Me pregunta kcabkcarT, en el escrito anterior, si quedaba bien la furgo en el parking del Hotel 5* y el 5*GL o desentonaba ligeramente.

Es una pregunta interesante. Conozco a mucha gente que le da gran importancia a la apariencia del coche. Algunos que incluso arriesgan su competencia profesional o el bienestar familiar a cambio de la apariencia de los coches que conducen. Un coche aparcado es un coche aparcado. No corre ni más ni menos que cualquiera de los que está a su alrededor, ni es más cómodo, porque no hay nadie dentro, ni tiene mejor estabilidad. Un coche aparcado es sólo apariencia.

Conozco a periodistas del motor que sólo se suben en coches de determinada categoría, o que sólo utilizan coches de determinado nivel, para sus viajes, para llevar los niños al colegio o simplemente para ir a casa por la noche y regresar al trabajo la mañana siguiente. Quienes mandan en las redacciones de algunos medios, se llevan a casa el coche más molón (independientemente de quién tenga que escribir luego la prueba) y en estricta sucesión jerárquica, los redactores considerados de menor categoría (¿Qué será eso?) se llevan coches de menos caballos, menor precio o de apariencia más pobre.

Hace unos años, 15 más o menos, fui a cenar con mi novia a Zalacaín, un restaurante de Madrid al que todo el mundo ponía por la nubes. Fuimos en un Fiat Uno de 45 CV de potencia. Era nuestro coche. Un coche de segunda mano con el que nos pegamos viajes preciosísimos, a 140 km/h en las bajadas y a la velocidad que fuese en las subidas. Yo por aquella época llevaba ya varios años trabajando como periodista probador de coches y es probable que tuviera aparcado en el garaje algún coche más caro y aparente que el Fiat Uno, pero para movernos por dentro de Madrid y para dejarlo en la calle, preferíamos utilizar con el «pelota». Un «pelota» maravilloso, que nos permitió viajar y descubrir lugares deliciosos.

[No he vuelto a Zalacaín. Nos trataron mal desde los aparcacoches (dos, no sé por qué, no había tanto movimiento, creo) hasta quien nos despidió al salir (creo que no nos despidió nadie). No sé si fue a causa del «pelota» o de que no teníamos la pinta adecuada [mi novia de entonces era (y es) superestilosa y yo hago lo que puedo]. Para colmo el steak tartare que comí estaba malo. Lo trajeron preparado, sin posibilidad de cata previa, como prefabricado (cortado a máquina) y con carne seguramente demasiado reciente. En fin. Supongo que en parte todo me parecía mal por la mala leche que me entró. (Era más o menos 1993, no tengo ni idea de cómo será Zalacaín ahora. Ahora, si quiero comer bien voy a ver a mi amigo Iñaki Camba, de Arce, por ejemplo, que me da unos abrazos cuando entro que me hace hueco en el estómago de forma automática cuando voy sin hambre. O a mi amigo Ricardo, de Kabuki, para que me sablee con felicidad mutua. Tengo más amigos con restaurantes en Madrid, todos caros, hay que joderse. Juanjo, de la Tasquita de Enfrente, que hace más o menos un año me dejó trabajar un día de camarero en su casa, porque me hacía ilusión acercarme a conocer ese oficio. En fin, no sigo hablando de restaurantes. Ya no me queda más remedio que no nombrar a otros que conozco o que me han gustado y que me gustaría meter aquí (con calzador), pero no era esa la cuestión de este artículo.]

El otro día me contaron de una empresa en la que los veteranos (socios) pueden beber en vasos de cristal y los becarios sólo pueden utilizar vasos de plástico (o algo así, porque me cuesta tanto de creer que seguramente lo entendí mal). O que hay servicios para jefes y servicios para no jefes. Cosas así de raras que a mí me cuestan de creer y de entender los motivos por las que alguien pueda gestionar así una empresa.

La furgona es un coche como cualquier otro. Con carteles de ATESA en los laterales, porque es de alquiler. Cuando me bajo de la furgona soy el mismo ignorante que cuando me bajo de un Maybach, quizá el coche de serie más caro que he conducido. Hay personas que me superan en ignorancia. Estoy seguro de que no es porque se bajan con más frecuencia que yo de coches caros y aparentes.

LA FURGONA FRENTE AL HESPERIA FINISTERRE

De los dos hoteles caros en los que hemos estado durante estas vacaciones, la furgona sólo ha estado aparcada delante del Hesperia Finisterre, de cinco estrellas. Al llegar pregunté en recepción:

—¿Qué hago con el coche?

—Déjeme las llaves que nosotros nos ocupamos.

—De acuerdo. Es esa furgona aparcada enfrente.

—Muy bien. Si la van a necesitar, nos avisan con 10 minutos, para que se la traigamos a la puerta.

—Perfecto. Gracias.

Al cabo de 10 minutos bajamos de nuevo a recepción y el recepcionista (muy amable desde que entré a preguntar si tenían habitación libre porque no teníamos reserva) nos dijo:

—Aquí tengo la llave de su furgona.

Me hizo gracia que la llamara furgona, mimetizado ya con nuestro lenguaje. Sonreí y le di las gracias.

A la mañana siguiente, después del desayuno, cuando bajamos a pagar para irnos, nos tenían la furgona preparada delante de la puerta. Un hombre nos acompañó con las maletas.

—No sé si tendremos sitio para todo el equipaje —dijo con sorna y una sonrisa.

La furgona nos hacía felices a todos. En el Hesperia Finisterre parecían orgullosos de tenerla aparcada en la puerta. Era el mejor coche de todos los que había por allí. Nos llevaba de vacaciones. ¿Cuál podía ser mejor?