Llevo una semana sin subirme a un avión. Una semana sin pisar un aeropuerto. Llegan las vacaciones de presentaciones. En km77.com no conduciremos más novedades hasta septiembre, salvo que hagamos bien nuestro trabajo y consigamos conducir algún coche no previsto en el carrusel de presentaciones diseñado por las marcas. No sigo por ahí que me desvío. En mi ruta de hoy quería hablar de aviones.

No tengo memoria de la primera vez que subí a un avión. Mis padres me hicieron nacer en Tenerife (lugar en el que hicieron nacer a mi madre, a mi abuela materna y a todas mis hermanas) y de muy pequeño me trajeron a la península. No sé en qué avión.

Con algunos años más, en el patio del colegio miraba hacia el cielo y veía las estelas de los aviones. Ahí arriba se adivinaba contra el cielo la silueta del avión y, a continuación del avión, separada por unos metros, la estela blanca, formada inicialmente por dos líneas perfectas, blancas, paralelas, exactas, que muchos metros más atrás se emborronaban y difuminaban.

Por aquellas épocas mi padre viajaba en avión con relativa frecuencia. No sabría decir si dos, cuatro, ocho o dieciséis veces al año, pero viajaba mucho, a mí me lo parecía, y cuando estábamos juntos y veíamos un avión me decía que ese era tal o cual. Lo único que recuerdo es que me hablaba de un Super Constellation, de hélices, «el más seguro de todos» y del Caravelle. A mí me daba igual si eran de hélice o a reacción. Mi padre, que había estudiado ingeniería poco después de la guerra civil, me contaba muchas cosas de esas que les gustan a los ingenieros, pero a mí solo me interesaban algunas.

Me gustaban los aviones porque desde el suelo imaginaba que ahí arriba, dentro de aquellos aparatos, viajaban seres humanos diminutos, que no sé cómo bajaban de ahí y viajaban a lugares fantásticos, cerca del sol. Sabía que mi padre subía en aparatos de esos, pero no era capaz de entender ni que cupiera dentro ni cómo llegaban ahí arriba, ni por qué iban tan despacio. Sólo sé que iban por el cielo, muy despacio en busca de otros territorios lejanos. Esos territorios no estaban en la misma superficie que pisábamos, porque para movernos por aquí de un punto a otro ya teníamos los coches, que además iban mucho más rápido que esos aviones que tardaban muchísimo en cruzar el cielo. Los Super Constellation viajaban más bajo, se veían más grandes y tenían hélices. Entendía que fueran más seguros principalmente porque iban más bajos y porque eran más grandes. Me parecía razonable.

En una ocasión, no recuerdo cuántos años tenía, acompañé a mi madre al aeropuerto de Barcelona a buscar a mi padre, que venía de Nueva York. Por primera vez vi despegar y aterrizar aviones. En mi casa no había televisión y yo no tenía ni idea de cómo despegaban los aviones, ni como aterrizaban. Los veía volar. Cuando vi los aviones, los poquísimos aviones, parados en la pista del aeropuerto de Barcelona, yo seguí con mis deducciones para aviones del cielo. Posados sobre la tierra eran más grandes, aunque desde aquella terraza del aeropuerto situada delante de la zona donde aparcaban, me seguían pareciendo bajitos.

Recuerdo que en aquella terraza, al lado de mi madre, yo tenía miedo de que mi padre no llegara. Si algunos aviones eran los más seguros implicaba que otros eran menos seguros. ¿En cuál habría viajado mi padre a Nueva York, que no sabía dónde estaba pero estaba muy lejos? Habíamos ido a buscar a mi padre al aeropuerto, pero yo temía que mi padre no llegara. Finalmente, lo vimos desde la terraza, de noche, con poquísima iluminación en las pistas y en la propia terraza. Apareció de pronto bajo la farola que iluminaba la entrada a la terminal, cuya puerta estaba a nuestros pies. Allí estaba. Venía caminando desde el avión.

Desde la terraza veía el avión bajito. No hacía falta que fueran personas diminutas en su interior, pero di por sentado que era necesario ir agachado o a cuatro patas. Eran demasiado bajos para que cupiera una persona de pie. Se lo pregunté a mi padre. «¿No estás cansado de estar tanto tiempo a cuatro patas?» Todavía recuerdo su mirada y su expresión de «¿Qué dice este niño ahora?».

—¿Por qué iba a venir a cuatro patas? He venido sentado.

—¿Sentado en el suelo?

Mi padre me miraba como si me hubiera vuelto loco durante los días que había pasado en Nueva York. Él siempre me había hablado de aviones, de marcas de aviones, de modelos de aviones. Debía dar por supuesto que yo sabía lo que había dentro, pero lo de dentro era desconocido para mí y me lo había imaginado como me daba la gana.

—No. En los asientos.

—¿Caben asientos dentro de los aviones?

—¿Cómo que si caben asientos?— Se estaba empezando a enfadar.

