bestias

 

Se lo digo claro: no hay manera de mantener la disciplina. Al final,entre una cosa y otra, no soy capaz de escribirles un buen post. Por cierto, ¿vieron a uno/a que en la sección de comentarios me decía que la película de Joel Joan era de lo mejor que había visto en su vida? Me gustaría saber qué se toma la gente que escribe a veces aquí. No pretendo ofenderles, pero si hay alguna sustancia de la que yo deba tener conocimiento porque contribuirá a aliviar mi perpetua agonía vital, no sé qué están esperando a comunicármelo.De lo contrario serían ustedes/as muy crueles.

Miren, hoy no me encuentro especialmente de buen humor, pero, en lugar de cargar contra todas las películas de mierda que me he tenido que tragar entre viaje y viaje (y créanme, las he visto, y ustedes/as no, y eso hace que ahora mismo su vida sea mucho mejor que la mía), voy a hablarles de una joya que me tiene fascinado y que me pareció de lo más interesante que he visto en los últimos meses.

Se llama Bestias del sur salvaje y no es para ver, es más bien para experimentar. Ya, percibo un océano de cejas enarcadas, ceños fruncidos y “ya está el colgado este otra vez con sus mamarrachadas”. No, digo lo de experimentar porque intentar contemplarla al modo tradicional, con el novio/a un día por la tarde puede tener funestas consecuencias para la relación.

Es una película lenta, a veces espesa y otras insufriblemente indescifrable. Sin embargo, hay algo en ella de una pureza que se me hace difícil describir. Es como si un tipo se propusiera demostrarnos que es un salvaje y nos mordiera en el brazo. Lo sé, metáfora pelín pasada de vueltas, pero sigan conmigo. Hay pocas películas capaces de arrojarse al espectador con tanta intensidad como este filme y con una historia tan jodida.

Bestias del sur salvaje cuenta (es una palabra muy atrevida, a lo mejor debería decir “perfila”) la historia de amor paterno-filial con padre chiflado y niña encantadora que a primera vista podría parecer lo de siempre. Sin embargo, en cuanto arranca la película, uno puede vislumbrar que nada sería como debería ser. Para empezar el relato se sitúa en una especie de isla llena de chatarra que parece estar a miles de kilómetros de cualquier atisbo de civilización. Allí transcurre la infancia de esta niña de pelo alborotado con un padre borrachuzo que está a punto de palmarla y que nunca está en casa. Así,esta criatura ha aprendido a sobrevivir a base de comidas caseras altamente discutibles y pequeñas pirulas cotidianas que se inventa para pasar las horas.

En esa ausencia perpetua y en su relación posterior con el fugado progenitor, crece como la maldita espuma una película tan salvaje y desesperada como su título, una historia preciosa que tiene poco que ver con lo que uno esperaría en una historia de amor. Como si hubiéramos vuelto a la época de los cazadores-recolectores y todos se buscaran la vida sin tener que recorrer a sociedades organizadas. De hecho, calificar al padre, a la niña y al vecindario de “tribu” sería ser muy generoso. Una banda sería algo mejor. Una secta tampoco estaría mal.

Toda esa gente, que viven dispersos en un lugar inhabitable, prefiere seguir perdida que aclimatarse a una sociedad que no entienden. Así que cuando les rescatan (o lo intentan) las consecuencias serán funestas.

Si digo que es un canto a la libertad y una oda a la supervivencia pues igual parezco gilipollas, pero, qué coño, ya lo he dicho.

A por cierto, a los que esperan mi versión más beligerante les comunico que en breve se estrena la última de Almodóvar.

Como dijo Bernd Schuster: «no hase falta desir nada más».

Abrazos/as,

T.G.