Todo empezó por una pequeña manchita de humedad, en una esquina del suelo de mi cuarto de trabajo/despacho/biblioteca/gimnasio/estantería de maquetas, que linda pared con pared con la cocina. Una investigación a fondo descubrió que las tuberías que iban ocultas bajo dicha pared estaban en pésimo estado, tras de algo más de tres décadas de fieles servicios. Así que, si no queríamos tener -y por sorpresa- un problema más grave, no quedaba más remedio que abrir y cambiarlas. Y entonces entra en juego la famosa teoría del “ya que”, gracias a la cual se han llegado a construir hasta las pirámides de Egipto (“Ya que” voy a acabar muriéndome, que me entierren por todo lo alto, pensó el Faraón, y hay que ver la que lió).

Pues aplicando dicha teoría, “la jefa” (no preciso explicitar más de quien se trata) se puso al mando de las operaciones, y lo que en principio era cambiar algunas cañerías se convirtió en renovar TODAS las de la casa, tirar varios tabiques y puertas para dejar el piso con cierto aspecto de “loft”, pintar todas las paredes y techos, poner nuevas todas las puertas (de comunicación y de armarios) que quedaban –incluyendo una blindada de entrada-, remozar la cocina de cabo a rabo (aparatos, encimera y armarios), lo que incluía nuevo pavimento, poner persianas nuevas de mando eléctrico en todas las ventanas, rehacer los dos cuartos de baño, cambiar el calentador de agua por uno de condensación, y alguna otra cosilla que sin duda se me escapa. Todavía estoy descubriendo innovaciones, tras de un mes de haber retornado a un hogar que poco tiene que ver con el que dejamos.

Porque, claro está, hubo que irse de casa para poder realizar todo esto que el “ya que” implicaba; en principio para dos meses, y como siempre en todas las obras, finalmente para tres exactos, desde el solsticio de verano (23 de Junio) hasta el equinoccio de otoño (22 de Septiembre). Y menos mal que, por una feliz coincidencia, unos parientes muy próximos acababan de heredar un pequeño piso (60 m2) en Vallekas, al final de la Avda. de la Albufera lindando con la M-40. Piso que, quizás milagrosamente, no había llegado a ser “okupado” en los pocos meses que habían transcurrido desde su recepción como herencia. Como estaba un poco destartalado, nos ofrecimos para dejarlo en condiciones a cambio de utilizarlo como refugio durante nuestras obras; y mientras tanto, nuestros muebles y elementos de decoración fueron a parar a un guardamuebles. Hubo mucha suerte, porque yo recordaba un refrán que solía decir mi primera suegra: “cada dos traslados equivalen a un incendio”; pero no llegó la sangre al río.

Y así es como, en cuestión de unos pocos días, nos acomodamos en nuestro nuevo y provisional domicilio; yo establecí mi base de operaciones en una pequeña terraza con cerramiento acristalado (y persianas para cuando daba el sol, y vaya si dió este verano). El aspecto más positivo del nuevo emplazamiento es que, a unos 50 metros del mismo, pasa una larguísima pista deportiva, a ratos arbolada en sus márgenes y a ratos más al descubierto, que sobre una misma calzada de unos cinco o poco más metros de anchura, tiene marcados con pintura dos carriles: uno de algo más de metro y medio de ancho para caminantes y corredores, y otro de unos cuatro metros escasos para los ciclistas. Y por esa pista –o más bien entramado de pistas, pues en ocasiones se subdivide en varias- nos dábamos mi mujer y yo larguísimos paseos; unas veces juntos y otras por separado, según nuestros horarios lo aconsejasen. Yo llevaba ya varias semanas retirado del “footing”, por un episodio de sobrecarga de gemelos que todavía no ha acabado de remitir del todo; pero para caminar a buen paso, la pista también era ideal.

