lector”. Algo más adelante, ya en 1970, también ambos nos pusimos al frente de la nueva publicación “Automecánica”, en su primera época. Y todo esto tiene relación con Eduardo Villacieros, como veremos a continuación.

Como muchos otros de aquella época (Antonio Albacete “senior”, Román Rivas de “Tucán”, Javier Sanz y Pedro Deike, etc), Eduardo simultaneaba las figuras de piloto y preparador. Pero tenía una faceta exclusiva: era un preparador sin taller; nunca lo tuvo. Él era un técnico con ideas, y las llevaba a cabo en el taller de algún mecánico conocido; era una curiosa simbiosis en la que ambos salían beneficiados: Eduardo aportaba ideas de un nivel técnico que no siempre se les ocurrían a buenos mecánicos pero con menos formación teórica, y él disponía de los medios materiales para llevarlas a cabo, sin el engorro de tener que atender al día a día de sacar a flote un taller. En aquellos años trabajaba con el taller de Maxi (creo que nunca llegué a saber su apellido), un fino mecánico del nombre de cuyo taller la verdad es que ya no me acuerdo.

Y de aquella época era una de sus realizaciones: el Seat 600-D hecho a Grupo 2, con una cilindrada curiosa (817 cc), que se ofrecía como un “Villacieros 820”; porque Eduardo no se acababa de fiar de la fundición del bloque del 600, y en vez de arriesgarse a rectificarlo a 65 mm desde los 62 mm originales, prefería quedarse en 64 mm para mayor seguridad. Con uno de esos coches, y con sus frenos de tambor delante, su hermano Juan Ignacio se marcó, en un rallye del RACE, un “scratch” absoluto en la bajada del Puerto de Cotos, todavía adoquinado y con su habitual capa de resbaladiza aguja de pino. Y nada menos que por delante, entre otros, de algún Porsche 911 de la Escudería Repsol; por supuesto, al margen de lo que el voluntarioso motor “820” pudiese empujar, las que obraron el milagro fueron la fuerza de la gravedad (era todo bajada) y las excepcionales manos del piloto.

Los Villacieros fueron, durante la década los ‘70s, toda una saga de pilotos; y todos con sus apodos, originados en su hogar de familia numerosa, y no puestos más tarde ya en el mundillo automovilístico. Así, Eduardo era “Bayo”, Juan Ignacio era y sigue siendo “Kuru”, y Jaime era “Bolo”; en este último caso, supongo porque de pequeño sería regordete y, en cuanto a los dos primeros, nunca llegué a desentrañar su origen (creo que, con el paso del tiempo, incluso a ellos se les había olvidado). Vivían por aquel entonces, y creo que parte de la familia lo sigue haciendo, en un amplio chalet con jardín por la zona de la Ciudad Universitaria de Madrid; era una “familia bien” pero, por influjo de la tribu de hermanos, la casa era un poco como la película de Frank Capra, la de “Vive como quieras”. En el jardín lo mismo te encontrabas varias bicicletas que un bloque de motor o una culata con las que Eduardo estaba experimentando. En una ocasión, y siendo el 600 familiar la primera víctima de las experiencias de Eduardo, su madre se vio obliga da salir por Madrid conducida por el chófer y con un sistema de escape atronador. También recuerdo a un tío, rama Villacieros, un señor elegantísimo con un bigote blanco perfectamente perfilado, que era diplomático y durante muchos años ocupó el curioso pero importante cargo de Introductor de Embajadores en el Ministerio de Asuntos Exteriores.

La primera Copa 8-TS la ganó Salvador Cañellas, y Eduardo se apuntó a la siguiente, acabando segundo detrás del malagueño Gerardo Van Dulken, el cual, apoyado por los concesionarios Renault de Málaga, los muy aficionados Hermanos Maldonado, se permitía el lujo de llevar el coche de correr en remolque; mientras que utilizaba otro similar, en el día a día, para “hacer manos”. El resultado ya da idea del nivel de pilotaje de Eduardo, con aquellos coches que exigían un pilotaje muy fino, pero al límite, porque dada la escasa potencia (nunca dieron más de 64/65 CV en el banco), el menor error se pagaba muy caro y te pasaban tres. Y es que, en efecto, Eduardo conducía con enorme finura; pero no sólo en las carreras, sino en el tráfico normal y corriente, con un engañoso estilo elegante que no daba la sensación de ir rápido, cuando en realidad lo iba, y mucho.

