No sé cual será la causa, y en cualquier caso resultaría irrelevante ponerse a hacer aquí ensayos sociológicos, pero lo cierto es que nuestra sociedad apenas si nos obsequia hoy en día con protagonistas dotados de la fuerte personalidad que era relativamente fácil encontrar hace medio siglo. Ya que como muestra basta un botón, traeré a colación a los fundadores, y en especial a uno de ellos, de dos sagas que han tenido notable relevancia tanto en el automovilismo deportivo como en el periodismo del motor español de los últimos sesenta años: me refiero a los Villamil y a los Romero-Requejo. Estos últimos van ya por la cuarta generación, ya que don Gerardo fue el fundador de la revista “Motor Mundial”, en cuya dirección le sucedió su hijo Gerardo (más o menos de mi quinta), a éste su hijo Gerardo (ya vamos por el tercero, y nieto), y el cuarto Gerardo todavía no se sabe, porque debe andar por los cuatro años de edad. Pero al fundador de la saga y la revista ya le había dado tiempo antes a ser piloto de caza en nuestra Guerra Civil, después a ser un gran tirador deportivo (también fundó una revista de caza y tiro), y uno de los grandes pilotos españoles de las décadas 40 a 60, especialmente con Pegaso, al margen de otros coches.

En cuanto a los Villamil, don Leopoldo Pérez de Villamil tuvo sus primeros escarceos con la mecánica también durante la Guerra Civil, siendo correo motorizado; o sea, de los que iban con la moto trayendo y llevando partes entre el frente y la retaguardia, y que en cuanto veían dos árboles uno frente a otro en la carretera se agachaban hasta pegarse totalmente al depósito, porque las guerrillas de uno y otro bando tenían la costumbre de tender un alambre entre dichos árboles, y guillotinar al emisario rival. Ya en tiempos más pacíficos, corrió en coche durante más o menos las mismas décadas que su amigo Gerardo (compitió en serio hasta el rallye Costa del Sol del 69, que yo recuerde), y tampoco él tuvo continuidad en su hijo, también Polo. Pero en este caso más bien porque le desanimó respecto a correr y le encarriló hacia los estudios, en los cuales fuimos compañeros en Selectivo, Iniciación y primeros cursos de Ingeniería Industrial. Por cierto, al Selectivo de la Facultad de Ciencias éramos de los pocos que no acudíamos en el famoso tranvía de la Universitaria (en el que se hacía “el Pepe”, o sea, balancearlo saltando alternativamente en las dos plataformas, al cruzar el puente en la bajada de Reyes Católicos) sino yo en bicicleta y él en su Seat 600 preparado por su tío Fernando Villamil, posteriormente jefe de Competición de Fasa-Renault y trágicamente fallecido en el Circuito del Jarama, al ser atropellado en “boxes” al pie de la torre de control.

Este segundo Polo es más conocido en el ambiente del motor porque, tras acabar sus estudios y participar en Finanzauto, fue el impulsor de la faceta automovilística del Grupo Bergé, cuando en su momento más glorioso importaba Toyota, Hyundai y Chrysler-Jeep, antes de pasarse a Lexus, Bentley, Infiniti y Subaru. Gran cazador, lo mismo que su padre (y que su primo Polo Satrústegui), sin duda es recordado, y no para bien, por más de una manada de corzos y capra hispánica de la Sierra de Gredos. Y todavía nos queda un tercer Polo Villamil, al cual los más aficionados recordarán como participante, hace no muchos años, en la fórmula GP2. Lo mismo que su padre, que aunque apenas corrió en serio era muy rápido, el nieto del primer Polo también tenía condiciones, pero al cabo de dos temporadas acabó dejándolo; en GP2 todo el mundo corría mucho y, a diferencia de gran parte de ellos, Polo III tenía la vida resuelta profesionalmente.

