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Señoras y señores, ¿qué tal están?

Yo hoy me he levantado con el ánimo sombrío. Es uno de esos días en los que cogería mi soplete industrial, bajaría a la calle y haría algunos interrogatorios improvisados a personas aleatorias, sólo para ver si se me pasa esta mala hostia. Menos mal que no es contagiosa, porque si lo fuera mañana a esta hora estaríamos hablando de una plaga de dimensiones apocalípticas.
Estoy pensando en mudarme señores/as, en largarme de este país a otro. Lejos. De hecho, si no fuera porque sé de buena tinta que mis líos me siguen a cualquier parte, haría la maleta mañana mismo y no me verían la jeta nunca más (es una forma de hablar, ya que no me la han visto hasta ahora… al menos, no todos ustedes).

¿Saben lo peor? Creo que nadie me echaría de menos. Mi hermana (que siempre he creído que es adoptada), mi cuñado (el mago del bosque encantado) y mi pobre padre se olvidarían de mí en cuanto hubiera salido por la puerta y mis amigos/as harían una fiesta para celebrar mi desaparición. Así que un día de estos haré la maleta, cogeré mis blu-rays y unas gafas de pasta que tengo para los días en los que me apetece sentirme intelectual y me iré en un velero, como decía José Luís Perales o Nino Bravo, que ahora no me acuerdo.

Bueno, miento, mi perro me echaría de menos, así que tendría que llevármelo. Ayer el hijo de puta estuvo a punto de sacarle un ojo a un pobre hombre que se estaba atando un zapato. Se mascó la tragedia, se lo aseguro. El animal tiene alma de anarquista y a pesar de mis esfuerzos por convencerle de que no pegue saltos de dos metros sin notificármelo antes, parece que nos ha salido librepensador. Un día hablaremos también del precio de su comida, porque el cabronazo come bastante mejor que yo y un día de estos voy a tener que pedir una hipoteca para que pueda seguir haciéndolo.

En fin, que si súbitamente dejo de escribir en este delicioso blog que sepan que me he ido o que he muerto. Ahora mismo podría ser cualquiera de las dos cosas y prefiero no descartar ninguna posibilidad.

Cambiemos de tema, antes de que haya un suicidio en masa entre mis queridos/as lectores/as. Sé que les afectan profundamente mis estados de ánimo. A mí también me afectan mucho los suyos, que lo sepan.

Ayer empecé a ver Sense8, la serie de televisión que los Wachowsky (ya saben, aquellos chavales que empezaron haciendo dos peliculones como Lazos ardientes y el primer Matrix) han vendido a Netflix. Miren, a mi la verdad es que los Guachoski estos ya me traen sin cuidado porque sus últimas películas me han interesado cero, en un fenómeno similar al de M Night Shyamalan, que hizo una ristra de obras maestras para acabar metido en un lodazal de mediocridad que ya querrían para si Julio Medem o Isabel Coixet (aún no he visto la última maravilla de la directora catalana pero prometo hablar de ella en cuanto lo haga, en serio).

Sense8 es la historia de ocho personajes que un día empiezan a sufrir unas visiones y saben que tienen qué hacer algo al respecto. Esto se lo puedo contar porque he leído la sinopsis, ya que si ustedes ven el piloto no entenderían una mierda. Bueno, cabe la posibilidad de que todos los lectores de este blog sean visionarios y yo esté en baja forma, pero creo que viendo la primera entrega de Sense8 lo único que le queda claro al espectador es que los Guachoski tienen un camello de lo más competente y que el producto que se están metiendo es de primerísima calidad: es el problema de las buenas drogas, que cuando las pruebas no quieres otra cosa.

También cabe la posibilidad de que se hayan vuelto completamente locos. Así que empecé a ver Sense8 ayer a las 9.30 y a las 10.15 ya había acabado de ver Sense8. Para siempre. Gracias a Dios.

(en la serie parece el ‘actor’ español Miguel Angel Silvestre en el que es -sin duda- el peor papel de su carrera, que ya es decir, no sé si me explico)

Por favor, échenle un ojo a esta bonita serie y comuníquenme su veredicto.

Ahora, les dejo, creo que voy a bajar a la calle a por unas víctimas, previa visita a casa de mi vecino Rocky Balboa.

Abrazos/as,
T.G.