—Los mayores tenéis que ir a cuatro patas o sentados en el suelo para caber dentro del avión…

—¿De dónde te has sacado eso? Dentro de los aviones se va sentado en los asientos.

—Pero para llegar hasta el asiento habrá que ir a cuatro patas, entonces.

—¡No! En los aviones se anda de pie por dentro.

—Pero, ¿se cabe de pie? Son muy bajitos.

—¡Que no, Javier, que no son bajos! ¿De dónde has sacado que son bajos?

—Yo los veo muy largos, como un supositorio, y muy bajos.

—Pues imagínate que ese supositorio que dices tú está cortado por la mitad. En la parte inferior van las maletas, en la parte que se llama bodega, y en la parte de encima, van las personas.

No me quedó claro si las personas iban sentadas sobre las maletas, pero ya no pregunté más.

Tres o cuatro años más tarde me subía yo por primera vez en un avión. Por primera vez de mi vida con memoria. Iba con mi familia a Tenerife, de vacaciones a ver a la familia. En el aeropuerto de Barcelona había una novedad, un enorme mural de Joan Miró en la fachada. ¡Eso sí era grande y no los aviones! La vez anterior que estuve no había mural. Esta vez sí y recién puesto. También era la primera vez que lo veían mi padre y mi madre.

Volamos a Tenerife con nuestra perra, que metimos en una jaula para perros, que se llevaron junto con nuestras maletas. En la sala de espera yo no sacaba la mano del bolsillo de mi pantalón. Dentro de la mano estaba mi soldado de plástico y su paracaídas enrollado. El paracaídas que nos iba a salvar la vida a toda la familia cuando el avión se cayera. Era un avión de reacción, un DC-9, mi padre lo sabía muy bien. No volábamos en uno de hélices, sino en uno a reacción. A mí las hélices me daban seguridad. Eran lo más seguro. Yo también lo sabía bien. Pero no pasaba nada, que llevaba mi paracaídas en el bolsillo. Y un agujero en el estómago.

Desde Barcelona a Tenerife, hicimos escala en Sevilla. Nuestra perra, en la puerta de la bodega, con la persiana subida ladraba desaforadamente. Miré hacia ella y vi que, efectivamente, por debajo de las personas había espacios para maletas y perros y que nosotros íbamos sentados por encima. Era el año 70 y en los aviones de Iberia no había asientos numerados. Mi padre nos había aleccionado a los hijos, que salíamos corriendo del autobús para subir los primeros al avión y ocupar las filas de salida de emergencia, que tenían más espacio para las piernas. Era una medida innecesaria. Ninguno de nosotros necesitaba gran espacio para las piernas. En los aviones de Iberia de hoy en día sí es una medida imprescindible, porque la distancia con el asiento delantero no permite ni leer un libro. No cabe. Los altos tienen problemas serios.

En el autobús que nos llevó desde la terminal del aeropuerto de Barcelona hasta el avión yo iba aferrado a mi paracaídas salvador y no lo solté en ningún momento de la carrera hasta nuestra fila de asientos. Estaba asustado, convencido de que el avión se iba a caer. La aceleración en la pista de despegue me gustó, la sensación de montaña rusa en el estómago, y a los cinco segundos de despegar se me quitó todo el miedo. Yo me imaginaba que tendría la sensación como de caminar sobre una cuerda floja, sobre un puente de madera colgante. Tenía la idea de que al volar se notaría que al avión flotaba, como un globo. Pero aquello era totalmente diferente. Era como estar sentado en clase, sobre el suelo firme. A los tres segundos se me quitó el miedo, me solté el cinturón de seguridad y me olvidé del paracaídas. No había ninguna sensación de volar. Si no mirabas por la ventana nadie diría que está volando.

Desde aquel primer despegue en el que me desapareció el miedo hasta hoy he volado cientos y cientos de veces. He dejado de ser el niño que volaba su cometa con miedo y con ganas de que se enganchara con algún avión. Volar en un avión no tiene magia. Desde las ventanillas diminutas se ve muy poco y yo ya viajo siempre en pasillo porque voy más cómodo. Las primeras veces, cuando volaba, no acababa de creerme que de verdad hubiéramos recorrido grandes distancias. Me seducía más la idea de que en realidad la tierra de destino estaba mucho más cerca de lo que los mayores decían. Tenerife no estaba tan lejos. Llegar a Galicia nos costaba mucho más.

En mi primer viaje de noche en avión, todavía muy joven, descubrí por la ventanilla que la luna estaba más baja que el avión.  No podía entenderlo. Le pregunté a la azafata si eso era la luna. (¿Qué iba a ser, pero no parecía posible?) Me dijo que creía que sí. «Pero va más baja que el avión», le dije yo. «Se ve por debajo del ala». «Por eso no estoy segura. Voy a preguntarle al comandante». Me confirmó que era la luna y aunque ya sabía por aquel entonces que los aviones eran para viajar entre diferentes puntos del planeta tierra, que era redondo, me di cuenta de que podía viajar más alto que la luna. No acababa de entenderlo, pero me gustaba.