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Por Iñaki Berazaluce.

Durante las últimas tres semanas he recorrido 3.000 kilómetros conduciendo el coche que podéis ver en la foto: un precioso Renault Clio con trazas de deportivo y espíritu tunero. No es el tipo de coche que me compraría yo pero es el que me tocó en gracia cuando le pedí a mi buen amigo Javier Moltó una cabalgadura para la Ruta Estrambótica.

El objetivo de la Ruta Estrambótica es recabar material inédito para el libro que estamos preparando desde Strambotic y que verá la luz en algún momento de este año. Buscábamos (y seguimos buscando) personajes de leyenda, anécdotas, historias originales e individuos estrafalarios por toda la geografía española. Lo estrambótico no se acaba en el mar, que hay barca para seguir.

Durante estas tres semanas he visitado lugares de cuya existencia dudaba, como el infranqueable Palmar de Troya, me ha afeitado el Surfer Barber, el barbero de Silvio Sacramento, he estado a punto de caer por el epicentro de la España profunda, me han echado con cajas destempladas del bar de María Jesús y su acordeón en Benidorm. He visto rotondas en Murcia que, vosotros humanos, no creeríais.

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En la playa de Levante, Benidorm.

¿Qué hace un tipo como tú en un coche como este?

Eso mismo me preguntaba yo. Hace unos cuantos años mantuve en este mismo medio, km77, un blog llamado Sin Plomo que consistía básicamente en poner a parir los coches y despotricar contra todo lo relacionado con el mundo del motor, una idea incongruente que sólo se le podía ocurrir a un tipo del jaez de Javier Moltó. Años después acudo a pedirle a mi antiguo patrón un coche “de esos que te regalan las marcas”. Por descontado, Javier no dudó ni un femtosegundo en responder afirmativamente. Un mes después le propuse comprarle el buga amarillo que tan buenos momentos me había dado. Llamadme contradictorio.

Yo no tengo coche porque pienso que hay demasiados vehículos por el mundo y que para las pocas veces que lo necesito (un viaje largo o llegar a un lugar remoto donde no llega el transporte público) merece la pena alquilar uno o echarle morro y pedir uno a algún amigo o familiar. Hay muchísima coches ahí fuera deseando que les den una vuelta para quitarse el polvo. Llamadme jeta.

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España mira hacia el futuro y más allá.

El caso es que estoy habituado a coches más viejunos y más humildes que el pedazo de Clio que me prestó km77, coches “de padre”, más discretos, lentos y “aburridos”, si es que acaso un coche puede ser “divertido” como Ángel Garó o Chiquito de la Calzada. A los mandos de este auto seudo-tuneado (el tunning, por definición, no puede venir de fábrica) me sorprendí a mí mismo conduciendo como me imagino que lo hubiera hecho un poligonero: picándose en las rectas con Audis TT, Seat Leones y otros monstruos del asfalto. Conducir un coche amarillo forja carácter. Bakala, para ser más exacto.

Entre enero y febrero he visitado ocho capitales de provincia, decenas de pueblos y un puñado de espacios naturales de singular belleza. Pero lo que más me ha gustado no eran tanto los destinos como el trayecto en sí: atravesar interminables llanuras castellanas escuchando música country; sortear puertos de montaña en el Levante español a ritmo de jazz o recorrer lentamente las marismas de Sevilla a ritmo de soleá. La música la elegían los locutores de Radio 3 o Radio Clásica mi única compañía, pues para mi sorpresa el radiocasette del coche no pillaba ni casettes ni CDs, pero sí Bluetooth. ¡Caray, cómo han cambiado los coches!

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Rotonda del Tío Pepe, en Jerez de la Frontera.

La Ruta Estrambótica empezó en Madrid, bajó hasta Cádiz y luego fue bordeando la costa hasta llegar a Benidorm, volviendo desde allí a la capital del reino. ¿Y por qué hacia el sur?, se preguntarán mis improbables lectores. ¿Acaso Andalucía y Murcia son más estrambóticas que Galicia y La Rioja, por ejemplo? Negativo: es que no hace tanto frío, el verdadero motivo subyacente en mi migración invernal. Mientras España entera temblaba aterida por la ola de frío, yo estaba disfrutando de una paella con Tito, de Verano Azul, en Nerja. Es un trabajo duro, sí, pero alguien tiene que hacerlo.

No os voy a contar mucho más de mi periplo (tendréis que esperar a que salga el libro para enteraros) pero sí os adelantaré un tema fascinante: las escalofriantes rotondas de Murcia, verdadero vórtice del movimiento artístico que he dado en llamar rotondismo. Los simpáticos murcianos me insistían en que visitara su espectacular catedral o que disfrutara de su renombrada movida nocturna, pero yo les insistía que no, que yo había llegado a aquellas tierras buscando no lo bonito, sino lo feo, digamos el espeluznante monumento a los artistas, también conocido como “el alfiletero de un alienígena”.

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«Monumento a los poetas», Murcia.

Soy un tipo raro, sí, pero no el único: fui a la Universidad de Murcia con el propósito expreso de ver y fotografiar una rotonda inverosímil que me envió un lector del blog: un viejo Chrysler partido en dos. Pregunté a un guardia de seguridad por el monumento en cuestión, y no sólo me indicó muy amablemente cómo llegar a él sino que también me dibujó un preciso mapa de las rotondas más feas de la ciudad. Resulta que el bueno de José Antonio, que así se llamaba el hombre, compartía mi misma “perversión”: visitar y fotografiar rotondas espantosas de las cerca de 23.000 que se estima hay en nuestro país.

El psicólogo John Gottman cuenta en el libro ‘Blink’ de Malcolm Gladwell cómo se sumió en una misteriosa depresión estudiando los microgestos del rostro humano: a fuerza de imitar las expresiones de pena y desidia, su cerebro acabó interpretando aquellos gestos como estados anímicos y no al revés. Tras tres semanas de ver sitios feos y conocer personajes extremos yo también empecé a sentirme un poco abatido, así que a mediados de febrero decidí poner proa hacia Madrid y finiquitar la ruta. Eso sí, antes pasé por Albacete, para vacunarme definitivamente de todo mal.

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Si has caído aquí buscando la prueba profesional del coche, pincha aquí mejor.

Strambotic, The Book, muy pronto en su librería más cercana.