Ya comenté hace meses, en este blog, aquella prueba de consumo y promedio que realizamos al alimón él y yo, yendo y volviendo al Vigo de sus amores, para verificar cómo se interrelacionaban ambas magnitudes con los dos estilos de conducción: él rápido, y yo tranquilo y se supone que más económico. Por supuesto que yo consumí menos; pero él, si mal no recuerdo, me sacó dos horas y cuarto de ventaja, y eso con un Seat 1430. De entre las personas que he conocido conduciendo, y además de a mi padre, les recuerdo a él, y a Daniel Meseguer, como los dos más suaves y con mejor trato a la mecánica en conducción normal. Probablemente, algunos en directo y otros por las fotos, recordarán que los 8-TS de la Copa llevaron, durante bastantes ediciones, un parasol delantero en el que se leía “Garaje 98”; y es que en la calle Castelló, en dicho número, estaba dicho enorme y bien cuidado garaje, con lavadero y estación de servicio incluída, propiedad de Daniel Meseguer. Que también era un ocasional piloto, ya que condujo, lo mismo que Eduardo, el “600 Chitty” y el monoplaza “Cordobán” de la Fórmula 1430, obra ambos de Madueño. En eso del buen trato a la mecánica se notaba que ambos eran profesionales, y no simples “locos del volante”.

Sí que había diferencia en los enfoques de Eduardo y de Antonio en cuanto a las preparaciones. Madueño buscaba siempre la “piedra filosofal”, algo muy raro que diese buenos resultados, como el las ruedas traseras gemelas del “Chitty”, sin ir más lejos. Por el contrario, Eduardo era más clásico, y su especialidad era estudiarse los reglamentos a fondo, para llegar hasta el límite, o encontrar lagunas y recovecos y hacer cosas que no estuviesen prohibidas, pero que a otros no se les ocurriese; nunca hizo ninguna trampa, pero sus preparaciones sí que llevaban, en ocasiones, detalles que ningún otro había aplicado. Pero en ambos casos, procuraban hacerlas manteniéndose en presupuestos relativamente ajustados, no tirando por alto e importando materiales carísimos desde Italia o Inglaterra.

La cuestión es que, tras de la Copa TS, y creo que dos años después, vino la de su hermano “Kuru”, que cuando llegaba en el Jarama cogiendo vuelta a algún rezagado, daba la impresión de que el lento era él, tal era la finura y limpieza de sus trazados. Más tarde, ya con los 8-TS de llanta 14”, fue el momento de “Bolo”, mientras que “Kuru” ya se había pasado a las fórmulas de Seat, primero la 1430 y luego la 1800. Volviendo al aspecto periodístico, Eduardo empezó a colaborar con Madueño y conmigo en “Automecánica”; y durante un tiempo también lo hizo otro personaje, el piloto actualmente en activo con más larga ejecutoria: Jaime Sornosa (a) “Correcaminos”. Pasado un tiempo, Lucas Camacho, en principio experto en electricidad el automóvil (porque ahora ya lo es en prácticamente todo), que trabajaba con Eduardo, y José Macías, el oficial de “Autotécnica”, decidieron asociarse y volar juntos por su cuenta, comprando el antiguo taller “Peyo”, cuyo nombre mantuvieron durante muchos años, antes de cambiarlo por el de “Meycom”. Y cuando Antonio se fue cansando del “Consultorio”, pasamos hacerlo entre Eduardo y yo; apoyándonos, sobre todo yo, en el asesoramiento de la pareja de “Meycom”. De este modo, y tanto con el periodismo del motor, como con las preparaciones de las fórmulas de promoción como aglutinantes, se fueron entremezclando todos estos personajes de aquellos tiempos, como ya dije en los primeros párrafos.

Anécdotas las hay a montones; como por ejemplo y creo que ya la he contado, cuando Eduardo y yo, tirando de comparador, disco graduado y mucha paciencia, sacamos el perfil del árbol de levas que se montaba en el Simca 1200 Especial de Villaverde, y que nos habían intentado vender como si fuese el 1100 Special francés, sólo que sin la carburación especial. Pero resultó que el árbol en cuestión era, ni más ni menos, que el del Simca 1200 normal de serie. Cuando lo publicamos en “Automecánica”, el Directo Técnico de la fábrica, un ingeniero de origen militar (D. Álvaro Inclán), se agarró un rebote de mil pares de demonios, pero los hechos eran de una claridad irrebatible. Y por seguir con los Simca, en Marzo de 1972 Eduardo y yo fuimos a Córcega (él como representante de “Automecánica” y yo de “Autopista”) a la presentación del pequeño y pseudodeportivo Simca 1000 Rallye 1. Las carreteras de dicha isla, junto con las de Madeira, son las más retorcidas que en mi vida he visto; y en aquella época, por algo tenía fama de ser la cuna del rallye de asfalto más revirado del mundial; los gravísimos accidentes que dieron lugar a la prohibición de los Grupo B, fatales para Bettega y Toivonen, no por casualidad ocurrieron allí.

