El sábado escribí en mi twitter (@javiermolto): «¿Cómo se funda una democracia? ¿Debe arbitrar el ejército tras la victoria popular? «La calle Tunecina» Sami Nair. http://bit.ly/hPK2U3»

El artículo de Sami Naïr dice: «La revuelta popular reviste dos aspectos: por un lado, exige la disolución de las estructuras políticas del antiguo régimen y la desaparición de los hombres y mujeres que lo representaban; por el otro, demanda una reforma profunda de las relaciones entre grupos sociales que favorezca los intereses de los más desamparados. Todo ello en un contexto de desorganización flagrante y de ausencia de dirección política reconocida y legítima. La figura de esta confrontación es la que opone al Gobierno, sin legitimidad real, y la calle, sin legitimidad formal. Es en este crisol donde se resolverá la revolución democrática tunecina.»

No existe libro de instrucciones. Quizá deberíamos tenerlo. No existe posibilidad de cubrir con una serie de recetas una transición a la democracia, pero seguramente sí podrían establecerse unas líneas básicas. Quienes ostentan el poder en declive, en ocasiones promueven el caos para dejar patente que es incluso mejor un poder corrupto que la falta de poder. Hillary Clinton solicita «que nadie se aproveche (en Egipto) de la situación para ocupar el vacío de poder«. Idéntico problema que en Túnez.

Como decía Javier Pérez Royo en su artículo «La ley del más fuerte» que tanto cito, «La ley del más fuerte es insustituible«. Si ese axioma es cierto o, mejor dicho, hasta que no demostremos la falsedad de ese axioma, en los cambios de régimen parece imprescindible encontrar un árbitro en los ejércitos para que administre esa ley del más fuerte. Un árbitro que impida el vacío de poder y que impida que algunos grupos acaparen cuotas de poder que no les corresponden. Que se garanticen elecciones limpias, transparentes y en igualdad de condiciones para las diferentes opciones.

En España sabemos bien que los ejércitos pueden tener la tentación de ocupar ese poder en lugar de arbitrarlo. De instaurar dictaduras militares en lugar de democracias. Pero los ejércitos con esas tentaciones se equivocan, porque como se ha visto en Túnez y Egipto, el más fuerte no tiene por qué ser únicamente quien tiene las armas.

Las democracias son instituciones débiles cuando no tienen un ejército que las respalda. Las fuerzas de pacificación internacionales pueden ser una alternativa a ejércitos con aspiraciones totalitarias, pero su intervención es complicada.

En Portugal, en Turquía y en España, con la figura del Rey, tenemos ejemplos de cómo los ejércitos han sido imprescindibles para llevar la democracia a los pueblos. Pero, a la vez, todas las dictaduras están respaldadas por el ejército y la tentación de algunos militares es irrefrenable.

Disponer de militares demócratas debería ser una de las principales preocupaciones de los pueblos y uno de los principales objetivos de la política internacional. Probablemente debiera ser uno de los principales objetivos de la ONU. Estamos en manos de la fuerza. Una de las principales preocupaciones de todos debería ser que esa fuerza estuviera convencida de la bondad de la democracia. De lo contrario, el mundo puede convertirse en un polvorín.

Internet facilita que las poblaciones se organicen para luchar contra los déspotas, pero todavía no hemos desarrollado las herramientas que permitan organizar esas fuerzas de forma civilizada para ocupar democráticamente los estadios del poder. Recuerdo un anuncio de Pirelli: «La potencia sin control no sirve de nada». Internet da potencia a los pueblos, les permite organizarse y luchar en masa contra situaciones insostenibles. Todavía es una potencia sin control. Más nos vale descubrir fórmulas para dirigirla corerctamente.

Unos ejércitos profesionales e independientes, que se conviertieran en árbitros de los conflictos, ayudarían mucho a instaurar democracias. La cuestión es cómo se consigue tener ese tipo de ejércitos.