Los hechos son así: El jueves conducía yo muy por debajo de la velocidad máxima legal por la carretera que va de Barbastro a Benabarre. Conducía en el tramo final de esa carretera, en el que hay túneles y algunas curvas cerradas.

En el asiento del copiloto del Fiat Freemont que conducía yo, iba sentada una amiga mía que estaba mareada. Ese ere el motivo por el cual yo iba mucho más despacio que el máximo permitido.

En esas condiciones, a la salida de una curva cerrada a derechas, seguida de una recta de al menos 300 metros con perfecta visibilidad, pisé la línea continua más o menos un palmo. Mientras trazaba la curva, al final, vi que por la recta no venía ningún coche, por lo que con el objetivo de hacer el giro lo menos cerrado posible, apuré hasta la línea continua y la sobrepasé, sin ningún peligro para nadie, sin ningún coche alrededor, ni delante ni detrás.
Como no había ningún coche en trescientos metros a la redonda, regresé suavemente hacia mi carril, para intentar convertir todos los giros en casi rectas, para que mi amiga aguantara mejor el mareo.

En ese momento, todavía a unos 250 metros de la curva (podían ser 225 o 275, no lo sé, todas las distancias son a ojo), sale por el lado contrario una furgoneta de la guardia civil. La veo a lo lejos y en lugar de hacer una maniobra brusca de regreso a mi carril, que no tenía ningún sentido, mantengo la suavidad para regresar a mi carril.

El conductor del coche de la guardia civil empezó a darme ráfagas y más ráfagas con las luces. Me pareció excesiva tanta luz. Entiendo que hiciera ráfagas para comprobar que no estaba dormido, pero una vez vio que levantaba la mano para pedirle disculpas (o no sé exactamente de qué, mi idea era la de tranquilizarle y pedirle disculpas todo en uno) siguió con las ráfagas como si la luz que emitían los faros de su coche tuviera capacidades milagrosas que permitieran cambiar el mundo a mejor.

En cuanto se cruzaron conmigo, me olvidé de ellos. Seguí conduciendo muy despacio y con toda la suavidad que sé, para que el mareo fuera a menos.

Para mi sorpresa, de pronto los veo que se acercan por el retrovisor. «¡No me lo puedo creer!  ¿No tienen nada mejor que hacer que perseguir a un conductor que va con mucho cuidado por la carretera?» Nunca pensé que fueran a multarme. Pensé que quizá me harían soplar, por si sospechaban que iba borracho.

Me dijo uno de los dos, quizá el que manda, lo evidente: «Le hemos parado porque ha pisado la raya continua en una recta».

Se lo expliqué. Le expliqué el mareo de mi amiga, que no había ningún coche ni por delante ni por detrás en 300 metros, que no perjudicaba a nadie, ni a ellos, que cuando llegaron a mi altura yo hacía muchas decenas de metros que había regresado a mi carril, que iba muy despacio, que no había pisado más de un palmo.

—Le puedo multar hasta por ir muy cerca de la línea sin causa justificada— me dice.

—¿De verdad? ¿Eso dónde lo pone?

—En el artículo 27.

Otro amigo que venía en el coche se puso a buscar el artículo 27 del reglamento de circulación con el teléfono.

—En este artículo pone (no sé qué).

 

A la chica mareada se le pasó el mareo con el fresquito y le dijo al guardia civil que no le tocara las narices. Y él le contestó que no le faltara al respeto. ¿Decir que no te toquen las narices es faltar al respeto?

En fin.

Me pusieron la multa. A mí el importe de la multa me importa un ocho. A cambio de la multa tengo un artículo. No es ése el problema.

El problema es que me quedo con la sensación de que me multan porque necesitan llegar a su cupo mensual de multas (o lo que sea) o que si no multan lo suficiente les riñen, o que  se llevan una comisión por multas o que se sienten inferiores si no multan.

En esas situaciones también pienso en la desgracia de tener que ganarse el sueldo con un trabajo en el que alguien te obligue a hacer cosas así o que las hagas tú voluntariamente, por decisión propia. Porque a mí, ser policía o guardia civil me parece una profesión dignísima, como todas. La profesión no hace al sujeto.

Sin embargo, cuando un policía se aferra a su autoridad para actuar en contra de los ciudadanos de los que en teoría debe cuidar y proteger, se me ocurren todos los males.

Y los males empiezan por sentir compasión de su desgracia. Si hubiera tenido oportunidad de estudiar o si hubiera sido más inteligente para estudiar o si a pesar de sus estudios la vida le hubiera deparado oportunidades, no tendría que ejercer de guardia civil incivilizado. No es su culpa haber nacido incapaz o sin oportunidades. La compasión, el peor de los sentimientos, me atenaza en estas situaciones.