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Buenas, señores y señoras, ¿cómo están?

 

2016 ha arrancado de la misma forma que terminó 2015: MEH. Me gusta mucho esa formula, ‘MEH’, resume a la perfección el ‘ni fú, ni fá’ de toda la vida.

 

Así que MEH.

 

Ya no solicitaré la ayuda del azar, del karma o del universo para enderezar la situación, como ya les dije el otro día: “Esperaremos pacientemente el final de la guerra”.

 

Precisamente el otro día, volví a ver La gran evasión (cortesía de la FNAC: pack de McQueen en Blu-day, 14 euros, cuatro películas, ¿quién podría resistirse?) y sigo pensando que es un maldito clásico. Una de las cosas que más me gustan de ella son esos actores que aparecen un segundo y que son capaces de dejar huella con un gesto, con un movimiento. Con un ‘heil hitler’ o esa manera de cerrar el porta-documentos o de mesarse el bigote. Me fascinan los que son capaces de hacer que los recuerdes cuando el tiempo que han pasado ante tus ojos ni siquiera es suficiente para que tu cerebro los procese.

 

Pero vamos a lo básico: ayer a las 11 de la mañana me fui al ladito de casa a ver The hateful eight, en 70mm ultra-Panavision, VOSE y en delicioso Dolby Atmos. Con una intro musical de 5 minutos de ese genio llamado Ennio Morricone, 17 minutos extras y el formato roadshow con intermedio incluido.

 

O sea, que soy de los pocos afortunados en este país que he podido ver la película de Quentin Tarantino como él la concibió. La mala noticia es que solo hay un cine en toda España que la proyecte así, porque las lentes para proyectar 70mm no las venden en Media market y porque para proyectar en esa anchura de pantalla se necesita un maquinista profesional y en este país se ha despedido al 90% de las personas que sabían como manejar un equipo así. De forma que los tipos que proyectan las películas son los mismos que le sirven las palomitas y le rompen la entrada. Seguro que son magníficas personas y que saben como apretar un botón para que el proyector arranque, pero a la que hay que ajustar una lente al milímetro para que la película aparezca perfectamente enfocada y encajada en la pantalla, ay amigos y amigas, entonces la hemos jodido.

 

Por eso, el Phenomena, un cine de por y para cinéfilos, cerca de la Sagrada familia, es la única sala con la ambición y el personal necesario para acometer una aventura semejante.

 

Y créanme, criaturas del blog, que cuando uno se sienta, se abren las cortinas (sí, el cine tiene cortinas) y en la pantalla aparece la intro musical en atronador dolby atmos (el mejor sonido, que tiene hasta monitores en el techo para que la sensación sea aún más envolvente) uno recuerda por qué le gusta tanto el cine y porque no importa lo grandes que hagan los plasmas, ni el 4K, ni lo poco que tarden en piratear una película: nada puede competir con la experiencia de ver una obra de verdad en un cine de verdad.

 

No puedo insistir lo suficiente en pedirles que si tienen ustedes la posibilidad de ver The hateful eight en ese cine en concreto, no dejen de hacerlo: vale cada euro de lo que cuesta.

 

Así que yo soy de esos que sí puedo hablar con propiedad de la película de Tarantino. Nadie que la haya visto en un puto ordenador o en la tele de su casa ha visto la película de Tarantino. Han visto un sucedáneo. Un mal sucedáneo.

 

En The hateful eight la experiencia de inmersión lo es todo: ocho tíos atrapados en una cabaña en medio de una ventisca de dimensiones apocalípticas. Un homenaje al John Carpenter de Asalto a la comisaria del distrito 13 y – sobre todo- de La Cosa (de hecho, en la película suenan tres temas de la obra maestra de Carpenter) que necesita meter en el espectador esa sensación de claustrofobia sin la que no se genera la tensión necesaria para poder llevar al respetable hasta la casilla de salida.

 

Hay pocas películas en las que se perciba tan claramente el calado de Quentin Tarantino como director de cine. Por un lado está su dominio del ‘tempo’ cinematográfico, entendido como esa capacidad para dilatar o enriquecer la acción según le plazca. Se intuía en los diálogos de Pulp fiction, se sublimaba en la impresionante escena de la taberna de Malditos bastardos y alcanza su zenit en la última hora de The hateful eight.

Y aquí viene lo bueno: Tarantino maneja a su antojo tanto el ‘tempo’ como la narrativa literaria, que aunque lo parezca no son la misma cosa. La primera es una suerte de arquitectura que se sustenta básicamente en el montaje; la segunda depende exclusivamente del uso del lenguaje. Dicho de otra manera: el chiflado de Tarantino es tan diestro en el guión como en la dirección. Algo insólito (totalmente insólito) en el cine moderno, donde todos parecen querer meterse en su hueco sin mirar al de los demás.

 

Además, aunque sea casi obvio, el uso de los 70mm es apabullante, y parece que no hay ni un encuadre elegido al azar, pareciéndose a veces a Martin Scorsese en la cadencia de los planos secuencia. Para hablar en plata: que jodidamente bien filmada está la maldita película.

 

No hay mucho más qué decir, excepto que Kurt Russell, Samuel L. Jackson y la brutal Jennifer Jason Leigh están de lujo. Y que esta es –de largo- la película más sangrienta y desmedida del director, lo cual es decir mucho. Muchísimo.

 

Así que vayan donde puedan o vénganse a Barcelona. Avisen e igual nos tomamos una caña.

 

Abrazos/as,

T.G.