Hace casi 20 años, fui una semana solo al Pirineo. Por el día iba a esquiar y por la tarde me dedicaba a estudiar economía, que me gusta. El fin de semana vinieron a visitarme unos compañeros de trabajo, en un Renault 5. El sábado nevaba y decidí no esquiar. Uno de ellos, que había venido desde Madrid, subió hasta las pistas, sin cadenas, y se empotró contra un poste de luz (por el golpe, no iba despacio). Rompió el radiador de agua y dejó el motor sin refrigeración.

El hombre no quería pagar la grúa desde el Pirineo hasta Madrid y me pedía que le ayudara a encontrar una solución. Tampoco quería dejar el coche en el Pirineo, porque no era suyo y tenía que devolverlo en Madrid. No quedaba más remedio que encontrar un radiador y un taller en el que nos lo cambiaran o llevarlo en grúa. No había radiadores de Renault 5 en todo el Valle de Arán.

Pedí en un taller que empalmaran directamente el tubo de salida con el de entrada de agua al motor. En el taller se negaban y me hicieron firmar que les eximía de cualquier responsabilidad por futuras averías.

Decidí arriesgarme, no sé por qué. Yo a él apenas lo conocía y no le tenía ningún cariño especial. Ponía en riesgo el coche (propiedad de empresa) y me parecía feo que él no asumiera su responsabilidad. Si has roto un coche que no es tuyo, por hacer el vándalo sobre la nieve, asume las consecuencias, pensaba yo. Pero, a la vez, me atraía la posibilidad de probar si mi invento funcionaba. Me perdió la vanidad.

Estábamos en Viella y teníamos que subir toda la carretera hasta la salida del túnel, cuyo recorrido desde Viella hacia Lérida está todo en cuesta y con el aire menos frío que en la intemperie. Con la calefacción a tope, el ventilador de la calefacción a máxima velocidad y las ventanillas abiertas, empezamos el recorrido hasta Madrid. En aquella época los coches todavía tenían termómetro de agua y podíamos controlar la temperatura.

En las primeras cuestas, la aguja de la temperatura se estabilizó cerca de la zona roja, hasta llegar al túnel. Dentro del túnel (como dicen los navegadores), la aguja subió inmediatamente hasta llegar a la zona roja y quedaban unos cinco kilómetros de pendiente. En quinta, por la subida, a punta de gas, con un chorro de aire ardiendo en los pies, subimos renqueando entre las paredes que tenían alguna estalactita de hielo. Las salidas de aire del salpicadero no me daban directamente, pero los pies se fundían. Y no podía cerrar ninguna de las salidas de aire porque la aguja estaba en la zona roja.

Por fin llegamos a la parte alta del túnel. En cuanto la carretera se allanó, la aguja empezó a bajar. Lo más difícil ya había pasado. Todavía quedaban 550 km hasta Madrid, pero hasta después de Zaragoza no íbamos a tener problemas. La subida a los puertos de Cavero y alrededores, también fue dura. Muchísimo calor dentro del coche y las ventanillas abiertas con aire helado en la cara. Un contraste de temperaturas salvaje. De estómago para arriba, más bien frío. De estómago hacia abajo, un calor infernal.

Llegamos a Madrid sin romper el motor. Yo pasé una semana en cama, con gripe descomunal. Nunca supe si el coche también tuvo gripe, si el motor siguió funcionando con normalidad, si dañamos la junta de la culata o si los cilindros quedaron para el arrastre. La empresa propietaria del coche se enteró del desaguisado. El coche llegó a su garaje sin radiaador. Nunca volví a saber nada.

Actualizado miércoles 26 a las 10:30