Hacía tiempo que les debía una explicación por aquí y no era desde luego cuestión de seguir debiéndola más tiempo, que no se lo merecen.
 
Voy a sincerarme con ustedes.
 
En la media parte del año de Nuestro Señor 2013, un servidor de ustedes y de Hacienda, había quedado a almorzar con Javier Moltó. Esperé su llegada en un restaurante italiano de la capital con una copa de vino tinto y un no sé qué como de queso que pusieron frente a mí y cuya textura, como de otro mundo, me turbaba.
 
Llegó, como siempre, tarde; no era una novedad que lo hiciese, ni era la primera vez ni sería la última. La puntualidad no era la mejor de sus virtudes, pero siempre se le disculpaba porque su tardanza venía tradicionalmente arropada de una amplia sonrisa, como de niño travieso que quiere trucar el castigo por un arrumaco.
 
La pasta estaba simplemente aceptable, el vino hacía milagros por elevar la deficitaria virtud de aquella pasta, y ya en tiempo de café, Javier Moltó me embarcó en esta aventura, “tú escribe de lo que quieras”, me dijo, mirándome a los ojos de nuevo con esa sonrisa desarmante, desarticuladora. “De lo que quieras”, recalcó mientras se colocaba bien el paquete que al parecer debía habérsele desubicado un poco tras la visita que había realizado al cuarto de baño y que había finalizado apenas unos instantes antes de que sirviesen el café y unas pastitas indefinibles y algo destrozadas sobre la mesa.
 
Y así nació este blog. El fruto de una comida agradable, una cálida sonrisa y una hombría volteada. Yo empecé a escribir sobre coches en el entendido de que mi condición de piloto en activo, a veces en pasivo o hipertensivo, me permitía escribir desde una perspectiva de conducción un poco más extrema, menos utilitaria o al uso, y así empezó su marcha este blog, con un regusto por la conducción, el ars vivendi y una de calamares.
 
Y fielmente iba publicando, con dispar fortuna, mis entradas después de haber probado algo que Alfonso, el madelmán de la redacción, me había procurado. A veces con inquina y mala leche. Mucha. Cabrón.
 
Hacia la mitad del 2014, me tocó probar dos coches: un Mazda MX5, y un Lexus GS 300h. (No, del Tata no hablo, que su memoria aún persigue mis sueños)
 
Escribir sobre coches es relativamente sencillo, hacerlo bien, nada fácil; yo no tengo idea de cómo lo hago y por eso procuro no preguntármelo, no vaya a ser que acabe respondido. Pero cuando se trata de poder trasladar una impresión, una sensación de cómo va y se comporta un coche al encorsetado vocabulario que guillotina y ahorma las emociones a palabras preestablecidas, es endiabladamente peliagudo. Porque no se trata de decir “va bien, subvira, es lento”.
 
Eso no aporta nada de valor.
 
A ustedes les importa o les debe de importar una liendre y media esas informaciones descriptivas del comportamiento que se leen por ahí. Lo que quieren saber es qué es lo que sentirían conduciéndolo. Qué es lo que contarían a un amigo si el coche fuese suyo y les pidiesen un comentario sobre él. Estoy seguro de que al amigo que se interesa por su coche nuevo no le dirían “mira, Manolo: el coche subvira un poco y podría ir más firme pero tiene un tapizado muy agradable al tacto aunque frio en invierno y el infotainment es altamente intuitivo y de uso agradable”.
 
Y por eso, cuando pasa algo de tiempo desde que se ha probado el coche, traducir la emoción para que la puedan compartir, a palabras sobre un papel, es difícil. Mucho.
 
Y eso fue lo que pasó, ni más ni menos y de ahí mi propia mora, sin sonrisa que la cobije. Probé aquellos coches y por razones de trabajo no pude comenzar a escribir hasta pasado un tiempo y cuando pude ponerme a escribir mis sensaciones, éstas estaban tan difuminadas que apenas sí resultaban útiles para hacer de ellas una prueba.
 
Del Mazda recuerdo que era un mal chiste. Tosco, grosero, viejo en su concepto y en su concepción; rudimentario, poco divertido, nada refinado y hasta molesto, primitivo. Como montarse en Belén Esteban y tratar de conducirla por Buckingham. De esas fórmulas que sobre el papel deben de funcionar pero a la hora de probarlas falla algo. Pretendiendo ser salvaje, se queda en atrasado, confundiendo la sencillez con la simplicidad.
 
Del Lexus pues que era lo que esperaría de él quien se lo comprase sin defraudarle una pizca. Lexus es una marca a la que le tengo un cierta estima. Envejecen como antes envejecían los buenos coches: sin que se notase que lo hacían porque siempre parecían nuevos. Aquella versión no era un tiro ni mucho menos, es más, era algo ñoña y de marcapasos, pero su comprador a buen seguro valoraría más la cabina, los materiales, el servicio posventa y la ausencia de problemas que unas prestaciones infartantes que estaban muy ausentes de ahí. Si el Mazda era conducir a Belén Esteban, el GS300h era montarse en Monseñor Rouco Varela: algo predecible e infatigable.
 
Pero esas sensaciones no bastaban para una prueba.
 
De lo que quieras”, dijo Moltó.
 
Así que sirvan estas explicaciones para que con ellas me ponga al día y por ellas Alfonso empiece, si a bien lo tiene, a gestionarme algún que otro chisme en el que menearme.
 
Y como quiera que el Moltó de aparición morosa me facultó para escribir de cualquiera cosa, queden advertidos de que puedo empezar a rajar de las cosas más insospechadas, aunque nunca llegaré a escribir, como el fetichista legitimador y habilitante, de duchas de hoteles.
 
Explicados están, y con ello me he sacado una espina que me pesaba.
 
De ustedes y a la espera de publicar pronto,
 
JM