Pero volvamos a Polo I, el fundador de la saga. Su afición a la mecánica le llevó, ya en los años 50s y en paralelo a su faceta de piloto, a montar un estudio o gabinete técnico con ingenieros y delineantes, para desarrollar algunas ideas de su cosecha. Lo más que consiguió fue gastarse un montón de dinero, porque las penurias tecnológicas de la España de entonces no estaban a la altura del nivel de los proyectos de Polo. No obstante, uno de los proyectos sí que sobrevivió, aunque fugazmente: el compresor volumétrico. Pero vamos por orden: antes de empezar a tratarle personalmente, recuerdo como aficionado haberle visto correr primero con el Pegaso, después con un Alfa Romeo Giulietta preparado por Conrero a Grupo 2 y, finalmente, con uno de los pocos Porsche 356 GS 1600 Carrera GT Spider que se hicieron, con el motor Fuhrmann de cuatro árboles de levas y 115 CV (el de Polo seguro que tenía bastantes más). Recuerdo su peculiar postura al volante, con la barbilla muy metida contra el pecho, y su casco blanco tipo chichonera, con las orejas cubiertas solo por los laterales de cuero que acababan en el barboquejo.

Era un piloto muy seguro y con muchos recursos, aunque no demasiado fino al volante; venía de los tiempos en los que los coches, para llevarlos deprisa de verdad, más que conducirlos había que pelearse con ellos. Solía presumir, y era cierto, de que en competición nunca se había salido de la carretera ni de la pista, y ni siquiera había hecho un trompo. En carretera abierta, viajando, ya era otro cantar: había tenido tres accidentes. Y es que su estilo de conducción se resumía en una frase que, milagrosamente, en su caso se cumplía: “Siempre hay sitio para pasar”; hacía adelantamientos escalofriantes. Lo que debían pensar quienes venían de frente ya es otra cuestión, evidentemente; aunque él decía que nunca había echado fuera a nadie. Su afición al automóvil le llevó a estar siempre lo más próximo posible a la actualidad y a la competición; por ello mismo, a finales de los 60s y primeros 70s fue durante un tiempo director del Circuito del Jarama, y también periodista del motor, escribiendo para un periódico. Y debido a esta última actividad tuve la ocasión, como todos los que entonces éramos “plumillas” del motor, de tratarle directamente; recuerdo muy bien lo que le costó que le tratase de tú, porque para mí lo que nos separaba no eran tanto los veintialgún años que me llevaba como el hecho de haberle visto conducir, y de qué manera, durante los quince años anteriores.

Y precisamente en el Jarama, que por entonces creo que todavía no dirigía (era Enero de 1968), fue nuestro primer contacto directo, ya que se celebró una doble competición festiva, a bordo de un plantel de Seat 850 Coupé (el primero, el de 843 cc), que por un lado se llamaba “Trofeo de cincuentones” para pilotos veteranos, y por otra “Trofeo de periodistas” o algo parecido, para nosotros. La prueba era contrarreloj, a tres vueltas, pero sólo contaba la última; el trofeo de veteranos lo ganó Polo, y quedó segundo Gerardo Romero-Requejo, y no me acuerdo de nadie más, aunque desde luego corrieron cinco o seis. En cuanto al nuestro, yo quedé inédito, pues aunque en la segunda vuelta (que se cronometraba, pero no contaba) llevaba el segundo tiempo (le sigo tomando el pelo a “Rizos” Muñoz, recordándole que le iba ganando), en la tercera me salí a fin de recta, volcando ni sé cuantas vueltas de croqueta y haciéndome una fisura en la séptima vértebra dorsal, ya que el cinturón, que era simplemente de bandolera, se soltó con el impacto y fui rebotando dentro del coche como una pelota.

Luego me enteré de que los mecánicos de Seat habían hinchado los, muy progresivos pero blandos de flanco, neumáticos Pirelli Cinturato CF-67 (todavía eran de carcasa textil en su banda de rodadura, no metálica) a las presiones de calle para uso normal: 1,1 bar delante y 1,8 atrás; en el asfalto se veían las marcas que dejé con las llantas al tirar de volante después haber contado uno, dos y tres una vez pasado el cartel de 100 metros. Total, que estuve cien días escayolado desde al cuello hasta las ingles (la escayola pesó 5,5 kilos, pues tuve la curiosidad de comprobarlo cuando me la quitaron); todo un éxito, habida cuenta de que me acababa de casar tres meses antes. Por cierto, Gerardo Romero, como el señor que era, estuvo todo el rato dándole ánimos a mi mujer, diciéndole que no había sido nada.

