Con cierta frecuencia tengo que moverme por Madrid en taxi o con un coche del servicio Cabify, cuyo funcionamiento me parece fantástico. También paso muchas horas al volante en carretera y por ciudad, en todos los rangos horarios: durante las horas de trabajo, por razones obvias, y también por la noche y de madrugada, que es cuando me gusta viajar porque hay menos tráfico (y, por qué no decirlo, menor presencia de radares móviles).
En todas estas situaciones me cruzo con conductores de furgonetas, camiones y autobuses, y observo la conducción de taxistas y chóferes cuando me llevan y me traen. No puedo evitar ir pendiente a la conducción de todo aquel con quien me subo, ni dejar de pensar en lo bien o en lo mal que, según mi criterio, lo está haciendo.
Por esta misma razón no comparto trayecto con usuarios de Blablacar de otra forma que no sea con mi propio coche, manejando yo. Creo que acabaría amargándole el viaje antes que amenizándoselo a otro conductor.
Una de las cosas que más me ha llamado la atención de los últimos viajes que he hecho con conductores de Cabify ha sido el uso que hacían del cambio manual de sus coches. De los tres últimos, uno de ellos conducía un Toyota Avensis, otro un Škoda Superb y otro un Mazda 6, siempre Diesel.
En un trayecto idéntico (del barrio madrileño de Sanchinarro a la Terminal 4 del aeropuerto Madrid-Barajas Adolfo Suárez), en el que suelen ir por la autovía M-11, todos superaron los 100 km/h, e incluso los 120 km/h durante un buen trecho, pero ninguno engranó la sexta velocidad. Siempre circularon en quinta, como máximo, y dos de ellos no emplearon el cambio para retener en las frenadas, especialmente en una curva pronunciada en la que pasan de, aproximádamente, 110 a 60 km/h. Entraron y salieron de la curva en quinta y sólo redujeron velocidad con el freno.

Esto me recuerda una anécdota con un conocido, que me aseguraba que la sexta de su coche no la había usado nunca porque «total, no se puede ir a más de 120 en autovía y para eso con la quinta es suficiente».
Hay muy pocos coches de los que haya probado en los que recuerde que no podía hacer uso de la sexta velocidad a partir de 80 km/h, por poner una cifra media. En los Diesel, puede suceder que tengan un desarrollo de la sexta muy abierto respecto a la quinta y que, tal vez, hasta 100 km/h el motor gire tan bajo de revoluciones que sólo produzca vibraciones y sea evidente que «no gira cómodo». En los de gasolina, es extrañísimo (en mi coche, un Mazda6 MPS, puedo engranar sexta a 60 km/h).
No voy a comenzar un debate sobre cómo emplear el cambio y qué es perjudicial y qué no lo es para un motor. Es perjudicial solicitar una alta carga a bajo régimen y en marchas largas, pero no lo es circular «a pelo de gas», empleando exclusivamente la potencia necesaria para avanzar. Es la forma correcta de optimizar el consumo y no es excluyente de tener la «sana costumbre» de acelerar a fondo con cierta frecuencia en marchas cortas para dar velocidad a los gases de escape y eliminar depósitos de carbonilla que a la larga traen problemas. Yo lo hago todos los días, en alguna incorporación, y paso de tercera a sexta con mucha frecuencia en esa maniobra.
Por eso me llama la atención que alguien que dedica tantas horas a transportar a personas, que vive de ello y, probablemente (no lo sé) le va gran parte de la rentabilidad de su negocio en el consumo de carburante, no aplique técnicas de conducción eficientes en su rutina diaria. Es decir, que un profesional del transporte de pasajeros no conduzca de forma profesional. En estas situaciones no puedo dejar de pensar: «¡joder, ese consumo se puede mejorar fácilmente!».
Si atiendo a la cuarta acepción que la RAE hace sobre la palabra profesional, «Dicho de una persona: Que ejerce su profesión con capacidad y aplicación relevantes», entonces no todos los conductores de Cabify aplican su capacidad de forma relevante, entendiendo esta como sobresaliente. Miento. La aplican bien en su labor de transportar pasajeros al lugar que convengan.
