Desde el primer momento de mi aparición en este blog, hubo alguien lo bastante avispado como para preguntarse si me metería en el terreno de publicar pruebas de coches. Y no andaba descaminado, porque una vez relativamente asentado en este terreno de la comunicación internauta, que hasta ahora era terra incognita para mí, voy a recuperar esta variante del periodismo del motor que apenas si realizo ya en “Automóvil” (donde sigo colaborando, y con esto respondo a la duda emitida días atrás por un bloguero). Esto de las pruebas viene de largo: retornando al apartado de mis “batallitas”, la primera prueba en serio que realicé (entiendo por “en serio” coger el coche para una semana, poco más o menos, y utilizarlo con total libertad), fue durante las Navidades de 1965: el Renault 8.

Renault 8

De entonces acá han sido miles (y no es exageración) los coches que he probado, y unos cuantos cientos más (o miles más, yo qué sé) aquellos con los que he tenido un contacto menos extenso, en presentaciones a la prensa de coches que posteriormente no han sido objeto de una prueba más a fondo. Pero lo que desde un principio me pareció fundamental, y lo he mantenido en lo posible a lo largo de más de cuatro décadas, han sido dos pilares que considero inamovibles: cifras y comparatividad. Lo que se pueda dar en números, mucho mejor que en palabras; a este respecto, siempre recuerdo una cita de Lord Kelvin (el de los grados de temperatura absoluta, y Premio Nobel de Física) que venía en uno de mis libros de dicha materia: “Lo que el hombre no es capaz de reducir a números, no lo conoce suficientemente”. Y razón tenía, porque sobre aritmética y cálculo hace siglos que no se discute, mientras que sobre religión, filosofía o política seguimos a tiro limpio.

Naturalmente, es fundamental que las cifras que se ofrezcan sean significativas y válidas; es decir, que se refieran a magnitudes realmente interesantes (el número de posavasos está muy de moda en las fichas de equipamiento que ofrecen las marcas, pero nunca se me ha ocurrido ni tan siquiera confirmarlo), y que estén conseguidas con total fiabilidad, dentro de un pequeño margen de error humano, o de condiciones ambientales. Pero una cifra, por muy válida que sea tanto en su obtención como significativa por la magnitud a la que hace referencia, no nos dice nada si no podemos compararla contra alguna referencia. Y ahí es donde entra lo de la comparatividad. En el refranero español hay algunos muy sabios, y otros que son auténticas idioteces, cuando no lugares comunes o perogrulladas; pero, para mí, ninguno tan absurdo como el de “todas las comparaciones son odiosas”. En este mundo, tanto en las relaciones personales como comerciales, en la técnica como en las artes, casi todo acaba siempre en un “más que” o “menos que”.

Al medir las prestaciones de un coche, lo ideal es hacerlo siempre en el mismo sitio: mismo asfalto, mismo desnivel (por mínimo que sea), y misma altitud, aunque ya sabemos que ni la presión atmosférica ni la temperatura podemos controlarlas. Pero cuando se prueba en el banco de rodillos, ahí están las fórmulas de corrección, para intentar, en lo posible, que la cifra final ofrecida al lector corresponda a condiciones DIN. Y lo que es adecuado para potencia y prestaciones también debería serlo para los consumos, solo que aquí el tema es mucho más espinoso. Por supuesto, con pleno valor comparativo ya tenemos las cifras oficiales, avaladas por organismos independientes y al margen de los fabricantes; lo que ocurre es que, al menos a mi criterio, los ciclos de prueba son poco representativos de la realidad.

En tiempos eran los de ciclo urbano (con inicio a motor ya caliente, si mal no recuerdo) y luego a 90 y 120 km/h constantes; en especial esta última cifra ya era bastante significativa, pues tanto el desarrollo final como la aerodinámica tenían su influencia. Pero las nuevas normas quieren matar dos pájaros de un tiro, y tanto o más que medir consumos, se preocupan de medir emisiones contaminantes: lo cual es muy loable, pero aunque ambos conceptos estén íntimamente relacionados, no es bueno mezclar churras con merinas.

De entrada, se empieza por el ciclo urbano, pero arrancando con el motor frío; y ya se sabe que esos dos o tres primeros minutos de funcionamiento son cruciales de cara a las emisiones. Pero como los fabricantes no son tontos, del mismo modo que han aprendido cómo sacar siempre cinco estrellas en las pruebas EuroNCAP, también saben cómo afinar los sistemas de refrigeración, inyección y gestión de gases de escape (recirculación EGR) para conseguir un buen resultado, que maldito si tiene algo que ver con lo que luego el coche consume en realidad una vez que el motor se ha templado suficientemente. Por supuesto que esta cifra será muy significativa en invierno y en Escandinavia, pero al usuario de Écija, francamente, le importa bastante poco.