Como casi todos los pilotos, Polo era muy mal copiloto, en el sentido de que no se fiaba nada de quien conducía; le gustaba hacerlo él todo el rato. En las presentaciones de coches durante su etapa como periodista, hacía equipo con Pepe de Las Morenas (otro personaje irrepetible), que le dejaba conducir durante todo el recorrido. Pero en las poquísimas ocasiones en las que Pepe no estaba, tuve el honor de acompañar a Polo, con la diferencia de que entonces si conducíamos al 50%; creo que fui el único que le llevó alguna vez. Recuerdo en concreto la presentación del Chrysler 180, que, como fue en invierno, se hizo en Almería por aquello del buen tiempo; llovió como cuando enterraron a Zafra. Y en otra ocasión visitamos las pistas de pruebas de Michelin en Ladoux, donde Polo me dio todo un recital no de derrapes, sino de deslizamientos controlados de las cuatro ruedas realmente impresionante, a bordo de un Fiat 124, en 3ª y 4ª y a todo lo que daba de sí; naturalmente, cuando llegó mi turno, tuve buen cuidado de no intentar emularle demasiado.

A un personaje de este calibre es normal que le ocurriesen cantidad de anécdotas; una de las más curiosas, y muy divertida, fue la que tuvo lugar en un pueblo de Toledo llamado Villatobas, que está en la carretera de Madrid a Albacete, entre Ocaña y Quintanar de la Orden. Era invierno y Polo se iba los sábados, a primera hora de la tarde, a cazar en una finca de Albacete, a bordo de su Pegaso; entonces se pasaba por el centro del pueblo (que, por cierto, se solía inundar cuando llovía un poco fuerte; ahora, con la circunvalación, ya no me consta, y tal vez hayan mejorado el alcantarillado).

Como es lógico, Polo iba encendido, como siempre; al entrar en el pueblo hacía tres reducciones con doble embrague, de 5ª a 2ª, montando una sinfonía de mil demonios. Y al poco de haber empezado la temporada de caza, un día se encuentra a un paisano en mitad de la calle, en el centro del pueblo, haciéndola señas desesperadas de que parase. Polo se pensó: Me va a echar la bronca por pasar todos los sábados demasiado deprisa. Pero no; el hombre se acercó y, muy humilde, se excusó por haberle parado, y a continuación le espetó lo siguiente: “Verá, yo soy el dueño del cine del pueblo, y los sábados ponemos la sesión a las cuatro de la tarde; pero como Vd suele llegar sobre las cuatro y cuarto, y todo el mundo del pueblo quiere ver pasar el Pegaso, pues no entra nadie al cine. Así que quería preguntarle si va Vd a seguir pasando siempre a la misma hora, y yo pongo la sesión a las cuatro y media”. Como un caballero que era, Polo le contestó: “No, por Dios; yo comeré media hora antes en Madrid, y pasaré por aquí sobre las cuatro menos cuarto, y así Vd mantiene la sesión a la hora de siempre”. Y de este modo en Villatobas tuvieron programa doble: primero el Pegaso, y luego la película.

También anécdota, pero muy trágica, fue la que tuvo lugar a la salida de Madrid hacia Barajas, creo que muy poco después de lo antes relatado; supongo que entre 1954 y 1956. Un piloto portugués, apellidado Mascarenhas, estaba de paso por Madrid, tras de haber participado en las Mille Miglia con un Ferrari (sería algún Testa Rossa o variante de 250 GT; nunca llegué a saberlo). Como entonces todos los pilotos que tenían coches de tal nivel se conocían, y más siendo ambos de la Península Ibérica, hizo noche en Madrid, cenó con Polo y, naturalmente, hablaron de coches. Que si mi Ferrari corre más que tu Pegaso, que si no, que eso habría que verlo. Total, que quedaron emplazados para, a la madrugada siguiente, comprobarlo en el único tramo de vía desdoblada que había en Madrid: la Avenida de América desde el cruce de Cartagena, pasando bajo el túnel de Arturo Soria, y hasta la glorieta que da acceso, a izquierdas, al aeropuerto de Barajas; en dirección a Alcalá ya pasaba a carretera normal. Así que arrancan y con los dos coches emparejados (parece ser que, a fin de cuentas, andaban casi igual) se tragaron esos pocos kilómetro en menos tiempo del que Polo estaba acostumbrado a tardar, porque nunca había ido tan a fondo. Total: llegaron a la rotonda a todo trapo, los frenos de tambor no dieron más de sí, y los dos se estamparon contra el bordillo de la rotonda. El portugués se mató, y Polo salió despedido del Pegaso de carrocería Spyder, que quedó aplastado.

