Cuando llegamos, el chico respiraba.

Yo le había preguntado a Chema mientras nos acercábamos a la carrera si sabía hacer la respiración artificial. Me tranquilizó con un «sí». Llegamos y respiraba. Rápidamente, Chema tomó el mando de la situación. «No lo mováis», le dijo a los otros dos chicos que iban con él en la excursión en bicicleta de montaña. La instrucción llegaba tarde. Paco, que también venía con nosotros, nos contaba luego que él había visto que los niños le tiraban de los brazos para que se levantara. Los gritos de los amigos tardaron en llegar hasta nosotros. Antes, intentaron reanimarlo por sus propios medios. Al ver que no respondía se asustaron mucho.

Parece que había perdido el conocimiento, según relataban sus amigos, pero cuando llegamos nosotros estaba consciente y respiraba. Era un estado de semiconsciencia, movía ligeramente las piernas y se revolvía. Parece que le dolía el hombro. Chema le hacía preguntas para que hablara, pero él apenas articulaba sonidos. Sangraba de forma abundante por la nariz. Chema dictaminó que estuviera de lado para que no se ahogara.

Llamamos inmediatamente al 112 de urgencias, explicamos el lugar en el que estábamos, no muy lejos de la autovía y contamos mientras nos dejaron la situación. «No me han dejado hablar», se quejaba luego Chema. «La médico me ha colgado. Normalmente quieren toda la información que les puedas dar, pero me ha colgado.»

A los diez minutos de espera llegó un coche de la Guardia Civil. «¿Cómo ha sido?», preguntó uno de ellos sólo bajarse del coche. Me sorprendió la pregunta. Se acercaron, miraron al chico herido tumbado en el suelo. «¿Qué edad tiene?», preguntaron. «Quince años», contestó uno de sus amigos.

Se adivinaba un chico fuerte como un roble. Aun desmadejado en el suelo se adivinaba un cuerpazo fuerte y sólido, pero no llevaba casco. La fortaleza del cuerpo no protege la cabeza. Sangraba por la nariz, algo menos, y no parecía una lesión de la nariz. Su amigo, nervioso, estaba preocupado porque se fuera a desangrar.

La Guardia Civil nos comunicó que la ambulancia ya estaba en camino. Que te lo confirme la Guardia Civil da esperanza, te hace sentir que la ambulancia llegará antes, que no se perderá por los caminos, pero la realidad es que la ambulancia continuaba sin llegar. La espera se hace larga y quienes vienen en la ambulancia no tienen culpa de nada. Seguro que hacen lo que pueden. A saber dónde estaban. La espera duele. Llega otro coche de la Guardia Civil. «¿Cómo ha sido?».

Uno de sus dos compañeros de bicicleta se lo explica bien a la Guardia Civil, con todo detalle. No hay muchas dudas de qué podía haber pasado. La cuesta es muy pronunciada, las roderas enormes, y el niño-chico-hombre está aquí en el suelo, cerca de su bici. ¿Son relevantes los detalles? Empiezo a estar molesto. Lo importante es que no llega la ambulancia. Pienso que por qué no van a buscarla para guiarla. Lo sé. Ustedes no tienen la culpa. No tienen la culpa de no saber nada de primeros auxilios, no tienen la culpa de no llevar una camilla rígida en su coche, no tienen la culpa de no llevar collarines para proteger el cuello. No tienen la culpa de que no se les ocurra ir al cruce de la carretera en busca de la ambulancia para orientarla. No tiene formación para pensar cómo solucionar problemas y no se les ocurre ponerse a pensar. Ejecutan principios básicos, indicaciones, pautas. Recetas. Las putas recetas. Sólo tienen dos opciones, preguntar o estar callados. Optan por preguntar ya que han llegado al sitio en el que no pueden hacer nada, porque no saben hacer nada que sirva para ayudar en estos casos. Ni siquiera formamos para pensar a los licenciados en este país, no puedo esperar que piensen ustedes, que tengan iniciativa o que se vayan si no son capaces de ayudar en nada.

Me como la rabia.

El cuarto de nosotros, Alberto, se va a buscar la ambulancia a la carretera y por fin vemos cómo llega nuestro coche, con la ambulancia por detrás. Chema dice que no es una UVI móvil. Menos es nada. Estamos en crisis. Tenemos dos coches de la Guardia Civil y un ambulancia básica, sin médico. Se bajan el conductor de la ambulancia y su acompañante. Rápidamente el conductor le dice a la acompañante «¡Hazle un pulsi!» (O algo parecido). La chica que iba con él, saca una pinza de la maleta, le limpia uno de los dedos de polvo y sangre y le pone la pinza en el dedo. Está bien, tiene pulso. (Eso es lo que me pareció que hacían, pero podía ser otra cosa. No pregunté, no estaba para hacer de periodista en ese momento. Estaba a sus órdenes. Primero a las órdenes de Chema y luego a la orden del conductor de la ambulancia. Chema también se puso a su disposición.)

«Tenemos que esperar a que venga la doctora, antes de tomar ninguna decisión», dice el conductor de la ambulancia. Habíamos llamado por teléfono, habíamos dicho que había un niño inconsciente por un accidente en bicicleta, yo había dicho que pidieran que enviaran un helicóptero si había alguna posibilidad, llegan dos coches de la Guardia Civil y una ambulancia y todavía no llega ningún médico. Llevamos media hora desde que llamamos por teléfono, un niño-joven-hombre, con un futuro infinito y un golpazo en la cabeza está en peligro. Tiene toda una vida por delante para pagar con su trabajo el helicóptero que le tiene que venir a buscar. Todos los helicópteros de España tendrían que estar posándose aquí al lado. No sabemos qué le pasa, pero en este momento sólo quiero que venga el Air Force One, aterrice aquí, y se lleve a este chico al hospital.

