Una foto de un niño muerto en la playa y Europa se derrite. Los primeros ministros cambian de parecer, una ola de solidaridad recorre todas las capas de la población. Los padres, incluso los más aguerridos, no pueden soportar la imagen: «Podría ser mi hijo». Acabáramos.

Vivimos en el mundo de Bambi, de la ficción tierna, de los animales que hablan, de los dramas que sólo podemos asumir si somos capaces de convertirlos en cuento. Los periódicos se ponen a discutir y a hacer publicidad de ellos mismos porque nos cuentan que discuten si publican o no «una foto tan dura». «Es dura, sí, pero es informativa» concluyen. Acabáramos.
¿Dura? ¿Informativa? ¿Esa foto cuenta algo de la realidad? No señores. La realidad no tiene nada que ver con un niño tierno varado en la playa, muerto y bañado por las olas. La realidad no tiene nada que ver con un ser que podemos hacer nuestro, del que podemos imaginar que lo meteríamos en nuestra casa, le daríamos la educación que tanto bien nos ha hecho y que de mayor sería un occidental de provecho, curado por nuestras costumbres.

La realidad tiene que ver con caras oscuras y peludas, sucias, con hombres y mujeres malolientes que no encuentran un lugar en el mundo. La realidad la podemos ver en los soportales de nuestras casas todos los días, una realidad que viene por mar o por la acera de al lado. Esa realidad a la que ni miramos, porque no somos capaces de soportar, porque son personas que no encajan en nuestro modo de sociedad, en nuestra cotidianidad, en nuestra felicidad y bienestar.

La realidad está formada por personas diferentes, con valores diferentes, por seres que dan miedo porque no sabemos cómo entienden nuestras leyes y nuestras costumbres y que nos molestan por sus creencias, por sus velos, por sus miradas, por su machismo o por su feminismo, por su intolerancia, porque ensucian las calles cuando duermen en cartones rodeados de la botella de whisky y los vómitos o cuando roban y asaltan nuestras propiedades privadas que tanto nos ha costado poseer.

La realidad tiene que ver con compartir el espacio, con competir por puestos de trabajo, con convivir con personas con otros valores y principios y con aprender a entendernos o de lo contrario pelearnos y excluirnos. La realidad tiene que ver con los vivos mucho más que con los muertos.

Mostrar un niño muerto a través de una fotografía es abrir una ventana de ficción. Otra más. Ventanas de ficción por todos lados porque la realidad de la calle no queremos ni olerla.

La buena literatura, mediante la ficción, nos permite afrontar mejor la realidad, porque nos prepara para entenderla. La mala literatura nos hace débiles y torpes. El periodismo que hace mala literatura es el peor posible.

Un final melodramático para una película mala en la que el bueno muere. Ese bueno prefabricado a medida para que la audiencia llore, ese bueno inocente, sin pasado para imaginar el futuro que cada uno prefiera, para llegar a lo más hondo del corazón sensiblero de una audiencia entregada. De una audiencia que ha crecido con ficciones de Disney, con reyes magos y seres omnipotentes, creados por el hombre para mitigar su frustración de ser limitado y poco capaz para el entendimiento de los problemas y el hallazgo de soluciones.

La foto de un niño muerto no es buen periodismo. Es periodismo de tebeo. Los periódicos discuten y hacen publicidad de ellos mismos para esconder la realidad, no para mostrarla. La realidad no vende. Los cuentos, en cambio, son tan bonitos. Aunque nos hagan llorar.