Al haber volado por el aire y caído de plano, pero del revés, quedó convertido en un amasijo de hierros de no más de medio metro de espesor. Y al margen del drama, ello dio lugar a una toma de posición por parte de Polo, que ya no la varió en toda su vida: nunca más se puso un cinturón de seguridad. Puesto que el ir suelto le había salvado la vida una vez, pasó a considerar que así sería siempre; era inútil hacerle toda clase de razonamientos acerca de la diferencia entre tener un choque, o más exactamente un vuelco, en un coche abierto o uno cerrado. En más de una ocasión le hice la reflexión más técnica y racional: Mira, Polo; si alguien entiende de accidentes, son las compañías de seguros. Y si están haciendo descuentos en la póliza si pones cinturones en tu coche (por entonces el cinturón era una opción, y el coche sólo traía las tuercas de anclaje) por algo será. Pues que no, y no; llevaba en la cartera una foto de cómo quedó el Pegaso tras el accidente, y cuando un poco más adelante ya se hizo obligatorio no sólo que los coches llevasen cinturón, sino incluso llevarlo puesto en las plazas delanteras, si le paraba la Guardia Civil por no llevarlo puesto, sacaba la foto y muy seria y correctamente les preguntaba: Así quedó mi coche, y estoy aquí por no llevarlo puesto; ¿acaso pretende Vd que me lo ponga? Ya puede Vd multarme, pero seguiré sin llevarlo. Que yo sepa, ningún agente se atrevió a denunciarle después de esto. Y lo cierto es que acabó muriendo en un accidente de tráfico, pero también lo es que, con casi total seguridad, el cinturón no le hubiese servido de nada.

Pero antes de llegar a ese final, todavía me queda algún recuerdo, y mucho más agradable, de la personalidad de Polo. En 1970, Seat decidió presentar a la prensa el 850 Coupé Sport de cuatro faros, 903 cc y 52 CV, siguiendo el rallye de Montecarlo; justo a los dos años de haberme yo atizado la gran bofetada con la versión anterior, y todavía tomando antihistamínicos a consecuencia de una intoxicación de marisco que había cogido durante las fiestas de Navidad; pero allá que fui, naturalmente. La operación era la siguiente: cinco coupés para diez periodistas, más un 1430 a cuyos mandos iban Oscar Montero, entonces jefe de prensa de Seat y hoy periodista todavía en activo, junto a Urbano, el probador adscrito a dicho departamento. En otro 1430, pero ranchera, iba Carlos del Val, el conocido mecánico de coches clásicos, aventurero (currículo: tres Vueltas a España, dos en Vespa y una en 124, y un LondresMéxico) y piloto (campeón de España de sidecars), con su “paquete” haciendo de copiloto, que eran el coche-escoba del grupo, por si había problemas mecánicos. Y todavía otro 1430 berlina más, pero un tanto especial: en él iban, como expertos en los entresijos del rallye, nuestro Polo y Alberto Ruiz-Giménez, que ya había corrido dicha prueba como copiloto en alguna ocasión (su hermano Enrique, innumerables veces). Entre los periodistas, nombres todavía en activo en nuestra rama del periodismo como Sergio Piccione, Tomás Díaz-Valdés y Javier del Arco; los demás han desaparecido, bien de la profesión o bien de este mundo (han pasado 40 años).

