2500 kilómetros en moto en una semana y media. Desde el jueves 17 de agosto hasta la madrugada del lunes 28 de agosto. 2500 kilómetros concentrados.  Dos viajes. Dos fines de semana. Esta es la crónica del primer viaje.

No ha sido mi primer viaje largo en moto. Pero sí el más largo que tenía propósito de hacer en un día. Y además iba a pasar tres noches fuera de casa, por lo que necesitaba algo de equipaje. Traje de baño, poco más, y un casco por si en el lugar de destino íbamos dos en la moto en algún momento.

Este primer viaje ha sido desde Madrid hasta una casa cerca de Salobreña en la BMW F800 R de un amigo. Me la prestó porque él estaba de vacaciones y aproveché para hacerle el rodaje. Era una moto nueva. Él le había hecho 250 kilómetros y yo le he hecho 1100 km más. Salí el jueves 17 de agosto poco después del mediodía y llegué a Almuñécar sobre las siete de la tarde. Fue un viaje accidentado. El equipaje se tambaleaba y tuve que parar una vez para reconstruirlo bien. Lo llevaba atado con cinchas y no es una buena idea.

Por algo soy el motorista novato.

En este viaje, tanto a la ida como a la vuelta, el calor ha sido protagonista. Una de las cosas más curiosas que he aprendido en estos dos viajes es que en la moto, cuando uno va vestido con ropa de verano, cada medio grado de cambio de temperatura se nota. En este viaje, salí de Madrid con 34 grados, pasé unos cincuenta kilómetros a 43 grados, desde cerca de Bailén hasta después de Jaén, y llegué a la costa granadina a unos 28 grados.

A mí me gusta el calor. La sorpresa, encima de la moto, es tomar consciencia de la capacidad de refrigeración de los aires acondicionados de los coches. Entre Bailén y Jaén aceleraba para meterme en un horno. Cuanto más aceleraba más dentro del horno estaba y más me asaba. Normalmente la velocidad sirve para refrigerar el cuerpo. En moto, en ciudad, el calor es sofocante, pero cuando sales a la carretera la sensación térmica se alivia con el viento.

A 43 grados no es así. Incluso es posible que sea menos sofocante ir a 60 km/h que ir a 120. No lo probé, porque iba por autovía y no era conveniente reducir tanto la velocidad. Llegué a Salobreña von la piel chamuscada.

Para este viaje no llevé ropa de abrigo. Ni me lo planteé. La cazadora de moto más ligera y fresca que tengo y una camiseta debajo. Botas hasta por encima del tobillo, pantalones vaqueros y unas protecciones para las rodillas a modo de cinturón de seguridad motero.

La BMW F800 R no tiene carenado y a partir de 110 km/h, a poco viento que sople ahí fuera, el conductor recibe fuertes tarascadas. Cuando son tarascadas de aire tórrido, la sensación es la de tener un secador gigante a plena potencia, al estilo de los ventiladores del túnel del viento, en los que se ve a los humanos con las caras deformadas, que sopla aire del horno.

Pues bien, a pesar de ese secador constante, la camiseta estaba permanentemente empapada. En mi caso al menos, que transpiro con profusión, la pérdida de líquido es enorme, por lo que en cada parada me bebía una botella de agua.

El depósito de la F800 R, a unos 120 km/h de crucero, da para unos 300 kilómetros. Por tanto, cada dos horas y media es impresicindible parar para repostar la moto y el cuerpo.

El motorista novato no tiene el culo preparado para realizar estas distancias sin dolor. No sé si se debe a la poca chicha muscular del novato, a la dureza del asiento, a la falta de costumbre o a ambas tres cosas. El caso es que a los 100 kilómetros de salir de Madrid camino de Granada, el dolor de las posaderas empezaba a emerger. Nacho Rojo, el propietario de la moto, recién comprada, me había avisado. Dolor.

Mi viaje empezó en estado de preocupación. Cuando llevaba poco más de 100 kilómetros ya estaba muy cansado. Me dolía el culo y me parecía que el cuello no iba a aguantar tantas bofetadas del viento durante cuatro horas más. A esas alturas de viaje, apenas una hora después de salir, me parecía que mi pronóstico había sido muy optimista. Por suerte, pensaba yo, no se ha venido conmigo Mamen, a quien le dije que la llevaba a Bailén. ¿Dónde hubiéramos metido su equipaje? ¿Cómo habría aguantado ella en una posición probablemente menos cómoda que la mía? En fin, sólo por el equipaje ya era imposible que hubiera venido. Sin las maletas adecuadas para la moto y sin el baúl posterior, mi equipaje iba en buena parte sobre el asiento posterior. Ocupaba tanto que incluso me molestaba a ratos con una mochila ligera que llevaba yo a la espalda.

Ese es otro de los problemas de las motos. Sin lugar para equipajes, sin espacio para dejar nada, ¿dónde llevo yo la cámara para hacer fotos? No me queda más remedio que hacer fotos con el teléfono. Pobre teléfono, que después de llevarlo en la chaqueta de verano, a esas temeperaturas de horno caliente, estuvo tres días con la batería en estado de shock y se calentaba hasta quemar. En fin, que pocas fotos voy a hacer de mis viajes. Y menos, porque me da vergüenza mostrar mis equipajes encima de la moto. La moto me recuerda a uno de esos coches cargados hasta el techo. Sí, pero. ¿Qué alternativa hay salvo la de tener unas maletas que cuestan un dineral (más de 600 €), que Nacho no ha comprado (de momento quizá) y que no me gusta nada cómo le quedan a la moto?

