Por Víctor Jiménez Coquard

Segundo día. Perdón por no escribir. El ansia del primer día nos pudo e hicimos 903 kilómetros y poco más, bueno, poco más, no. Fueron 24 horas intensas de conversaciones inacabables que hilvanaban vidas privadas con anécdotas. 24 horas donde nos conocíamos y aprendíamos a convivir por primera vez Javier y yo. Hasta ahora, dos desconocidos.

De paisaje poco hasta ahora, salvo un País Vasco precioso que nos acogía con tonos ocres y verdes marchitados por un invierno que parecía apretar con fuerza, previniéndonos de lo que nos espera mucho más al norte. El viaje empieza en Malmö, al menos para mí, aunque el tópico sea cierto y el destino no sea nada más que una excusa para el camino.

Hasta ahora genial, para qué voy a mentir. Sinceramente, todo está superando las expectativas, mucho más de lo que cabía desear. La culpa es de todos. Leticia y Julián completan un equipo que hace muy buena pinta, frescos, cariñosos y divertidos. Me tratan como un rey y eso que no me gusta la monarquía. Mi cuerpo responde bien, mi culo responde como un jabato y aguanta kilómetros y kilómetros gracias a un cojín de viscolatex que ha resultado ser la compra del siglo, quién lo iba a decir. Quizás el único problema sea compaginar devorar kilómetros con devorar conversaciones interminables que aparecen en cada parada para repostar depósito y estómago. A ver cómo lo solucionamos. No me preocupa. Javier insiste, y hace bien, en que el viaje se vaya definiendo día a día y salvo las paradas obligadas en Malmö para preparar el coche de camino a la aurora. Todo lo que suceda estará perfecto.
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¿El segundo día? Más de lo mismo, salvo que Francia me ha parecido un país largo y extremadamente caro. Muero de ganas por llegar a Copenhague y pegarme un paseo más o menos corto por el centro. Sea como sea, Malmö y la aurora cada vez están más cerca.