Ibamos a seguir el recorrido con salida en Lisboa, y a media mañana, con los coupés prácticamente sin rodar, salimos de Madrid para comer en Talavera, dejar que los motores respirasen tras los primeros 130 kilómetros y llegar a dormir, ya de noche, a Lisboa. Pero nada más llegar a Talavera, por no decir antes, mi compañero me dijo: Yo no conduzco al paso que váis vosotros, así que el coche todo tuyo hasta Mónaco. Mi compañero era quien entonces me pareció un hombre mayor (menos que yo ahora, sin duda, lo que es clara muestra de la relatividad de las cosas), encantador de trato y experto en ciclismo (con el que hablé mucho del tema, pues yo también soy algo aficionado al pedal), ya que esa era la rúbrica que cubría en el ABC, que era el medio que le había enviado, no tengo claro si como premio o castigo. Llegamos a Lisboa, descansamos bien, hicimos un poco de turismo, y ya anochecido nos preparamos para tomar la salida en unión, aparte de un montón de pilotos amateurs, de los equipos oficiales al completo de Alpine (Nicolas, Ove Andersson, Andruet y Thérier) y Lancia Fulvia (Munari, Sergio Barbasio, Harry «Sputnik» Källström y Tony Fall). También Timo Mäkinen, con el nº 130, muy retrasado, como castigo por un rifirrafe con la Federación.

Decidimos ver salir al equipo Alpine al completo, y seguir a los Lancia, que salían a continuación; con nuestras placas de prensa, pudimos entrar en el cortejo y cruzamos Lisboa a todo trapo siguiendo a los ágiles, pequeños, rojos y ruidosos coches italianos. Pero cual no sería nuestra sorpresa cuando, a los poquísimos kilómetros, en un amplia área de servicio de la autopista, se paran los cuatro coches, junto a los camiones-capitoné de asistencia; nosotros, fascinados, esperábamos ver algún tipo de maniobra mecánica, aunque ya era raro que la hiciesen nada más salir. Pasaban los minutos, nadie se movía, los italianos nos miraban con mala cara a los ocho coches españoles plantados allí, junto a ellos, y al cabo de un rato, volvieron a arrancar los coches y salieron de nuevo como alma que lleva el diablo. Y entonces “el Oso” (Alberto Ruiz-Giménez) nos explicó el asunto: éstos iban a meter los coches en los camiones y los pilotos, a dormir en la doble cabina; y al llegar cerca de Madrid, en otro sitio discreto, los iban a volver a bajar, fichan en el control de paso (que era el primero desde Lisboa), y se ahorraban 600 kilómetros de machaqueo a la mecánica, y los pilotos, frescos como rosas.

En aquellos tiempos, y con el astuto Cesare Fiorio al frente, en Lancia se funcionaba así. Al margen de dar descanso a los pilotos, el ahorro mecánico no era baladí: tanto los Alpine como los Fulvia llevaban motores 1.600 (de entre 140 a 150 CV, más o menos) con unos desarrollos muy cortos, de no más de 22 km/h. Como los promedios en tramo de enlace son relativamente bajos, tenían del orden de nueve horas para llegar a Madrid, que es una paliza al volante, y unos dos millones de vueltas de cigüeñal que se ahorraban. De hecho, con nuestro desarrollo apenas un poco más largo, acabamos pasando de nuevo no sólo a los Lancia, sino también a los Alpine, que iban muy por delante; era una satisfacción un poco tonta pasar a los petardeantes coches de rallye, que iban a punta de gas sin coger ni 5.000 rpm, para no castigar la mecánica, mientras nosotros metíamos el pie, si no a fondo, al menos sin tantos miramientos.

Y tal y como estaba previsto, el coche-escoba tuvo que hacer algo de mecánica: romper la luneta trasera, porque en el Puerto de Miravete una piedra que le tiró el último de los coupés le fragmentó el parabrisas (eran los tiempos del vidrio templado, no laminado) y para ver tuvieron que romperlo del todo, por lo que se les creaban unas corrientes terribles dentro, aparte de que se frenaba el coche. Así que rompiendo también la luneta, al menos el aire pasaba a través del coche más fácilmente; como de todos modos íbamos a ir a ver los tramos de los Alpes Marítimos, todos llevábamos anoraks de los gordos, así que Carlos y su copiloto se los pusieron, y hasta Madrid, donde les esperaban dos cristales nuevos.