No hay alternativa. En este primer viaje sobre todo. Equipaje atado con cinchas, con todo el cariño del mundo, para que aguante los baches y las ventoleras.

Lo bueno del dolor del culo, al menos en mi caso, es que es un dolor sin memoria. Eso no lo descubrí en el primer viaje, sino en el segundo. Con la práctica he visto que el dolor al ir sentado se pasa de verdad y no regresa rápidamente con sólo ponerse de pie unos segundos encima de la moto.

Del mismo modo que es un dolor sin memoria, también es un dolor de llegada rápida. Cuando empieza a doler, empieza a doler mucho muy rápidamente y es imprescindible aliviarlo. He aprendido otras soluciones, pero en los primeros kilómetros, sólo se me ocurría levantarme. Al principio, como tenía poca confianza en la moto, levantaba los glúteos apenas unos centímetros del asiento. Es una postura fatal por dos motivos. Uno es obvio. En esa postura las piernas se cansan muy rápidamente. El segundo es menos evidente. Un torbellino de aire en salva sea la parte hace que o bien la chaqueta o bien el pantalón o bien sólo el aire generara unos golpecitos rítmicos sobre zonas particularmente sensibles que no tenían ni la más mínima gracia.

Por suerte unos segundos eran suficientes para restablecer el orden y el umbral de dolor y podía hacer unos kilómetros más. Lo sorprendente con el paso de los kilómetros es que el cansancio no parece acumularse. Tengo la impresión de que en Madrid soplaba el viento mucho más que en el resto del recorrido y que el susto inicial por controlar con tensión los bandazos del cuello se me fue pasando. También iba gestionando el dolor sin memoria de los glúteos y poco a poco los kilómetros iban pasando. Más despacio que en coche sí, porque circulaba a unos 110 km/h, por dos motivos. El rodaje de la moto de mi amigo y el viento.

Cuando después de un buen rato llegué al nuevo trazado de Despeñaperros, agradecí la presencia de los túneles. Más fresquitos y sin viento. En los túneles, con la velocidad limitada a 90 km/h, probé por primera vez a ponerme completamente de pie en la moto. Buff. Te quedas como nuevo. Puedes estirarte la pernera de los pantalones, para evitar las arrugas, que molestan, y airear tanta zona por la que corre poco aire. Completamente de pie, la turbulencia anterior no me afectaba y el descanso que procura es enorme. En unos segundos recuperas mucha fuerza.

Después de Despeñaperros llega el calor sofocante junto con el olor a aceite inconfundible de Jaén. Todos los ingredientes necesarios para freirse en moto. Aguanto bien el calor y ya sólo empiezo a precuparme por encontrar un lugar para repostar. No conozco bien la reserva de la moto y si bien no quiero parar inmediatamente cuando se enciende la luz de reserva, tengo que ser prudente para no quedarme sin gasolina. La luz se enciende cuando todavía quedan tres rayas del indicador, más un cuadrado del que desconozco su función indicadora. Al final apuro unos 50 kilómetros con la reserva encendida. Las rayas y el cuadrado me van indicando que no hay problema. Es mi primer depósito completo sobre la F800 R, a unos 350 kilómetros de Madrid. El primer repostaje lo había hecho poco después de la salida.

Dedico un buen rato a recomponer el equipaje, a beber mucha agua y cuando arranco de nuevo me siento muy bien. Encima de la moto la sensación es agobiante porque no puedes hacer nada. En un coche puedes ponerte las gafas, quitarte las gafas, rascarte el cuero cabelludo si te apetece, bajar la temperatura o subirla, cambiar de emisora de radio. En una moto, no puedes ni abrocharte la chaqueta. He salido de la gasolinera, sin pensarlo, con la cremallera de la chaqueta sin subir y es muy incómodo porque la chaqueta se infla como un globo y va dando golpes contra el casco y contra el cuello. Tengo que subir la cremallera. Con una mano. Lo intento. El aire que infla la chaqueta me lo impide. Reduzco la velocidad. Parece que sí, pero no. Finalmente me tengo que parar. ¿Pero en cualquier lado? Me da miedo detenerme en el arcén. Grrr. Antes de subirse a la moto todo tiene que estar perfectamente en su sitio. Lo sé, lo aprendo, pero no todavía no soy consciente de qué significa que todo esté perfectamente en su sitio. No le doy la importancia que ahora sé que tiene.

Me paro en la primera salida, me subo la cremallera de la chaqueta y sigo mi viaje. Cerca de Salobreña me meto por una carretera nacional. Por fin. La autovía es rápida, pero monótona. Mucho menos monótona que en coche, porque a 120 km/h me duermo y en moto no me duermo. Pero es aburrida.

Llego a mi destino. Subir y bajar de la moto no es evidente con el equipaje colocado sobre la parte posterior. Tengo que mejorar mi flexibilidad. Pero con esa tarea empezaré otro día. De momento voy a disfrutar de dos días en la playa a la que he llegado con la moto.

A los tres días, para el regreso, apuro las horas y salgo después de comer, como a las cinco de la tarde. El calor no es tan intenso como a la ida y los últimos cien kilómetros antes de llegar a Madrid los hago de noche. Me preocupaba ligeramente, pero rápidamente me acostumbro. La temperatura no baja mucho y el cuerpo anticipa cada medio grado de incremento o descenso que va a registrarse en el termómetro unos segundos después.

(Continúa aquí)