Y luego viene el consumo extra-urbano, que es un ciclo artificial, que se realiza en banco de rodillos y poniendo en los mismos unas masas de inercia que reproducen el efecto del peso del coche (en saltos creo que de 30 en 30 kilos). El impacto de la aerodinámica en dicho ciclo, modificando dichas masas de inercia, no tengo nada claro si está calculado de modo independiente o se fían del Cx que comunica el fabricante; dato en el que se suele mentir de forma escandalosa, ¿o acaso alguien se puede creer que un Nissan Cube tiene un Cx de sólo 0,35? En cualquier caso, no importa demasiado, porque como durante un par de años los constructores daban tanto las cifras con normas antiguas como nuevas, un paciente estudio comparativo me permitió calcular (teniendo en cuenta la ley cuadrática de la resistencia aerodinámica y otras zarandajas) que los consumos del ciclo extra-urbano corresponden, con casi total exactitud, al consumo que ese mismo coche tiene a 105 km/h a velocidad estabilizada. La verdad es que, habida cuenta de la ya citada ley cuadrática de la resistencia del aire, esa velocidad es mucho menos significativa que la de antes, a 120 km/h.

Por otra parte, y teniendo en cuenta que dicho ciclo incluye aceleraciones, retenciones y cambios de marcha, ya se puede suponer lo “blandito” que es, para que en conjunto corresponda a pasearse a 105 km/h (digamos 110 de aguja), a marcha constante y en llano. Siempre he tenido mucha más fe en las pruebas reales en carretera, que es donde realmente circulan los coches, y no sobre un banco de rodillos; ahora bien, hay que recordar lo de la comparatividad. En los tiempos heroicos, cuando se probaba un coche a fondo cada mes o dos meses, te lo daban casi nuevo, lo rodabas, lo devolvías para que le hiciesen la revisión (al menos yo lo hacía así) y luego lo probabas en serio. Yo solía hacer múltiples recorridos muy variados, a velocidades de crucero variables, pero también tenía siempre fijos uno o dos que eran siempre los mismos, para conseguir datos comparables.

Metidos ya en la década de los ’90s, cuando pasé a escribir en “Autovía” y el número y la frecuencia de coches a probar hacía inviable semejante dedicación de kilometraje y tiempo, establecí un circuito único para medir consumos y también comportamiento rutero. Se trata de un recorrido con inicio y final en la misma estación de servicio, rellenando al salir y al entrar en el mismo surtidor y por mi propia mano (echando los minutos que hagan falta, que a veces son más de diez con los depósitos más rebeldes), arrancando siempre sobre la misma hora (sobre las seis de la mañana, para que el tráfico no varíe, y sean las cualidades del coche las que condicionen el consumo), y por supuesto, por el mismo itinerario y a las mismas velocidades de crucero.

Está claro que hay coches más y menos prestacionales, pero lo que aquí se trata de medir es el consumo, y sobre todo hoy en día, casi cualquier coche es capaz de mantener cruceros similares, si no se quieren perder puntos, o algo más. Otra cosa es la capacidad de aceleración, ascensional y de adelantamiento. Pero esto también lo medimos, porque en los 500 kilómetros largos que tiene el circuito, unos 180 son de autovía, otros 200 de carretera relativamente fácil donde se puede mantener una marcha más o menos estabilizada, pero con curvas que obligan a levantar el pie, y el resto son carreteras en general en buen estado, pero de serranía, donde se trata de ir a lo posible, dentro de una conducción económica. Es decir, la de un profesional (pongamos un viajante o inspector con coche de “renting” puesto por la empresa) que se conoce la carretera y tiene ganas de llegar, pero no una especial urgencia por llegar; ¡ah!, y que paga la gasolina, pero no los neumáticos. Así que se trata de levantar desde lejos, frenar poco y tomar las curvas lo más alegre posible, para conseguir el mejor promedio posible compatible con el menor consumo posible a semejante ritmo de marcha.

Y este es el circuito que he venido manteniendo en “Autovía” y posteriormente en “Automóvil”; en total, quince años exactos hasta que, para hacer una tabulación publicada recientemente en esta última revista, lo cerré con exactamente 760 coches probados (444 de gasolina y 316 de gasóleo). Y este es el circuito que voy a reemprender ahora para mi blog en km77, con la ventaja de partir ya con unas cifras de base comparativa de cientos de coches. Así que, de momento al menos, me voy a centrar durante unos cuantos meses en esos coches que se ofrecen como especialmente económicos, al margen de su segmento, y que se denominan “Eco-algo”, “Blue-aquello” o “Green-va Vd a saber”. De modo que iré alternando las entradas habituales, hablando de los temas más dispares que se tercien, con estas pruebas, en las que veremos si es oro todo lo que reluce, y cómo han evolucionado los consumos desde 1994 hasta el momento.