Queridos y queridas,

 

¿Qué tal están? ¿Siguen caminando erguidos o ya lo hacen con una ligera inclinación (como yo)?

 

Por no incidir en esa línea de pensamiento, dejémoslo en que espero que sigan respirando y en que continúen haciéndolo durante mucho tiempo.

 

Hoy voy a comentar una serie (ya saben mis fieles, mi adorada congregación, que a veces lo hago). Y voy a comentar una serie porque me parece la mejor serie que he visto en muchísimo tiempo y porque me da la gana.

 

No soy muy fan de Netflix, déjenme decir eso para empezar. Creo que producen tanto y tan rápido que es obvio que responden a un patrón de cantidad más que de calidad. Como resultado de ese patrón, la mayoría de productos que pueden verse en esa bonita plataforma por streaming son irrelevantes.

 

Sin embargo, de cuando en cuando (y sin anuncio previo, lo del marketing lo llevan mal, excepto cuando se trata de promocionar Narcos, entonces sí) aparece algo excepcional. Algo que me obliga a seguir pagando la cuota. Algo que me hace pensar que aún quedan esperanzas.

 

Esta vez es un documental seriado, en seis partes. Se llama Wild wild country.

 

Explica la delirante historia de una comunidad religiosa que en los años 80 apareció de la nada en pueblo de Oregón. Osho, el extraño líder de un culto religioso en la India decidió un día que en su país iba a tener problemas y que había que ir buscando otro sitio para seguir viviendo como un marajá. Así fue como este señor y su mano derecha empezaron a buscar (con dinero fresco, proveniente de sus fieles) una extensión de terreno lo suficientemente grande para fundar allí una ciudad. Han leído bien: una puta ciudad. Entera.

 

Advertencia: si no la han visto (y deberían verla), búsquenla y pónganse a ello/a. No sigan leyendo. En serio.

 

Vamos allá, yo ya lo he advertido.

 

Lo que sigue es una historia tan rocambolesca, loca y bestial, que uno se siente obligado a recordarse continuamente que algo así solo puede ser verdad. Decía Truman Capote que la diferencia entre realidad y ficción debe ser coherente.

 

Wild wild country empieza con un grupo de hippies fundando una comunidad idílica en medio de ninguna parte (un pueblo de 50 habitantes), sigue con esos mismos hippies comprando armas y rifles semi-automáticos y organizando el mayor ataque de bio-terrorismo de la historia de Estados Unidos y acaba con un fraude de decenas de millones de dólares y un culto religioso en desbandada.

 

Por el camino, intentos por trampear elecciones, secuestro de vagabundos (no me lo invento), drogas, Hitler, una magnum 357, una psicópata con sonrisa de cantante de ópera,  celos, orgías, un Rolex de un millón de dólares, setenta y cuatro rolls-royce y un nivel de chifladura que no recuerdo desde Videodrome, de David Cronenberg. Eso sí, lo de Cronenberg era una película y todo lo que he explicado más arriba es verdad.

 

Lo mejor de Wild wild es la neutralidad (aparente) con la que sus directores tratan a los protagonistas. No hay juicios de valores, ni voz en off con vocación aleccionadora, ni intento alguno de manipular al espectador. Lo que si hacen estos tipos (extremadamente bien) es dejar que cada uno se ahorque con la soga que forman sus palabras. Ver a la mano derecha del gurú (Sheela, una mujer que da pavor) admitir barbaridades sin ni siquiera parpadear, es sencillamente brutal. Los habitantes del pueblo, los abogados, los militantes de la secta… todos tienen el derecho de palabra y todos lo ejercen sin manías.

 

Háganse un favor y dediquen seis horas de su vida a verlo. No habrá segunda temporada, ni ahora ni nunca, así que es una vez y basta.

 

Ya me lo agradecerán,

T.G.