Una de las muchas cosas que me ha enseñado este blog y una de las que me hace más feliz, una de las muchísimas cosas que me ha enseñado, es guiar a los ciegos.

Gracias a una amiga, que es la mujer de un amigo que he conocido a través de este blog, aprendí que a los ciegos no hay que sujetarles por el brazo ni llevarlos de la mano para guiarlos, sino que son ellos los que se agarran a ti o se apoyan en ti, de la forma en la que se sientan más cómodos y basta con que tú camines teniendo en cuenta el espacio a tu izquierda o tu derecha por el que van ellos.

No siempre es fácil, especialmente cuando hay bordillos u obstáculos. Coordinar los pies entre el que guía y el guiado me cuesta, tanto para subir como para bajar. Por eso es bueno caminar un poco adelantado con relación a la persona ciega, porque de esta forma ella «ve» si subes o si bajas y se hace una buena composición de lugar.

No soy un experto, pero me hace feliz conocer los rudimentos. Que nos ayudemos unos a otros y en concreto ayudar a otros es desde hace muchos años la actividad que más feliz me hace.

Ayer en el metro de Madrid, en la estación de Sol, en la parada de la línea 1 que va hacia el sur, bajábamos del metro una multitud, todos como un solo hombre en busca de las escaleras, que arrancan después de pasar por un embudo entre una columna y la propia barandilla de las escaleras. A la carrera, o casi, en busca de las escaleras, íbamos en tropel. En medio de la muchedumbre, un hombre joven, ciego avanzaba hacia el embudo despacio, con paso firme.

— ¿Te puedo ayudar?

— Si me llevas hasta las escaleras… —. Las escaleras no estaban a más de cinco metros, pero había que pasar el embudo.

— Claro que sí. ¿Quieres brazo u hombro?—. Pregunté con el orgullo de quien sabe de lo que habla mientras miraba a su cara que quizá no se inmutó, aunque me pareció ver una sonrisa imperceptible. Una de las cosas más sorprendentes de las personas ciegas es que sus rosotros, en general, me parecen impenetrables. Entiendo que los ojos puedan no tener expresión, pero yo diría que esa falta de expresión ses extiende generalmente a toda la cara. No conozco a tantos ciegos y puedo estar equivocado, pero esa es mi sensación.

Sea como sea, con sonrisa imperceptible o sin ella, mientras yo le hablaba él ya estaba apoyando su mano sobre mi omoplato derecho, que como por arte de magia sabía dónde estaba. El acompañamiento no duró más de unos segundos.

— Aquí empieza la escalera.

Con un movimiento certero del bastón tocó el lateral para situarse y también el suelo, para ver dónde empezaba el movimiento de los peldaños de la escalera mecánica. Me apasiona ver las habilidades de otras personas. Este hombre con un pequeño movimiento de su bastón, sin ver, se incorporó facilmente a la escalera en movimiento.

— ¿Te dejo aquí? ¿Seguro?— Qué difícil es ayudar sin sobreayudar y sin quedarse corto porque la otra persona no se atreve a pedir.

— Sí, aquí. Muy bien. Muchas gracias.

— Un placer— le dije mientras ya me alejaba de él escaleras hacia arriba.

Mi esfuerzo por ayudarle fue cero patatero. La ayuda que recibió fue mínima, pero en esa marabunta de gente seguro que va más seguro con un hombro. Estuve a punto de no decirle nada, por no molestar. Hubiera sido una pena si hubiera seguido de largo. Los pequeñísimos detalles son los que me hacen feliz. Cuanto más pequeños, mejor. Inapreciables. Imperceptibles. Se lo cuento para que se animen.