A largo plazo sólo hay una forma de conseguir que los catalanes no se independicen de España. Es una fórmula sencilla: la mayoría de personas (votantes) que viven en el territorio conocido como Cataluña tiene que preferir pertenecer a España que formar o ser pueblo soberano de un país propio.

No hay otra fórmula. El miedo, incluso el miedo a la ley democrática, ya no es un arma que asuste. La ley, pulcramente democrática, sirve cuando es aceptada mayoritariamente como legítima. «Una ley que no se puede hacer cumplir no es verdadero Derecho» decía Rousseau y me parece que pensaba en este caso para expresarla.

Ni el miedo a la ley democrática que ven ajena ni el miedo a la represión van a conseguir que los catalanes permanezcan en España a largo plazo si la mayoría de catalanes está a favor de la independencia. Con subterfugios, podremos retrasar su decisión unos años o unas décadas, pero si no los convencemos de que están mejor en España que fuera de España se largarán. Antes o después, pero se largarán.

Estar mejor en España que fuera no es una cuestión de dinero. También de dinero, pero no sólo de dinero. Más nos vale esforzarnos a todos por conocer a los catalanes, por acercarnos a ellos, por hacer que se sientan bien, si queremos que sigan en España a largo plazo.

Noto mucha inquina hacia los catalanes en España fuera de Cataluña. Desconozco el motivo. Como en todos lados, conozco a catalanes que me parecen maravillosas personas y a catalanes que no me lo parecen.

Yo trabajo incesantemente para que Cataluña forme parte de España. Estoy convencido de que es lo mejor tanto para la gente que vive en Cataluña como para quienes vivimos en el resto de España.

Veo a muchas personas que quieren lo mismo que yo. Que desean fervientemente que Cataluña forme parte de España. Pero a la vez que quieren lo mismo que yo, tratan a los catalanes como si fueran escarabajos repugnantes o escorpiones de dos colas.

Conozco a muchas personas, demasiada gente, que siente odio visceral por los catalanes, por su afán independentista, por su ambición por salirse de lo que consideran su redil. Esta gente, los que odian ese afán de independencia, son quienes más favorecen la independencia.

Hay catalanes miserables. Cómo no. El nacionalismo es en general mezquino y triste. El catalán y el español. Y unos nacionalismos alimentan otros.

Contra el nacionalismo no hay ley que valga, no hay miedo que valga. Necesitamos otras herramientas. La ley legítima, la que dan las mayorías en Estados de Derecho, no es equivalente a ley inteligente, a la ley de clarividencia estratégica. Muchas veces es tan mezquina y miserable como el nacionalismo.

Quiero a muchos catalanes, quiero a muchos no catalanes. Quiero que vivamos bien y felices. Si la mayoría de catalanes quiere finalmente la independencia, ayudaré a que la tengan y que sean muy felices con ella, a la vez que trabajaré duramente después para convencerles de que están mejor con el resto de España que sin ella.

Pero para eso, también tengo yo que estar convencido. El odio, la mezquindad, el miedo, la violencia verbal y física no me ayudan en nada a pensar que los catalanes están mejor unidos a España que separados.

O hacemos todos un esfuerzo por conocernos, por ayudarnos, por entendernos y por sentirnos queridos unos y otros o tarde o temprano nos separaremos. No hay amenazas ni herramientas que impidan la separación cuando un pueblo está mayoritariamente convencido de que quiere separarse.

Los argumentos no pueden ser ni la ley, que ya no da miedo, ni la fuerza, cuando es la única forma de imponer esa ley que ya no da miedo. Sólo funciona el poder del convencimiento.

No tenemos tanques suficientes, pero, además, espero que no queramos tenerlos