hitch

 

No descubrí a Christopher Hitchens hasta hace pocos años. Supongo porque uno descubre ciertas cosas cuando está realmente preparado para descubrirlas. No me hubiera servido de nada leer a Hitchens a los 20 años porque no le hubiera entendido, francamente. El primer artículo que leí era un ensayo sobre Rudyard Kipling, el escritor británico famoso por El libro de la selva. Le llamaba racista y machista, y un montón más de –istas para a continuación alabar su literatura, su extraordinaria capacidad narrativa y su implacable talento. Por supuesto, ambas cosas eran compatibles, uno puede ser un cabronazo sin escrúpulos y un artista gigantesco. Ezra Pound, Celine o Elia Kazan son buena prueba de ello.

 

Lo más sorprendente de aquella lectura, una noche en mi casa, es que me leí un ensayo de 150 páginas sobre un escritor que –a priori- me importaba un pito, porque el tipo que escribía sobre él era tan aplastantemente brillante que si hubiera escrito sobre la resistencia del titanio a las fracturas causadas por los sopletes de acetileno también me lo hubiera leído. De cabo a rabo. De hecho, lo que probaba aquel artículo es que ningún tema es aburrido per se sino que el alma del escritor puede metabolizar cualquier aleación de baja densidad y convertirla en algo semejante a una piedra preciosa. Confieso que jamás he tenido tantas ganas de escribir como después de leer a Hitchens y también confieso que si en aquel momento se me hubiera aparecido Lucifer para venderme el estilo de aquel genio británico no hubiera dudado en cederle mi alma y la de unos cuantos amigos.

 

Es la misma sensación que un pianista debe tener después de escuchar a Rachmaninov: sí algún día puedes acercar a alguien a ese momento de perfección y emotividad podrías morirte tranquilo. No recuerdo quién dijo que “a uno le debería dar vergüenza morirse si no ha hecho algo de provecho por la humanidad”. No me hagan descifrar qué demonios significa “algo de provecho” pero supongo que la frase se explica por sí misma.

 

Hoy he retomado a Hitchens, leyendo de nuevo Mortalidad, su último libro. Abarca desde el día en el que le diagnosticaron un cáncer de esófago hasta unos días antes de su muerte. Es un libro duro, brutal, sin concesiones autoindulgentes. Reconozcan que la idea de tratarse bien (uno mismo) son altamente tentadoras cuando sabes que lo que escribes es tu testamento. No es el caso de Hitchens, que abre esta pequeña delicia literaria con una cita que colgaron unos fundamentalistas cristianos en su web y en la que le desean una muerte lente y una larga estancia en el infierno. No casa mucho con el concepto piadoso que teóricamente sustenta las religiones monoteístas pero, ya se sabe: Dios debe ser perfecto pero su congregación deja mucho que desear.

 

Leyéndole he vuelto a sentir su ausencia, ahora que –creo- que ya no me queda nada suyo que leer. Aún recuerdo la primera vez que leí su artículo sobre la tortura, para el que se fue a un recodo de las Rocosas con cuatro miembros de las fuerza especiales que le sometieron a varias sesiones de ahogamiento simulado. De hecho, puedo recordar casi con exactitud cuando leía cada uno de sus preciosos libros. Su despampanante erudición, su capacidad para esquiar sobre los tópicos y la brutalidad con sus enemigos: busquen alguno de los videos donde discute con sacerdotes y amigos de lo ajeno. Richard Dawkins dijo una vez: “si le invitan a un debate con Christopher Hitchens, no vaya”.

 

Cuando estoy a punto de llegar a la mitad de mi vida (soy muy generoso, igual el año que viene esparcen mis cenizas en algún sitio) pienso que si algún día soy capaz de ser la mitad de tocapelotas, de valiente, de aventurero, de lo que fue él, ya podré irme tranquilo al otro mundo.

 

Hoy, reencontrándome con Hitchens, con su sentido del humor, con sus ganas de tocar los huevos, me he acordado de aquello que decía constantemente García Márquez: “me encantaría perder la memoria para poder volver a leer algunos libros como si fuera la primera vez”.

 

Ah, y al cine hay que ir a ver El desafío. Porque Philipe Petit, su protagonista (interpretado por un magnífico Joseph Gordon Levitt) es aquel funambulista francés que se empeñó en tender un cable entre las torres gemelas y cruzarlas. Así, como si nada. La película está bien pero lo que es realmente relevante son los 45 minutos que Robert Zemeckis dedica a ese paseo en las nubes. Es la mejor escena –de largo-que verán este año en la gran pantalla y el uso más perverso –por terrorífico- del 3D que jamás se ha visto.

 

De ello da fe mi taquicardia.

 

Véanla y luego cómprense Amor, pobreza y guerra de Christopher Hitchens. Por aquello de seguir bien arriba.

 

Abrazos/as,

T.G.