La última semana ha sido ajetreada. El ajetreo me ha llevado a cosas magníficas. La primera de ella es a recordar a Manuel Aguilar, ese maravilloso catedrático de química que hace más de treinta años llevaba unas melenas infames y que mucha gente detestaba por su forma de explicar y por su pasotismo ilustrado.

Yo era feliz en las clases de Manuel por su sabiduría y por su visión crítica del mundo. Recuerdo cuando explicaba las reacciones de oxidación reducción. Siempre contaba el chiste del pastor y las ovejas. Las blancas son mías.

Un día, no recuerdo por qué motivo, un grupo de alumnos empezó a tirarle tizas mientras él estaba de espaldas para escribir en la pizarra. No se inmutó y siguió explicando como si tal cosa. Al acabar la clase nos dijo: «Por si les interesa, en Venezuela, los alumnos venían a clase con pistola».

Otra de las cosas magníficas de esta semana ajetreada ha sido encontrarme con el blog y los artículos de «La mirada del mendigo«, de los que desconocía su existencia.

En este blog hay tres artículos relacionados con al asunto de Volkswagen que recomiendo que lean a quienes estén interesados en esta cuestión:

La encerrona a VW

Actualización del VWGate

Cuando las barbas de tu vecino…

El ajetreo también me llevó a posponer hasta ayer una cena que tenía prevista para otro día. La cena, deliciosa y que se prolongó mucho, me dejó despierto para ver el espeluznante eclipse de luna. No sé si lo vieron en directo. Si no lo vieron, les recomiendo que lo hagan la próxima vez que se repita el fenómeno.

Nunca la luna está tan presente como en una eclipse como este. Nunca he tenido la sensación de ver una esfera de ese tamaño flotando en el universo con la nitidez y evidencia que tuve ayer. Es un espectáculo que las fotos no permiten captar, por buenas que sean. Esa bola enorme, flotando en el cielo. Enorme. Eso he dicho.

En la cena también, aparte de momentos excelsos, conocí un texto de García Márquez, un broche perfecto para cerrar la semana:
AQUEL TABLERO DE LAS NOTICIAS

Desde la tercera década de este siglo, y durante unos diez años, existió en Bogotá un periódico que tal vez no tenía muchos antecedentes en el mundo. Era un tablero como el de las escuelas de la época, donde las noticias de última hora estaban escritas con tiza de escuela, y que era colocado dos veces al día en el balcón de El Espectador. Aquel crucero de la avenida Jiménez de Quesada y la carrera 7ª —conocido durante muchos años como la mejor esquina de Colombia— era el sitio más concurrido de la ciudad, sobre todo a la horas en que aparecía el tablero de las noticias: las doce del día y las cinco de la tarde. el paso de los tranvías se volvía difícil, si no imposible, por el estorbo de la muchedumbre, que esperaba impaciente.

además, aquellos lectores callejeros tenían una posibilidad que no tenemos los de ahora, y era la de aplaudir con una ovación cerrada las noticias que les parecían buenas, de rechiflar las que no les satisfacían por completo y de tirar piedras contra el tablero cuando las consideraban contrarias a sus intereses. Era una forma de participación activa e inmediata, mediante la cual El Espectador —el vespertino que patrocinaba el tablero— tenía un termómetro más eficaz que cualquier otro para medirle la fiebre a la opinión pública.

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