Y con ello entramos en el asunto que está en el origen del título de esta entrada: la convivencia de peatones y ciclistas (ambos realizando su variante de ejercicio físico) sobre una pista con un pavimento de unos cinco metros de ancho, con dos carriles teórica -y exclusivamente- separados por una línea de pintura blanca de unos 10 cm de anchura. El trazado tiene curvas por lo general amplias, aunque en algunos tramos, y en particular para las velocidades de algunos ciclistas, ya son algo más comprometidas. Pero también hay importantes variaciones de relieve, lo que hace que el recorrido sea más entretenido y exigente. Y si bien la velocidad de quienes van a pie -sobre todo paseando y no corriendo- apenas si varía con las pendientes, no es así en el caso de los ciclistas.

Recordando mis viejos tiempos de ciclista de carretera (hará la friolera de unas cinco décadas), observé un par de diferencias, una de las cuales ya conocía más que de sobras, y otra que me resultó novedosa. La primera es la actual supremacía numérica de la mountain-bike sobre la bici clásica; es algo parecido a la moda del SUV. Y en paralelo al caso de los vehículos a motor, también coincide su preferencia por circular sobre asfalto, pese a su denominación. Porque cada pocos cientos de metros, de la pista asfaltada salen cantidad de caminos, senderos y trochas de tierra, por las cuales se desviaba solamente una mínima parte de los ciclistas, mientras que los demás se mantenían férreamente fieles al asfalto; a pesar de que, por cuadro, piñonaje y tipo de frenos y neumáticos, sus monturas estaban claramente enfocadas al terreno que su propio nombre indica.

Y al poco relacioné este curioso fenómeno con el otro, en el que no había caído de forma consciente hasta ahora: el amplio porcentaje de practicantes de ciclismo deportivo que acusan un a todas luces evidente problema de sobrepeso; y en algunos casos, directamente rayano en la obesidad. En mis tiempos, todos los ciclistas eran gente por lo menos delgada, si bien unos más en forma que otros; pero no había gordos, y ahora sí. ¿Y por qué? Pues creo que la respuesta está precisamente en ese entramado de carriles-bici que circundan, y en ocasiones atraviesan Madrid (hablo de lo que conozco y donde vivo); puedes salir, hacer los muchos o pocos kilómetros que quieras, y en cuanto te cansas o te aburres, tiras para dentro, y ya estás en el casco urbano, y pronto en casa.

Antes no era así: si salías, salías a una carretera (por lo general de trazado radial, dada la situación de Madrid en el mapa), y cuanto más te alejases, más tenías que recorrer a la vuelta. Cuando yo me iba a Aranjuez u Ocaña, a El Escorial o al Valle del Tiétar, o subía alguno de los puertos de la Sierra, es porque estaba seguro de que sería capaz de volver. Y ello da lugar a que la variaciones de velocidad de los ciclistas que se observan en las pistas de las que hablo es enorme: de entrada, cuesta abajo, van todos rápido, e incluso muy rápido; y los más corpulentos como los que más, ya que el peso les ayuda más de lo que les frena su aerodinámica. En cambio, cuesta arriba sólo llevan un buen ritmo los que están en forma; que son los mismos que suelen acudir a esas marchas ciclistas, en carretera auténtica, que suelen organizar los clubs ciclistas. Por lo tanto, los adelantamientos entre ellos (ya vayan solos o en grupos) son constantes.

Pero unos y otros, pero en particular los más rápidos e integrantes del “núcleo duro”, manifiestan una curiosa tendencia a ocupar no sólo su carril, sino también, con harta frecuencia, a invadir el de los de a pie. Y cuando se trata de ir rápido y cuesta abajo, todos ellos tienen la natural tendencia a cortar las curvas, lo que en el 50% de las mismas, supone hacerlo por el carril de peatones. Pero es que, incluso en llano, los más rápidos (y da igual que vayan en mountain-bike o bici de carretera) también manifiestan la misma tendencia, como si estuviesen compitiendo en una contrarreloj. No me lo explico: si hay salido a hacer kilómetros, lo que cuenta es hacerlos; y sobre todo, donde se trabaja es cuesta arriba.

