Hace unos pocos días pude ver un documental de “La 2” dedicado al espinoso tema de la obsolescencia programada en los productos industriales de venta al gran público. Se habló de bombillas Philips que podían durar una cantidad increíble de miles de horas, de cómo se le quitó resistencia al nylon de las primeras medias para que no durasen tanto, y se terminó con un “chip” que llevaba una impresora para que se bloquee de forma irremediable en el momento de haber hecho 18.000 copias (me parecieron demasiado pocas; pero para el caso, como si hubiesen sido 180.000). Si alguien consigue llegar hasta el chip e intenta eliminarlo por las bravas, se carga la impresora, ya sin remedio. Lo bueno del caso es que uno de esos jóvenes cerebros (ruso en este caso) que dominan los arcanos de la electrónica, ha conseguido poner en funcionamiento -y lo ha hecho accesible a todo el mundo- un programa que “resetea” el dichoso chip y lo vuelve a poner a cero, por lo que la impresora está lista para volver a hacer 18.000 copias una y otra vez. No se dio información acerca de si los fabricantes de la impresora habrían enviado un asesino a sueldo a hacerle una visita.

Pero luego el programa pasó a una temática más amplia, y aparecieron unos cuantos gurús de la postmodernidad, diciendo cosas muy interesantes; pero básicamente que no habría más remedio que ir frenando nuestro delirio consumista, porque el planeta Tierra no da más de sí –con unos siete mil millones de habitantes humanos (y de hormigas ni se sabe)- para suministrar materias primas al actual ritmo. Porque el problema no es sólo el disparo del crecimiento demográfico, sino que todo ese incremento viene de países que quieren disfrutar de un nivel de vida equivalente al de los países que llamábamos desarrollados o Primer Mundo. Así que la única forma de llevar a cabo ese “desarrollo sostenible” del que tanto se habla es llamarlo por su nombre, si queremos que sirva para algo: “decrecimiento sostenible”.

Lo cual me retrotrajo del orden de medio siglo atrás, a los inicios de la década de los 60s, cuando se estaba fraguando lo que ahora conocemos más o menos como la Europa Unida. Todo empezó en los 50s con un organismo que se llamaba CECA (Comunidad Europea del Carbón y de Acero), y el gurú visionario que inició todo esto fue el ministro francés Robert Schuman (nombre francés, apellido germánico). Vino luego el Tratado de Roma, embrión de la Comunidad Económica Europea, y paso a paso hasta ahora. Pero en concreto se creó, de forma paralela, lo que dio en llamarse el “Club de Roma”, asociación de intelectuales, pensadores (viene a ser lo mismo), filósofos (idem), políticos y economistas que reflexionaban y daban ideas sobre cómo gestionar la andadura de lo que se estaba creando.

Y allá por los años entre 60 y 62 (hablo de memoria), en el Colegio Mayor “Casa del Brasil” de la Ciudad Universitaria madrileña (uno de los pocos sitios donde se podían organizar actos en una línea independiente del “pensamiento único” imperante) se celebró un ciclo de conferencias sobre Europa con la asistencia, como protagonistas, de algunos de los integrantes de dicho Club. Y una de las ideas-fuerza que se me quedó grabada (y recordemos que ya hace de ello más de medio siglo) fue el concepto de “Crecimiento Cero”. La teoría subyacente era que el mundo ya estaba en condiciones de producir bienes y servicios suficientes para la población mundial (entonces sería un millar y pico de millones menos que ahora), y que el problema residía mucho más en redistribuir mejor que en producir más. Eran los tiempos (no sé si ahora se sigue haciendo, pero sin hablar de ello) en los que Brasil tiraba café al mar para mantener los precios, y USA más o menos lo mismo con los cereales que ya no le cabían en los silos del Middle West, y cuya producción estaba subvencionada por electoralismo.

