Ayer compuse una canción preciosa. Guardé la letra y la partitura en el primer cajón de mi escritorio. La tarareé por la noche antes de acostarme y me asusté de que mi vecino pudiera oír tanta belleza.

Hoy no he podido quitármela de la cabeza. Nunca más podré, porque es mía. Nadie la escuchará jamás. Su valor es infinito. Si alguien cree que podría comprarla por un millón de dólares (como en las pelis) va listo. No hay dinero en el mundo para pagarla. Ya he quemado la partitura y la letra.

La tengo sólo yo.