Como consecuencia de todo ello, con frecuencia se producen escenas de tensión entre peatones y ciclistas; sobre todo cuando los peatones son gente de edad un tanto avanzada (jubilados, o amas de casa a las que les sobra algo de tiempo y salen en grupito para charlar y cumplir lo que les recomienda el médico). Y a esta gente, que no tiene mucha agilidad para hacer cambios bruscos de dirección, ni van atentos al silbido de los neumáticos de una bicicleta que se acerca, enfrascados en su conversación, no les hace ninguna gracia que una bicicleta les pase a dos palmos de su codo y a más de 40 km/h en una cuesta abajo. Sobre todo, cuando observan que al de la bici no le viene nadie de frente por su carril, y podría haberse desviado no al lado contrario, sino simplemente al centro del mismo (que, como ya he dicho, tiene unos cuatro metros de anchura).

Porque el reparto de los usuarios sobre su propio carril es bastante distinto entre los de a pie y los que van sobre ruedas. Estos últimos, al cruzarse, respetan escrupulosamente lo de mantener su derecha, tanto si van solos como en grupo; aunque en este último caso, si no hay peatones, incluso invaden ese otro carril para tener más sitio. Por el contrario, en el carril de peatones hay mucha más anarquía: algunos prefieren circular a la inglesa, por la izquierda; y quienes, viniendo en grupo, se empeñan en seguir de a tres o cuatro en ancho, expulsando hacia el exterior de la pista a otros que vengan de frente. Pero casi nunca, salvo que haya mucha visibilidad llevando el carril ciclista a la derecha, invaden dicho carril; lo que se utiliza con frecuencia es la zona de calzada exterior a la pista.

Pero el problema no se circunscribe al ciclista rápido; también hay muchos que van en grupo, a paso muy tranquilo, charlando entre sí. Y da la impresión, y bien fundada, de que les molesta muchísimo, si van de a dos, o incluso de a tres en ancho, frenar un poquito para quedarse atrás y cruzarse con otro u otros colegas suyos que vengan en sentido contrario. La solución: invadir el carril peatonal. Y dado que ya lo consideran como suyo, también circulan -vayan solos o acompañados, y aunque no les venga nadie de frente- con uno de ellos totalmente metido en el carril peatonal; y así no tienen que desviarse tanto al cruzarse con otros de a pedal. E incluso, cuando en una zona el arbolado proyecta su sombra sobre el carril peatonal, y el suyo queda al sol, vienen por el peatonal. Pero hasta el punto de que los tienes a menos de diez metros y no hacen intención de volver a su carril, sino que intentan amedrentarte para que te apartes tú hasta el límite exterior del tuyo propio.

El fondo que subyace en todo esto es que el ciclista propende -en un porcentaje nada despreciable- a considerar que la pista, en su conjunto, es una “pista ciclista” de la que les han robado un tercio de anchura para entregárselo a los peatones; y en consecuencia, se sienten con derecho a reconquistarlo cuando quieran y como quieran. Esto podría ser comprensible en las pistas de una única calzada, con una línea central para separar ambos sentidos de marcha, y con el dibujo de una bicicleta pintado de vez en cuando. Podría discutirse si ésta es una pista exclusiva para ciclistas, o una “pista deportiva” obligatoria para ciclistas, pero opcional para los demás deportistas. Porque estando ahí, no parece razonable que, por ejemplo los patinadores, circulen por la acera (con patines y no digamos con tabla skate-board) entre abueletes, mamás con cochecitos de niños o carritos de la compra, y niños que ya van sueltos y haciendo “eses” continuamente.

Pero en el caso de la pista que nos ocupa no hay lugar a dudas: el icono de un peatón está dibujado en su carril tantos veces como el del ciclista en el suyo. Y si no están de acuerdo, pues a reclamarle al concejal de su distrito, a Manola Carmena o al lucero del alba, pero no deben intentar imponer la teórica ley del más fuerte. Y digo lo de teórica porque, si les plantas cara, o simplemente el cálculo les sale mal, es muy probable que el más perjudicado sea el propio ciclista; tanto él como el peatón se llevan el mismo golpe, si bien el de pie lo recibe en parte de un elemento metálico que le puede hacer una herida y no sólo una contusión; pero el ciclista es el que va al suelo a mucha mayor velocidad, y se puede lijar la piel, o fracturarse una clavícula con relativa facilidad.