Por fin llega un turismo conducido por una enfermera y con la doctora al lado. No es una médico de urgencias. Tal como va vestida está claro que acaba de salir del ambulatorio de diagnosticar una gripe y de extender la receta. El niño todavía no tiene puesto el collarín. El conductor de la ambulancia, un joven experimentado en el oficio, querría tomar decisiones, se nota, pero intuyo que intuye que se le puede caer el pelo. Palpa la espalda del chico antes de que llegue la doctora, (Chema ya la había palpado antes). Su ayudante ha sacado la camilla de la furgoneta. Al lado del niño-hombre casi inconsciente hay una tabla rígida. La médico le está palpando las piernas, le habla para que le hable. Durante el tiempo infinito que han tardado en llegar todos hemos hablado al niño y le hemos insistido para que no se duerma. Es obediente. Nos hace caso, poco. La doctora le pregunta el nombre una vez más. Le hace preguntas. Balbucea algunos sí.

Finalmente la doctora dice que le pongan el collarín y en la camilla. El conductor de la ambulancia, que ahora está a las órdenes de la doctora, le agarra la cabeza, le hace un collarín provisional con las manos, giramos el cuerpo bajo sus instrucciones entre cuatro personas, lo colocamos plano en la camilla y le ponen el collarín. Me da angustia ver el cuerpo boca arriba. Recuerdo su sangre y la posibilidad de que se ahogue. No sé cuánto rato ha estado tumbado en el polvo. Paco ha aguantado en cuclillas delante de él prácticamente media hora, para que no le diera el sol en la cabeza. Lo metemos en la furgoneta y les pregunto que a qué hospital lo llevan.

—Lo llevamos al centro para evaluarlo bien antes de decidir a qué hospital lo enviamos— me dice la doctora.

No me lo planteo. Si ella que es doctora considera que es lo más conveniente, ella sabrá. Yo querría que estuviera volando a cualquier hospital, pero yo no tengo ni idea. Ella tiene que saber más que yo. Uno puede querer saber de todo, pero por mucho que quiera, no sabe.

A los doscientos metros la ambulancia se para. Se para y sigue parada. No me acerco. Supongo que no hay buenas noticias. Yo querría que estuvieran volando hacia el hospital. Si nos dejaran la ambulancia a Paco, a Chema o a mí la hacíamos volar. Sin embargo, la ambulancia estaba todavía allí parada. Y detrás, los coches de la Guardia Civil.

Uno de los Guardias Civiles nos informa. Parece que el conductor se ha negado a ir al ambulatorio, que le parce mucho riesgo, y está en negociaciones con los hospitales para ver a cuál de ellos lleva al herido. El más cercano parece que es un hospital de Madrid, pero estamos en la provincia de Toledo. Finalmente, después de mucho esperar, la ambulancia se pone en marcha. Saber a qué hospital se puede llevar a un niño con toda la vida por delante ha costado veinte minutos más.

Uno de los Guardias Civiles, apesadumbrado, nos cuenta su rabia por no saber nada de primeros auxilios. «Deberíamos tener formación continua de primeros auxilios. Sólo vimos primeros auxilios en el curso inicial, pero de eso han pasado mucho años.» Mientras lo cuenta le digo que me parece mentira que eso pueda ser. No puede ser tan cara la formación continua en primero auxilios y es evidente que la Guardia Civil es casi siempre la primera en llegar al lugar del siniestro.

Mientras el Guardia Civil lo contaba, yo pensaba también en que es imprescindible dar cursos de Primeros Auxilios a los niños desde muy pequeños. Los amigos de este chicho podían haberlo lesionado gravemente cuando tiraban de él para levantarlo. No tocar a los heridos es una instrucción básica si no sabes cómo tocarlos y para qué. Todos los niños del mundo deberían tener clara esa instrucción. El cuerpo te pide moverlo, pero la cabeza te lo debe impedir.

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Hasta aquí la crónica de lo que sucedió ayer. La crónica, mis sentimientos y pensamientos en esos momentos, relatados un día después.

Sé bien que los recursos del Estado no son infinitos. Sé bien que mis deseos no pueden cumplirse, que no puede haber recursos ilimitados, que es imposible que aterrice el Air Force One en un descampado lleno de terraplenes. Pero también estoy seguro de que con autocrítica se pueden mejorar los procesos, la formación, la organización hospitalaria y las competencias sanitarias de las comunidades que pueden hacer que una urgencia espere veinte minutos.

El niño fuerte como un roble está en la UVI de un hospital de Toledo. Él no llevaba casco, es posible que fuera como un poseso por esas pendientes, es posible que no tuviera ningún tipo de ficha federativa ni de seguro. El niño (es menor de edad) y su familia tienen la mayor parte de la responsabilidad. Seguro. Pero todos hemos sido niños, todas sabemos que es imposible vivir entre algodones y que cuanto mayor es la prohibición más ganas tienes de saltártela. Además, no sirve de nada reprocharle nada a nadie en esas circunstancias. El momento del aprendizaje será otro.

En esas circunstancias todos tendríamos que colaborar para que el rescate sea veloz. En este caso no ha sido así. Estamos en crisis, sí, pero también en crisis podemos mejorar para obtener mejor rendimiento de nuestros recursos. Necesitamos humildad, analizar qué hacemos mal, dónde podemos mejorar y poner manos a la obra. Si no tenemos dinero, tendremos que tener ideas, humildad y ganas. Lo de ayer es evidencia de que tenemos que mejorar mucho. La responsabilidad es de todos.

La velocidad de respuesta es clave en caso de accidente. Todos los estudios lo confirman. Todos. Si el accidentado es un chico de 15 años, debieran saltar alarmas hasta en la casa del Rey.