Con 14 años y con 15 años, y con 16, y con todos los siguientes durante muchas semanas y meses yo devoraba la revista Autopista y Automecánica, y todos los libros que compraba y que me regalaban sobre coches y mecánica y me suscribía cursos por correspondencia y antes ya de ingresar en la universidad sabía más o menos todo lo que sé de coches en la actualidad. En aquella época mi cerebro era digno de ese nombre y lo aprendía todo.

Curiosamente, una de las cosas que leía semanalmente era la carta que escribía Enrique Hernández, primero director y después editor de Autopista. Enrique escribía y escribe todavía con una gracia y una capacidad inauditas. Yo diría que Enrique se tendría que haber dedicado a escribir. Y de hecho, se ha dedicado a escribir. Lo que le apetecía, lo que le gustaba, lo que le gusta, lo que le apetece.

Enrique no escribía nunca de coches. No escribe de coches. En todo lo que escribía, y escribe, rozaba tangencialmente el coche, el mundo del coche, pero salía siempre por peteneras, o por fandangos, por lo que a él le interesaba.

De todos esos años, no sé de qué año hablo, recuerdo un artículo de Enrique que no acerté a entender hasta muchos años después. Hablaba de las obras en las carreteras y del palo que le entregaban a los conductores para llevarlo a no sé dónde. Yo nunca había visto aquello, a mi familia que era con quien yo viajaba, nunca nos habían dado ningún palo para nada. Habíamos pasado muchas veces por zonas de obras en carreteras de doble sentido y lo que ocurría siempre es que había un hombre con una flecha que nos permitía pasar o un hombre con una señal de prohibido que nos impedía el paso o, también, más tarde, un semáforo portátil que se ponía verde o rojo.

Aquello del palo se me quedó fijado en la memoria sin saber bien de qué se trataba hasta que un día, muchos años después (en aquella época muchos años después podían ser siete u ocho. Sin embargo ahora 100 años me parece que no son nada) iba yo por una carretera en obras de Andalucía y el operario me detuvo y me entregó un bastón rojo. Un palo. Ante mi aturdimiento. Me acordé de Enrique, pero como no había entendido su artículo, no tenía claro para qué me daba aquel bastón.

– ¿Para qué es esto? ¿Lo saco por la ventanilla y se lo enseño a los coches que vienen de frente para que me vean?

– Nó. Déselo a mi compañero al otro lado de la obra.

De pronto entendí que el bastón era la versión moderna de las señales de humo. Qué burro era (mi cerebro ya no estaba tan turgente). Le llevaba el bastón al otro lado de la obra y él desde que me daba a mí el bastón no dejaba pasar más coches. Cuando su compañero recibía el bastón, entendía que ya no pasabaqn más coches de este lado y los dejaba pasar a ellos, hasta que uno le caía bien y le daba el bastón.

El otro día, en la subida al puerto de Navacerrada, la carretara estaba cortada en un sentido y el sistema de organización de tráfico no debía de estar muy claro, porque delante de mí, que iba de subida, iba un coche a la izquierda de los conos (por el carril izquierdo, que en teoría estaba cortado) Mientras bajaban por nuestro carril coches. Por un segundo parecía Inglaterra. Saqué la cámara de fotos y algo se ve, pero llegué tarde.

Me acordé del bastón y de Enrique. Los semáforos no son una buena solución. Donde haya un palo que se quiten las luces. Enrique, sigue iluminándonos, por favor. Un abrazo.

01- Seat-Amarillo

Coches y motos mezclados en ambos carriles en ambos sentidos

El desbarajuste sigue y nadie choca

Y sigue. Y todo el mundo pasa.