Sigamos avanzando: el problema se plantea, en general, cuando vas circulando a pie, llevando los ciclistas a tu derecha y viniendo frente; o sea, viéndose el uno al otro. Y entonces es cuando se produce la eventual confrontación; porque en el sentido contrario, cuando el ciclista alcanza por la espalda a un peatón, aunque ésta vaya paseando al límite de la línea de separación de carriles, sabe que no le puede amedrentar porque el otro no le ve, y posiblemente ni le oiga (o no quiera irle) llegar. Así que le pasará más o menos cerca, pero cada cual por su carril.

Y entonces, cuando te llega de frente uno (solo o como integrante de un grupo) que viene por tu carril y no señales de tener intención de retornar al suyo, se crea el momento de tensión. Muchos peatones se conforman con echarse a la izquierda; cosa difícil si van en pareja o trío charlando, salvando que el de más a la izquierda se salga incluso del límite exterior de la pista. Y en muchos casos, protestando o haciendo señales de desaprobación. Pero en dichos casos, el ciclista se sale con la suya, y de este modo se va reafirmando en su teoría de que el peatón debe apartarse para dejarle a él utilizar el carril que le dé la gana.

Al cabo de unos pocos días, una vez analizada la situación y los comportamientos, yo recurrí a una táctica un poco diferente; y tanto yendo solo o con mi mujer al lado, llevándola siempre a mi izquierda. Me situaba próxima a la línea de separación, pero dejando cosa de un palmo entre mi codo y mi hombro derechos y la línea; lo suficiente como para demostrar que tampoco buscaba afinar el último centímetro, pero sí que el ciclista debía reintegrarse a su carril. Así las cosas, cuando faltaban unos 15 a 20 metros para el encuentro, con el brazo derecho y el índice extendido, le señalaba la línea de separación, por si no se había dado cuenta de por donde iba (a veces incluso sería posible dicha distracción); y si no surtía efecto, sobre los diez metros de distancia me paraba por completo, como si fuese un poste. Y se apartaban, claro que se apartaban. Unos sin rechistar, admitiendo su error y su derrota; y otros mascullando algo entre dientes, a lo cual respondía o no, según el humor del que estuviese ese día.

Esa obsesión por invadir el carril peatonal tenía su sublimación en un punto concreto en el que, debido a que había una farola muy grande y un árbol corpulento que no quisieron cortar (e hicieron muy bien) al trazar la pista, la dividieron durante unos 25 a 30 metros, pasando los dos carriles uno por cada lado de dicho obstáculo. Pues bien, algunos de los ciclistas que ya venían por el carril peatonal, seguían por él incluso cuando físicamente se separaba del suyo -que seguía teniendo su anchura normal-, tal era su costumbre de utilizarlo como propio. Lo que ocurría es que en el carril peatonal había un resalte, debido a una tapa de registro de alcantarillado o cosa parecida sobre una base de hormigón, que tenía una altura de unos 5 a 7 centímetros, contra el que le metían un viaje al neumático que a más de uno es probable que les supusiese un pinchazo.

Después de todo esto, es muy probable que la mayoría de los lectores que hayan tenido la paciencia de seguir tan apasionante relato haya llegado la conclusión de que en una de estas ocasiones el ciclista me atropelló; pues no es así, sino que me atropelló por detrás, que tiene más mérito. Iba yo solo en aquel paseo, ya de vuelta para cada, y lógicamente, llevaba el carril ciclista a mi izquierda. De frente venía una pareja de amigos (o novio/a, para puntualizar) que iban más bien por su izquierda (mi derecha), tal vez para separarse un poco más de los ciclistas que subían la suave cuesta que también yo remontaba. Como entre peatones hay menos problema para entrecruzar sentidos de marcha, yo me eché a mi izquierda, dejándoles claro que les cedía la zona por la que ellos venían; a lo cual reaccionaron correctamente, pegándose (no recuerdo si ella o él) a borde exterior de la pista, y dejándome espacio más que suficiente par cruzarnos, quedando a mi izquierda todavía ese palmo de margen que acostumbro a dejar siempre.

