No sé a qué edad me enamoré del automóvil. A qué edad empecé a asomarme al balcón de mi casa y soñar que me subía en esos Mercedes alemanes larguísimos y descapotables que pasaban horas atascados delante de mí, en busca de playas y sueños. Iban siempre llenos de rubios y rubias, de padres rubios y niños, de mi edad, y rubios. Pasaba horas en el balcón y me escabullía con ellos, me metía en sus familias y viajaba con ellos hasta la esquina de la cabaña de mi colegio trasplantada a cualquier playa de un lugar lejano, en la que jugaba a mosqueteros con niños rubios. Creo que por eso y quizá sólo por eso me gustaban los coches. Quizá todavía sólo me gusten por eso.

En Tarragona, ciudad en la que crecí a partir de los tres años (nací en Tenerife), la carretera nacional pasaba por el centro de la ciudad. Todos los turistas que venían en coche a las costas del sur de Tarragona y también todos los que iban a Benidorm y al resto de lugares turísticos del sur, pasaban por delante de mi casa. Desde mi balcón veía pasar los Jaguar, que eran mis preferidos. No podía aguantarme y cada vez que veía uno entraba corriendo a casa gritando «Papá, papá, ¡Un Jaguar!» y volvía corriendo al balcón para no perdérmelo ni un segundo. Los Jaguars eran los coches más bonitos de mi niñez. Siempre de color verde botella.

Cuando crecí, alrededor de los nueve años imagino que sería, quería saberlo todo de los coches. Una tarde que cayó una tormenta de verano típica de la costa mediterránea, la plaza Imperial Tárraco, en la parte más baja de la ciudad, pegada al río Francolí (¿De dónde vendrá ese nombre?), se inundó con casi dos palmos de agua. Yo, a pesar de la lluvia, seguía en el balcón, supongo que resguardado, mirando los coches, que llevaban parados delante de mí más de media hora.

Se lo conté a mi padre, que intuyó cuál sería el problema. «Se habrán quedado parados en la plaza porque les habrá entrado agua en el motor o porque se les habrá mojado el delco». Desde aquel instante ya no pude vivir sin saber cómo funcionaba un motor y qué era eso del delco. Yo sabía que el motor estaba debajo del capó delantero de nuestro coche, sabía que se echaba gasolina, pero no sabía nada más. No imaginaba nada, pero sabía que no le podía entrar agua al motor. Tampoco tenía ni idea de qué era el delco, pero sabía que no se podía mojar.

Al día siguiente, después de toda una noche de fabular en qué consistía un motor y por qué se paraba si le entraba agua, no podía aguantarme más y le dije:

— Papá. Quiero que me cuentes cómo funciona el motor del coche.

— Eso es muy difícil de entender.

Y aquí le dije la única frase gloriosa de mi vida, de la que mi padre todavía se acuerda, y yo también:

— Si tú quieres yo lo entiendo.

Desarmé a mi padre y me di cuenta. A él se le llenó la cara de orgullo, de pasión filial, y no le quedó más remedio que contarme cómo funcionaba el motor. Todavía recuerdo el dibujo que hizo mi padre del cilindro, del pistón arriba y abajo, de las válvulas y de la bujía.

Admisión, compresión, explosión y escape. El motor de cuatro tiempos ya estaba en mi cabeza. En aquella época no había internet y mi padre no compraba revistas de coches. Durante algunos años no aprendí nada más, hasta que un día me enteré de que existían revistas de coches y empecé a comprarlas con el dinero que me daban en casa.

Estos recuerdos me vinieron de nuevo a la cabeza en el reciente viaje que hice a Estados Unidos. Mientra recorría carreteras bellísimas, acompañado de una chica dulce que compartía largos silencios. Yo, a mis fotos y a mis recuerdos, en un Ford Focus, un coche de una marca que también era mítica en mi niñez. Recuerdo la admiración de mi padre al ver pasar un Mustang por primera vez (Lo que no sé es cómo sabría que se trataba de un Mustang). Mi hermana mayor, algún año después, sólo quería oír hablar del Ford Capri.

Ford Focus. Lone Pine. California

Los coches han sido desde muy pequeño una parte de mi vida. Nunca he sido fanático de ningún modelo, ni me han interesado su estética ni sus nombres. Me da igual un coche que otro y una marca que otra. Me da lo mismo irme de vacaciones en una furgoneta (si a la persona que viene conmigo no le importa) que en un Porsche 911 Carrera S (con el que disfruto como un poseso mientras lo conduzco por una carretera de curvas).

El automóvil es un artefacto maravilloso. Nos permite recorrer en pocas horas los trayectos que antes requerían de meses, incluso para los hombres más poderosos del planeta. Todos somos ahora mucho más ricos que Carlos V, por ejemplo, en parte gracias al automóvil.

Me gustaría que el coche no contaminara y que no ocupara espacio. Me gustaría que no despertara odios, porque es una máquina al servicio del hombre. Menuda máquina.

Ford Focus. Lone Pine. California. Vista Lateral

Una máquina con retrovisores no es una máquina cualquiera.

California Road 49 South

Yosemite

Son artefactos maravillosos también porque obligan a jugar. Me paré en la nieve en un lugar en ligerísima pendiente para hacer una foto. Ya no pude reanudar la marcha. El sistema de control de tracción me impedía avanzar. Pensé que lo conseguiría, porque era prácticamente plano, pero fue imposible. Tuve que ir marcha atrás sobre la nieve un centenar de metros hasta que encontré una rodera que llegaba hasta el asfaltoen la que cabía justo una rueda. Tenía mucha más pendiente que el lugar en el que nos quedamos atascados, pero fue suficiente para ganar el mínimo de velocidad imprescindible, aunque sólo una rueda tuviera agarre. El ESP (el sistema de control de tracción va asociado al ESP) es un elemento imprescindible, pero para arrancar sobre nieve te puede amargar la vida. Una vez arrancado, mejor volver a conectarlo, pero para avanzar los diez primeros metros sobre nieve puede ser necesario desconectarlo.

Ford Focus. Nieve Snow