A Madrid llegamos ya con luz de día, descansamos un poco (en los propios coches, sin respaldos reclinables), y seguimos a comer a Zaragoza. Luego giro hacia Pamplona y la frontera en Dancharinea, para atravesar en paralelo a los Pirineos por el lado francés, y llegar de madrugada a la concentración de Millau, en pleno Macizo Central francés: la nochecita estaba a unos cinco grados bajo cero, con alguna que otra placa de hielo más que respetable, que medio se distinguía al brillar bajo nuestra batería de faros; eso sí, como si fuésemos rallymen de verdad llevábamos, al margen de los cuatro faros de serie, dos proyectores halógenos de largo alcance y otros dos amarillos de niebla; los pobres alternadores no daban más de sí, y gracias.

Después de ese duro recorrido nocturno, me comentaba luego con su habitual retranca el gracioso de Carlitos, que desde el coche-escoba vigilaba las evoluciones volantísticas del grupo: de tus compañeros, unos trazan y otros destrozan. Pero al que casi le destrozan, pero las narices, fue a Javier del Arco, por aquel entonces todavía más clásicamente radical que ahora, lo cual no es fácil; pura y simplemente, se enrolló una bufanda al cuello, bajó la ventanilla, sacó el pico de la bufanda al estilo Isadora Duncan (por fortuna, sin tanto colgante) y le comunicó a su acompañante: Es que así se siente la auténtica sensación como de ir en un deportivo inglés descapotable. La víctima, un vasco llamado Dino Arriandiaga, nos comentó luego que pensó estrangularlo a mano, y no con la bufanda, pero prefirió hacerle parar, y se pasó al asiento trasero del coche-escoba.

La cuestión es que llevábamos ya una noche, un día y otra noche sin descansar, y yo conduciendo sin relevos (antihistamínicos al margen); estaba ya más fundido que la mantequilla puesta al lado del fuego. Pero como Dios aprieta pero no ahoga, la solución vino de la mano de los ocupantes del tercer coche, del que apenas hemos hablado, pero que nos empalma con algo que venía de quince años atrás. Polo Villamil tenía su proyecto de compresor volumétrico de conexión temporizada, con un embrague electromagnético que lo conectaba sólo al pisar casi a fondo, y para llevar a buen puerto tan antiguo proyecto se asoció con Santiago Fernández Vaquero, un antiguo ingeniero de Barreiros que sabía mucho de suspensiones, y todavía más de temas comerciales; era el diseñador y constructor de los amortiguadores y llantas de aleación Stromberg.

Así que de ese modo se pudo fabricar el compresor Vica-Stromberg, en donde el “Vi” era de Villamil y el “ca” no me acuerdo. Se puso a prueba en el antes mencionado rallye Costa del Sol, en el que Polo acabó entre los diez primeros “scratch”, con este mismo 1430 propiedad de Antonio Madueño, el técnico y propietario del taller “Autotécnica”, con el que durante años llevé a medias el “Consultorio del lector”, primero de “Velocidad” y luego de “Autopista”. Como digo, el coche era de serie, aparte del compresor, los amortiguadores y llantas Stromberg y unos tirantes diagonales posteriores de posicionamiento del eje trasero que mejoraban mucho respecto a la barra Panhard original.

Bueno, el caso es que Polo y “el Oso” decidieron echar unas carreritas, para amenizar el descenso hacia Mónaco (donde, por fin, llegamos sobre media tarde), y como conmigo tenían más confianza que con el resto me pidieron que le cediese el volante de mi coupé a Alberto, y que mi copiloto se pasase al 1430 de Polo; así formábamos el equipo joven y el veterano. No está de más recordar que, durante el año anterior, “el Oso” había sido el piloto oficial de Fasa-Renault con el R.8 Gordini, tanto en circuitos como en rallyes; luego también corrió con los Porsche de la Repsol, porque los “todo atrás”, y el ir todo el rato medio de lado, le gustaba mucho. Así que salimos nosotros por delante y el más potente pero menos manejable 1430 sobrealimentado detrás. No habíamos avanzado ni un kilómetro saliendo de Millau cuando, en una curva a izquierdas en bajada, casi una paella, había una hermosa placa de hielo que yo no brillaba como de noche: cruzada de película, contravolante a tope, y problema resuelto; yo eché una mirada hacia atrás y vi que, mal que bien, Polo también había sorteado la situación y nos seguía.