No bien habíamos acabado de cruzarnos, y cuando ya empezaba yo a desviarme hacia mi derecha para recuperar mi posición habitual en la zona derecha de mi carril, siento un golpe en mi pantorrilla izquierda; por suerte, recubierta por la pernera de los tejanos que llevaba, pues el día estaba un poco fresco (estábamos ya metidos en Septiembre) como para ir con pantalón corto, como generalmente solía pasear. El golpe de la rueda delantera no me hizo ningún daño ni rozadura, gracias al pantalón, y ni siquiera me caí al suelo; tan sólo trastabillé por un momento, y recuperé el equilibrio. Y en menos de un segundo, me adelantan cayéndose un ciclista y su montura, que fueron a parar al suelo delante de mí, pues con el choque se desviaron todavía más a su derecha.

El golpe ocurrió a muy poca velocidad del ciclista, a la que había que restar la que yo llevaba; tampoco él sufrió ningún daño, puesto que llevaba guantes, y tuvo suerte de no rozarse una rodilla en la caída. De la cual le ayudé a recuperarse yo mismo, con la ayuda finalmente de los dos otros integrantes del terceto del que formaba parte. Todos, muy correctos, empeñados en saber si me había pasado algo; tuve que tranquilizarles dos o tres veces, señalándoles que, en todo caso, el que había salido peor parado había sido él. Se trataba de unos señores de algo más de cincuenta años, muy correctos y casi avergonzados por lo ocurrido. La pareja de novios siguió su camino al cabo de unos instantes, visto que no había habido consecuencias, los ciclistas montaron de nuevo, yo según mi camino, y aquí paz y después gloria.

Como el incidente me cogió viniendo desde atrás, no puedo garantizar la exactitud de la transcripción, pero por orden de verosimilitud, para mí tengo lo siguiente: el trío venía subiendo despacio la cuesta, y con casi total seguridad, charlando entre sí; ya con menos seguridad, pero todavía mucha, de a tres en ancho, como solía ser muy frecuente en dicha pista. Y ya con menos seguridad pero todavía bastante, y por lógica, con el que me atropelló por el carril peatonal, a fin de dejar un buen hueco a la izquierda del trío y poder cruzarse sin problemas con los ciclistas que bajasen. Y al llegar ya cerca de mí, y por la obsesión de seguir manteniendo la conversación sin cortarla ni unos segundos, el buen hombre debió intentar o bien arrimarse a que iba a su izquierda a fin de conseguir suficiente hueco para pasar, o bien intentó frenar cuando ya era demasiado tarde, o bien ambas cosas a la vez.

La cuestión subyacente es la idea subconsciente que anida en casi todos los ciclistas actuales de que ellos pueden hacer prácticamente lo que quieran, porque para eso utilizan un medio de transporte ecológico: ir por la acera o la calzada según les convenga (al margen de lo que diga el Reglamento o las normas municipales), más deprisa o más despacio, saltarse los semáforos en rojo para no echar pie a tierra, o invadir habitualmente el carril peatonal en la pista a la que me vengo refiriendo. Como siempre pensé, y ya he repetido aquí en ocasiones, los cinco Tours de Francia seguidos que conquistó el bueno de Miguelón Indurain les convirtió en grupo de presión. Apoyados luego por el cambio de legislación que les faculta para circular en carretera de a dos en ancho, lo que interpretan como ir en grupo que ocupe casi todo el carril derecho de la calzada.

En este portal ya se ha debatido en varias ocasiones, en este blog y en otros, sobre el comportamiento del ciclista, y sobre el porcentaje de infracciones que cometen respecto al bajo volumen de protagonismo que suponen en el fenómeno de la circulación. Pero como le dije al trío de ciclistas que coprotagonizaron conmigo el incidente, si en vez de una raya blanca pintada en el suelo hubiese un bordillo de canto vivo de tan sólo 10 a 15 cm de altura, ¿a que no lo cruzaban ni para trazar las curvas, aun yendo solos por la pista? Y no es que yo abogue por el bordillo, que sería peligroso para ellos, e incluso posible causante de esguinces para peatones despistados; pero habría que circular normalmente, unos y otros, como si tal bordillo teórico existiese realmente. O al menos, respetarlo cuando haya a menos de 50 metros peatones que ocupan legítimamente el carril que les corresponde.