Y aquí me nace la pregunta con la que titulo este artículo: ¿a quién consideramos un conductor profesional? Porque, si por profesional entendemos a todo aquel que ejerce su profesión conduciendo un vehículo, entonces un taxista, un transportista o un chófer de autobuses es un conductor profesional. Yo, bajo ese rasero, soy un conductor profesional, porque me gano la vida probando coches. Este mismo rasero es el que suelen aplicar los medios de comunicación cuando hablan del tema (y de otros muchos, cuando citan a «expertos»).
Ahora bien, si por el término «conductor profesional» englobamos a quien conduce aplicando técnicas precisas en cualquier situación y ante cualquier circunstancia que se le presente (es decir, de forma relevante), entonces la cosa se complica. Yo, bajo este rasero (que considero el correcto) no soy un conductor profesional. No lo soy porque, cuando me comparo con alguien que sí lo hace (como un piloto, habitualmente cuando trabajan como instructores en cursos de conducción gran parte de su tiempo), compruebo cuáles son mis carencias y cuánto dista mi manejo de ser tan preciso y afinado del que ellos hacen.
Por esta misma razón, en absoluto considero (y voy a aplicar una generalización, le pese a quien le pese) a un taxista o un transportista un profesional de la conducción, salvo que su técnica sea extremadamente depurada.
Ni que decir tiene que un camionero debe tener una técnica bien aprendida para llevar un camión y un taxista debe conocer bien las mejores rutas. Pero ser un buen conductor o vivir de conducir no es ser un conductor profesional. Se puede ser buen taxista y mal conductor. Se puede ser «buen» periodista del motor y mal conductor. Ser profesional no sólo consiste en ir con ciertas garantías de seguridad del punto A al punto B. Eso lo hacemos todos siempre y cuando las condiciones sean normales.
Lo mismo aplica a muchas otras situaciones relativas a la conducción, más allá de la gestión de la energía del vehículo (que es, a groso modo, lo que se hace al manejar bien el cambio): la postura al volante, la capacidad de anticipación en el tráfico y la capacidad de reaccionar con seguridad en maniobras peligrosas como una esquiva o una frenada de emergencia, por ejemplo (lo que distingue al profesional es su respuesta ante condiciones adversas). ¿Es necesario que les diga a cuántos taxistas y chóferes suelo ver bien sentados y a cuántos veo respetar la distancia de seguridad? Creo que conocen la respuesta. Y ojo, porque la seguridad al volante comienza con una postura correcta y por emplear todos los elementos de forma óptima: reposacabezas, altura del cinturón, retrovisores, etc. Y aquí es raro el que cumple con todo escrupulosamente.
Los años de experiencia al volante se suelen utilizar, también, como una forma de medir lo experimentado que es un conductor. Según mi criterio, está mal hecho. Los años de experiencia no son equivalentes a los kilómetros de experiencia: hay muchos conductores con décadas de carnet que recorren unos pocos kilómetros al año. Tampoco lo son a la seguridad con que se maneja. Se pueden tener malos hábitos fortalecidos durante muchos años. A fin de cuentas, a nadie le gusta que le tosan sobre sus vicios adquiridos durante sus «años de experiencia». Ojo, con esto no voy a decir que yo lo haga bien. Ya les he dicho que yo tampoco soy un conductor profesional.
Según la (simplista) forma de valorar que tiene la DGT, aquellos con todos los puntos en su carnet son «buenos conductores». Las compañías aseguradoras también parecen opinar igual. Pero este asunto da para hacerse muchas más preguntas; disculpen que me haya desviado.
Cuando subo al coche con un instructor al volante (al fin y a la postre, un piloto. Porque también hay instructores e instructores) y salgo a carretera o a circuito, disfruto viendo cómo gestionan todo lo que implica su profesión. Cómo son capaces de circular, si quieren, a un ritmo que no está al alcance de la gran mayoría de usuarios de la vía (DGT dixi) con un margen de seguridad enorme. Cómo respetan escrupulosamente la distancia de seguridad y se anticipan a los movimientos de otros, cómo señalizan cada maniobra o cómo consiguen que, además, el gasto de carburante sea el mínimo posible. Y todo a la vez. Es un aprendizaje y una cura de humildad enorme.
Por eso, cuando oigo en los medios de comunicación que se ha realizado una encuesta entre conductores profesionales, o que se ha consultado a los «expertos de la conducción» sobre tal o cual decisión que afecta a la seguridad vial o al manejo de vehículos, siempre me viene a la cabeza la misma pregunta: ¿de verdad lo son?

Mario Garcés