Pero lo mejor fueron los comentarios posteriores, durante la comida, medio muertos de sueño pero ya felices, con mejor temperatura, y ya cerca de Mónaco. Alberto me comentó, en un aparte: “Te habrás dado cuenta de que Polo no me podía seguir”. Yo hice un ruido más o menos indescifrable, que él sin duda interpretó como que sí. Pero al cabo de un rato se me acercó Polo y me dijo: Ya habrás visto que “el Oso” no me despegaba”. Yo volví a hacer el mismo ruido, y todos contentos. La verdad es que, según mandaban el tráfico y los adelantamientos, los dos coches se aproximaban y se alejaban, y era muy difícil decidir cuál era el más rápido; probablemente el 850 en las zonas muy sinuosas, y el 1430 en las más rápidas, donde mandaba la potencia; en cualquier caso, bajamos desde Millau hasta la comida como auténticos posesos.

Pero lo mejor fue el comentario que me hizo el hombre de ABC respecto a la placa de hielo cuando volvimos cada uno a nuestro coche y, ya más tranquilos, bajábamos hacia Mónaco: “Al ver que el coche se ponía de lado, y que resbalaba sin apenas adherencia con el suelo, ya me ví estampado contra la pared de roca de la derecha. Pero cuando aquél señor tan serio (por Polo) todo lo que hizo fue decir “Vaya por Dios”, y empezar a mover el volante, los pedales y la palanca de cambios, y el coche salió como por ensalmo hacia delante, pensé que había entrado en la cuarta dimensión y me relajé; si ya no me he matado aquí, ya no me puede pasar nada”. Esta es la primera impresión que daba Polo: un tranquilo burgués, culto y afable. Y en verdad era todo ello: dominaba a la perfección varios idiomas, y podía ser muy refinado al elegir el menú en un buen restaurante.

Pero también podía ser, con la elegancia de quien no se esfuerza en resultar agradable porque lo es por naturaleza, eso que los franceses llaman un “charmeur”, un encantador. Tenía una habilidad especial para que, en los aviones, las azafatas acabasen atendiéndole con preferencia a todos los demás; en una ocasión, la pulsera de pelo de elefante (cazado por él, naturalmente) dio lugar a que la azafata, que algo entendía del asunto, le preguntase por ella: Polo le contó algo, sacó algunas fotos que llevaba junto a la del Pegaso aplastado, posando junto a sus trofeos en África, y la azafata acabó el vuelo, hasta que llegó la hora del aterrizaje, sentada en la butaca vacía a su lado, escuchándole absorta mientras Polo desgranaba historia tras historia. Y los demás mirándole con envidia: ¡Hay que fastidiarse como liga el abuelo, y los demás aquí sin comernos una rosca!

Quizás por ello, recuerdo que, en su funeral en los Jesuitas de Serrano, había una proporción desmesuradamente alta de público femenino, muy bien repartido entre los 20 y los 80 años; era un seductor, sin ni siquiera proponérselo (o disimulándolo muy bien). He dicho funeral, y también que falleció en un accidente de tráfico, allá sobre 1974, año arriba o abajo; y en unas circunstancias realmente paradójicas: se celebraba el rallye Rías Bajas y él acudía no sé si en funciones de periodista o por su cuenta para seguir el rallye. El hecho es que al principio de una etapa, que salía desde el puerto de Vigo, acudía a bordo de un simple 127 para ir al parque cerrado; y en un cruce, ya dentro del puerto, un guardia civil que llegaba tarde al servicio en su puesto aduanero, se saltó no sé si un Stop o un Ceda el paso, y la embistió lateralmente por el lado izquierdo, el de su puerta, fracturándole la cadera. Como ya anticipé, en este tipo de accidente, de poco le hubiera servido el cinturón, y todavía faltaban más de 30 años para que se popularizasen los airbag laterales. Y Leopoldo Villamil, que se había jugado la vida mil veces en la guerra, en las pistas y en la carretera, fue a morir en un tonto accidente de tipo urbano; y él, que era un hombre moderado y liberal, pero indudablemente de derechas, fue a caer víctima del error de un guardia civil. Ironías del destino.