Es decir, que lo que les oí decir por la TV a los nuevos gurús en realidad no era ninguna novedad; lo de “nihil novum sub sole” es una verdad casi absoluta, y de éstas hay pocas. Y creo que una de ellas es que los “sabios” de hace medio, un siglo o siglo y medio atrás no eran precisamente tontos, y las veían venir desde lejos. Es lo mismo que suelo defender una y otra vez: el Sistema de Pesos y Medidas que surgió de la conferencia de París, a finales del siglo XIX, era mucho más adecuado para la vida cotidiana, entonces y ahora, que el actual basado en unidades eléctricas, que no son cognoscibles más que teóricamente. El nuevo servirá lo mismo para estar en la Tierra que para ir a Marte o la Luna, ya que el antiguo está basado en la fuerza de la gravedad terrestre; pero es que da la casualidad de que estamos en el Planeta Tierra, y la inmensa mayoría de nosotros ni somos ni tenemos ningún deseo de convertirnos en astronautas.

Pero aquí no se trata de un conflicto entre sabios, puesto que los de antes y los de ahora vienen a decir lo mismo. Bueno, también hay otro tipo de “sabios” que son los que continuamente están empujando ciegamente hacia un crecimiento continuo y desmesurado, con la justificación de que, de no hacerlo así, la “economía” (¿qué es eso?) se viene abajo. Y así nos hemos encontrado con la burbuja inmobiliaria, a base de crecimiento continuo de la construcción; y ahora arréglalo, porque los que la provocaron se llaman Andana. Es lo mismo que las grandes corporaciones, que siempre están llorando cuando un año ganan menos que el anterior, pero la realidad es que siguen ganando. En estos casos yo siempre me pregunto: ¿dónde está el mandato divino que especifica que todos los años hay que conseguir más beneficios que al anterior? Con un planteamiento tan simplón como el de estos señores, no hace falta estudiar cinco años de Económicas; los usureros medievales ya sabían hacerlo a la perfección.

Pero los sesudos señores que salían por la TV no pretenden volver a la Edad Media, sino simplemente aconsejan dar marcha atrás para quedarnos en el nivel de consumo de la “década prodigiosa” de los 60s. Pero no acabé de enterarme (o no lo explicaron bien, por la necesidad de recortar los parlamentos y reducirlos a “píldoras”) si el consejo afecta sólo al antes llamado Mundo Occidental para que refrene su delirio consumista, o si a su vez el plan incluye que China, India, Rusia, Brasil, Malasia y Méjico (por no seguir citando países superpoblados) también deben frenarse cuando alcancen (si es que no lo han hecho ya, y yo no estoy enterado) aquel nivel medio de consumo (lo del reparto equitativo del mismo ya es otra historia).

Y en particular, la recomendación de estos señores del “decrecimiento sostenible” no es tanto refrenar el consumo cotidiano como la renovación innecesaria de muchos bienes de media y larga vida de utilización, que hoy en día se tiran a vertederos de tamaño espeluznante (ésta es otra) bien sea a causa de la obsolescencia programada que daba nombre al documental, o simplemente porque pasan de moda, sustituidos por otros casi iguales (caso de los artilugios electrónicos tipo tablet, i-Pad, etc).

Y como conclusión de todo ello, me puse a pensar en cómo se podría aplicar esta teoría al automóvil; y aquí tenemos esta entrada muy en la línea provocadora que tanto le gusta a D. Javier Moltó. Porque actualmente estamos siendo víctimas de planteamientos esquizofrénicos: por una parte, tenemos coches de cada vez mayor calidad (salvo la electrónica programada en modo obsolescente). Siempre nos han dicho que la electrónica tiene fecha de caducidad; pero ahora sospechar que no es intrínseca, sino artificial. Porque los problemas reales de la electrónica han sido, desde un principio, las conexiones; y luego las vibraciones y la temperatura, sobre todo cuando es demasiado alta. O sea que con conexiones bien empalmadas o soldadas, y bien aisladas, y todo montado con amortiguación y ventilación adecuada, parece ser que podríamos tener una electrónica no eterna, pero casi.

