De pequeño no entendía que los coches pudieran volcar. Sabía que volcaban porque lo leía en los periódicos (leía «sucesos», la sección se llamaba así, desde muy pequeño), pero no entendía qué podía pasar para que un coche volcara.

Con unos diez años vi un vuelco por primera vez. Lo vi desde lejos. Fue dentro de la ciudad. Volcó una furgoneta de la policía. Ahora pienso que quizá fuera un furgón de presos. Sucedió al lado de la cárcel. Al girar en una esquina, desde unos cien o doscientos metros, vi que despegaba del suelo y caía de costado. Nosotros íbamos en el coche familiar.

— ¡Papá, ha volcado una furgoneta! ¡Ya entiendo cómo vuelcan los coches! !Se levantan del suelo y caen de lado!

— ¿Dónde?

— ¡Ahí delante!

Recorrimos la distancia que nos separaba del cruce y ahí estaba la furgoneta volcada. Yo no sé qué vi, porque desde lejos me pareció como si la furgoneta despegara del suelo de un salto, se pusiera de medio lado en el aire, y cayera de costado. Eso, lógicamente, no debió ocurrir. Los coches no saltan, aunque ésa fuera mi impresión.

Muchos años después, ya con carnet de conducir (en aquella época se escribía carnet), después de varios años en los que mi único sueño había sido y era todavía ser Campeón del Mundo de Rallies, o más, volqué yo. Muchos años de entrenamiento con el punta tacón, con el coche parado en el garaje. Años de entrenamiento mayoritariamente con un Seat 850, que tenía un pedal del acelerador diminuto y muy alejado del freno. Daba igual. Practicaba horas y más horas, frenando con el tacón y acelerando con la punta del pie porque con esos pedales no era capaz de encontrar otra postura que me permitira hacer el punta tacón. Lo que practicaba era punta tacón con doble embrague. Al profesor de la autoescuela se lo hacía al reducir a segunda, con el Seat 133, para que no rascara. Él corría en motocross, me entendía, y lo celebraba liándose un porro cómplice.

Cuando me tocó volcar a mí, el coche ya era un Seat 127, de mi madre. Fue por una carretera con unas curvas preciosas, desierta, en verano, antes de las siete de la mañana.

Jugaba a las carreras con un amigo, al que también le gustaba correr. Conducía otro Seat 127, los dos amarillos. Primero habíamos «entrenado» cuesta arriba. Luego «entrenamos» cuesta abajo. Frené demasiado poco al llegar a una curva que se cerraba. Ni siquiera apuré la frenada. Frené poco, sin más, y me tiré a la curva. «No way». Se me acabó la carretera, con el coche ya de lado. Di una vuelta de campana completa. Me quedé sobre las cuatro ruedas. Me libré de darme contra una roca enorme de casualidad. Aquí estoy. Prometo que no me di.

Volví a volcar. La siguiente vez, llevaba el casco puesto. Fue en una carrera desgraciada en el circuito de Calafat. Una carrera que me duele todavía, por lo mal que lo hice en la pelea con otro que iba más despacio. Iba muy rápido en esa carrera, segundo tiempo en entrenamientos y vuelta rápida en carrera. Pero me dieron un golpe mientras remontaba, porque salí mal, y di siete vueltas de campana. Digo siete por decir una cifra. Las piruetas, tirabuzones y otras figuras de salto de trampolín quedaron registradas en video y publicadas en varias revistas. Luis Garrido, enorme periodista que cubría carreras de coches y que ha muerto recientemente, hizo infinidad de fotos, con una cámara sin motor. Disparaba, pasaba a mano el carrete, volvía a disparar, volvía a pasar a mano… No sé cuántas fotos hizo. Publicó una larga serie en la revista Autohebdo. Luis era buen fotógrafo y aun escribía mucho mejor.

En otra carrera, unos años después, también con el casco puesto, repetí. Esa vez, como todas, fue error mío. Qué curioso. Otra vez en Calafat, un circuito que me gustaba mucho. Me salí de la pista de lado, las ruedas se clavaron en la puzolana y el coche volcó. Por primera vez, me quedé boca abajo. Cuando me solté el cinturón, caí de cabeza contra el techo del coche. Era de esperar, pero no me lo esperaba.

Hay una cuarta vez (sí, lo sé). Hace casi diez años. Lo escribí a los pocos días, aunque no lo he publicado. Se lo di a leer a la persona que venía conmigo en el coche y me pidió que no lo publicara.

Fue un tortazo enorme, mientras probaba un coche nuevo, que acababa de salir al mercado. Todavía había pocos con ESP. Iba rápido, pisé gravilla (supongo, aunque iba atento y no la vi) y el coche me pegó un latigazo brutal sobre el asfalto en una carretera estrecha. Tonto de mí, intenté salvarlo. Lo enderecé, pero ya en la cuneta, acelerando a tope para ponerlo recto. Había una piedra grande. Volcamos hacia adelante. Saltaron los airbags. Sé que el airbag está inflado una fracción de segundo, pero estoy convencido de que no llegó a rozarme. Diría que lo vi inflarse y desinflarse, porque me fijé para contarlo (quizá todo sea imaginación).

Nos quedamos boca abajo. Yo estaba bien, pero durante un instante estuve aterrorizado.

— ¿Estás bien?
— ¡No! —me contestó cabreado.

Me quedé tranquilo.

— No te sueltes —le dije—. Espera que me suelto yo y te sujeto para bajarte despacio.

Los dos nos habíamos quedado colgando de los cinturones de seguridad que nos habían salvado la vida.

(Mucho o poco, la experiencia ajena puede valer. Espero que la mía sea útil.)