El Rallye 1 llevaba el motor del 1100 Special, pero con un simple carburador Solex monocuerpo de 34; como el radiador todavía iba atrás (aunque batería y dos ruedas de repuesto iban delante) no pasaba de 60 CV; luego, ya con radiador delante y ventilador eléctrico, subió a 64 CV. Eso sí, llevaba ya la suspensión rebajada y con buenas caídas (0º/-3º) que le hicieron justamente famoso por su buena estabilidad. El caso es que en la presentación estaba el Director Comercial de la Simca francesa, que presumía de conductor rápido y manejaba un 1100 Special, con sus cuatro carburadores y sus 75 CV. Se entretenía, a lo largo del mes que duró la presentación, en entremezclarse con los Rallye-1 de los periodistas, e irles adelantando. El grupo español era de los últimos y, como digo, llevaban ya casi un mes de presentación; en nuestro turno, Eduardo condujo por la mañana, y yo, por la tarde. Y para desgracia del francés, dicha mañana se le ocurrió salir al recorrido uno o dos coches por delante nuestro. Eduardo arrancó, adelantó también a esos dos coches, y alcanzamos al 1100 Special, que se puso a correr más y más, como un desesperado. Al cabo de unos cinco kilómetros de inacabables curvas, terminó entregando la cuchara y dejándose pasar.

Al llegar a la comida, y como ya sabía que yo me desenvolvía bien en francés, vino a preguntarme, muy mosqueado: ¿Quién es ese tío? Y yo, medio de broma, le respondí: “Puede Vd elegir, un periodista, pero también un piloto; casualmente, el mismo que hace dos años quedó segundo en la Copa española equivalente a su Copa R.8 Gordini, y también el mismo que derrotó a su Jabouille”. Porque a finales del 70, o a principios del 71, se celebró en el Jarama una especie de Superfinal oficiosa entre los mejores pilotos de ambas Copas. Como se corría aquí, se utilizaron los 8-TS con neumáticos radiales Michelin X-As de carcasa metálica, y no los 8-Gordini calzados con Dunlop SP Sport de carcasa radial. Por supuesto que a los franceses les dejaron entrenar todo lo que quisieron, para acostumbrarse al coche, al trazado y a los neumáticos; pero el hecho es que la carrera la ganó Cañellas, Eduardo quedó segundo, y tercero fue Jean-Pierre Jabouille.

También recuerdo las hora muertas que, con la balanza electrónica y la piedra esmeril, nos tiramos rebajando de peso cabeza, pie y la tapa de las bielas del F.1430 de “Kuru” hasta dejarlas igualadas de peso en sus tres partes, y al peso mínimo. Y también del tiempo que me llevó el cálculo de las longitudes de los tubos de escape de los F.1800 Martini patrocinados por Marlboro para “”Kuru” y Carlos Jódar años más tarde, ya que Eduardo decidió que, para el Jarama (donde se celebraban varias carreras del campeonato) era mejor un escape 4-2-1, por dar una curva de par más elástica, que el 4-1 que montaban los Selex. Y así fue; de todas las curvas lentas, los Martini salían más rápido.

Y, por cierto, el primer motor, probado en el banco de motores que acababan de estrenar los de Meycom, no dio más que 138 CV, ya que José Juan Pérez de Vargas, de Seat, se había empeñado en que con difusores de de 32 mm, en los dos Weber 45 DCOE, había suficiente. Yo ya le dije, desde el primer momento, que no, que había que subir a 34; pero las primeras carreras se hicieron con 32 mm. Y en la inaugural, con sus 138 CV, “Kuru” marchó en cabeza hasta que fundió una biela, ya que el radiador de aceite, tomado de un Citroën bicilíndrico, no conseguía mantener a raya la temperatura. Así que, rompiendo la costumbre de Eduardo de no recurrir a piezas demasiado caras, hubo que importar radiadores más eficaces (creo que unos Serck) desde Inglaterra, puesto que aquí no los había disponibles. Y una vez que se pasó a difusores de 34 mm (hubiese sido mejor 35 e incluso 36), los motores ganaron potencia y llegaron a 148 CV; aunque unos con preparación italiana que montaban los Selex de Cepsa presumían de 155 CV, o eso al menos decía el italiano, pero andaban ni más ni menos que los Martini, cada uno con su tipo de escape distinto.

En fin, poco más tarde llegó la era de la electrónica y, al menos para los motores, las cosas cambiaron radicalmente. Pero aquellos tiempos del trabajo metódico y personal, de aplicar los pocos o muchos conocimientos que cada uno tuviese, y no de comprar el “chip” o la centralita que tal o cual preparador extranjero, con muchos más medios, ponía en el mercado, aquellos tiempos no nos los pudo quitar nadie. Con posterioridad, Eduardo recaló en Vigo, donde tenía una imprenta; como no podía por menos de ser, Citroën era uno de sus principales clientes. Aprovechando las presentaciones que se celebraban por allí, yo le visité en tres o cuatro ocasiones a lo largo de los años. Hará unos diez, tuvo un primer aviso, del cual se repuso, en apariencia perfectamente; y ahora, súbitamente, se nos ha ido. Pero, como se dice en la cita final de “Esplendor en la hierba”: no debemos entristecernos, pues la belleza perdura en el recuerdo.