Respecto a los demás componentes, los automovilísticamente más clásicos son cada vez de mejor calidad. La chapa de acero es cada vez más ligera y está mejor tratada: su resistencia a la corrosión y la intemperie es muy superior a la de hace unas décadas. Y también se van incorporando productos plásticos y sintéticos de duración poco menos que eterna. Y en cuanto a la mecánica, tiene cada vez materiales de mejor calidad y mecanizado más perfecto, con superacabados a brillo de espejo o diamante (como les gusta decir ahora), protegidos por lubricantes sintéticos cada vez mejores y de mayor duración.

Otra cuestión sería el dimensionamiento de las piezas: la obsesiva fiebre del “downsizig” o miniaturización busca una economía de escala en el consumo de materia prima, es cierto, pero debería frenarse e incluso dar un poco marcha atrás, en función de este “decrecimiento sostenible”. Porque desde ese punto de vista a medio y largo plazo, para el usuario sería mejor un motor un 15% más pesado que uno de esos tricilíndricos que ahora están de moda, a cambio de que durase medio millón de kilómetros. Y si para ello hay que volver a subir un poco las cilindradas, para que los motores no estén tan “apretados”, pues bueno. Y si los consumos reales (no los homologados) ya no bajan más, o incluso vuelven a subir un poquito, podría darse por bueno si es a cambio de no tener que sustituir el coche cada cuatro a siete años, y nos dura quince en buen estado y nivel de consumo.

Pero es que, de cara a este enfoque global del que estamos tratando, desde los propios estamentos oficiales y económicos, aplauden la producción de coches cada vez más perfectos, seguros y teóricamente duraderos (si la electrónica lo permite). Por otra parte, nos obligan a circular cada vez más despacio, lo cual disminuye el desgaste y propicia una mayor duración. Pero luego viene el contrasentido de impulsarnos a cambiar de coche con mayor frecuencia, con la excusa de que el parque está anticuado y que lo seguro es renovarlo con coches más y más modernos; como si los de hace siete a diez años no llevasen ya todos ABS, y buena parte de ellos incluso ESP. Así que en qué quedamos: ¿todos con el último modelo, de no más de cinco años de vejez, o pensamos en el consumo indiscriminado de materias primas? Porque parece que la finalidad de la industria no es simplemente producir coches cada vez mejores, en el más amplio sentido de la palabra, sino producir cada vez más y más millones de unidades, como si esto fuese en sí algo positivo.

Porque hay dos formas de motorizar a la ciudadanía mundial, dando por supuesto que esto sea necesario: fabricando muchísimos coches (más o menos baratos), pero también haciendo durar más a los ya fabricados, y manteniéndolos en buen estado de funcionamiento. Y esto me lleva a mi última reflexión: ese mantenimiento en buen estado de un coche moderno y con una electrónica fiable, requeriría de una red asistencial que volviese a tener características antiguas: no sólo para cambiar grandes conjuntos de piezas como ahora, sino piezas unitarias, cuando por lo que sea se rompan. Es decir, necesitaríamos más mecánicos “manitas” como los de los viejos tiempos, el “mecánico-ajustador” capaz de colocar una pieza nueva dentro de un conjunto. Cierto que con las actuales tolerancias esto es cada vez más difícil; pero también lo es porque muchos de estos conjuntos están diseñados a propósito para que la reparación, y no la sustitución, resulte imposible. Quizás este sistema sería algo más caro que ahora en mano de obra, pero se ahorrarían materias primas; y sobre todo, se frenaría esa carrera consumista en la que estamos metidos.

Así que, ¿cómo se podría aplicar esa teoría del “decrecimiento programado” a la utilización del automóvil? Si están Vds por la labor, se abre el turno de sugerencias.